– Fue una lástima, querida. Él tiene otras obligaciones. Descuidarlas no iba a hacer otra cosa que traer desgracias consigo.
Ellie repitió lo que había dicho antes.
– Me van a enviar fuera de aquí.
– Eso puede ser aconsejable, en cualquier caso, durante algún tiempo.
Las manos de Ellie estaban entrelazadas y fuertemente apretadas.
– Usted no comprende.
– Para poder comprender -dijo Miss Sil- ver-, me gustaría hacerle una o dos preguntas.
Su cuerpo se estremeció. Después, Ellie exclamó:
– ¡Oh…!
– Para usted puede ser muy importante contestarlas. Espero que lo haga así. Desde algunas de las ventanas de la vicaría se puede ver perfectamente el camino que sale de la iglesia. ¿Es su ventana una de ellas?
Hubo un débil movimiento afirmativo de la cabeza.
– ¿Quiere decirme qué ventana es?
– Es la que está a un lado, donde crece el peral.
– Si mirara usted por esa ventana en una noche clara, podría ver a cualquiera que bajara por el camino de la Casa Ford. Anoche, casi había luna llena. Aunque también había bastantes nubes, la noche no era oscura. Anteanoche, Mr. Ford bajó por ese camino aproximadamente a las ocho y media. Si usted hubiera estado mirando por la ventana, podría haberle visto. No quiero decir que lo reconociera pero si él bajaba por ese camino y doblaba hacia la casa de Mrs. Trent a usted no le cabría la menor duda de quién era.
Y quizá estaba usted lo bastante en tensión como para querer-asegurarse de que se trataba de él.
Ellie la miró asombrada.
– ¿Cómo… lo… sabe?
Apenas si pudo escuchar las palabras. Miss Silver contestó con un tono de voz compasivo:
– Se sentía usted muy desgraciada. ¿Bajó por las ramas del peral? Ya lo había hecho otras veces, ¿verdad? Y se dirigió hacia la casa del guarda, pero ni llamó a la puerta ni entró en ella. Rodeó la casa y se dirigió hacia donde está la ventana de la sala de estar, y permaneció allí, apoyada en el alféizar, escuchando. La ventana estaba abierta, ¿verdad? Miss Page… ¿Qué escuchó usted?
Era como el Día del Juicio Final. Se trataba de cosas que nadie sabía. Pero esta mujer extraña las conocía. Era la amiga de Adriana Ford, que había venido a visitarla el día del funeral de Mabel Preston. ¿Cómo podía saber las cosas ocultas en su corazón? Si esta mujer las sabía, no valía la pena intentar ocultarlas por más tiempo. Y como era una persona extraña, de todos modos no importaba demasiado. Nunca importa lo que se le dice a una persona extraña como aquélla. No se sentiría acongojada como frente a
Mary, ni condenada como ante John. Y si ella contaba las cosas terribles que llenaban su mente, quizá se marcharan y la dejaran libre para buscar alguna clase de ayuda y de paz. Débilmente, y con palabras balbuceantes, dijo:
– Yo les oí… hablar… Geoffrey… y… ella…
– ¿Mrs. Trent?
– Sí.
– ¿Qué dijeron?
– Geoffrey dijo: «Nos vio allí», y Esmé dijo: «No podría decir la verdad aunque quisiera.» Estaban hablando de Meriel.
– ¿Está segura de eso?
– Al principio, me pensé que hablaban de Edna, cuando Esmé dijo: «¡Es tan celosa como el demonio!» Pero no se trataba de ella porque Geoffrey dijo que a Meriel no le gustaba que la despreciaran y que iba a plantear problemas.
– ¿Dijo cómo podía hacer eso?
– Esmé dijo que quizá podía haberles visto deslizarse detrás de las cortinas el día de la fiesta, pero que no podía saber que estaban en el estanque, ¿y a quién le importaba si daban un paseo por el jardín? Y entonces…, entonces…
– ¿Sí?
– Apareció Meriel. Abrió la puerta y entró en la habitación. Tenía que haber estado escuchando. Discutieron de un modo terrible, sobre cómo se debía ahogado aquella pobre Miss Preston. Meriel habló de decírselo a la policía, y Esmé dijo que la propia Meriel sabía mucho de cómo sucedió todo. Añadió que ella y Geoffrey se fueron a dar un paseo por el prado, y que nunca estuvieron cerca del estanque. Y Meriel afirmó que vio a los dos juntos en la glorieta.
Ahora, Ellie estaba temblando. Miss Sil- ver colocó una mano en su brazo.
– Espere un minuto, querida, y piense en lo que está diciendo. ¿Quiere decir que Meriel Ford afirmó que había visto a Mr. Geoffrey Ford y a Mrs. Trent en la glorieta, junto al estanque, la noche del sábado en que Miss Preston murió ahogada?
– ¡Oh, sí, lo dijo!
– ¿Dijo también a qué hora ocurrió eso?
– Dijo… vio… a Miss Preston… viniendo a través del prado, cuando ella se marchaba.
Y era cierto, ¡yo sé que era cierto! Esmé dijo que sólo estaban dando un paseo por el jardín, pero estaban allí, en la glorieta, los dos juntos… ¡sé que estaban allí! Geoffrey no lo negó… hasta que ella se lo hizo negar. Pero estaban all[…juntos!
Con un tono de voz amable, pero firme. Miss Silver dijo:
– Querida, debe usted controlarse. No creo que sea consciente de las implicaciones de lo que acaba de decir. No se trata de si Mr. Geoffrey Ford y Mrs. Trent estaban desarrollando el más reprensible de los flirteos en la glorieta, sino de saber si alguno de ellos o ambos se encontraban allí en el momento de la muerte de Miss Preston.
Ellie había estado mirando al frente. Ahora miró a su alrededor y finalmente observó el rostro de Miss Silver con fijeza.
– Se trata -añadió Miss Silver- de saber si alguno de ellos, o ambos, fueron responsables de esa muerte.
– No, no… ¡Oh, no! -exclamó Ellie. Las palabras le salieron boqueadas-. Eso fue lo que dijo Meriel… Dijo que la policía pensaría que Geoffrey lo había hecho. Pero él no lo hizo… ¡no pudo hacerlo! ¡Ella sólo se lo estaba diciendo para hacerle daño! ¡Dijo las cosas más terribles! Dijo: «Suponte que afirmo que tú la empujaste.» Y, además, dijo que todo fue porque Mabel Preston llevaba el abrigo de Adriana, y porque él pensó que se trataba de Adriana. Por el dinero que ella le iba a dejar.
– Desear lo que pertenece a otra persona es una causa frecuente de crimen -observó Miss Silver.
– Geoffrey no lo pudo hacer. ¡No haría una cosa así! ¡El no lo hizo! ¿Cree usted que le habría contado todo esto si pensara que fue Geoffrey quien lo hizo?
– No…, no parece que sea así -admitió Miss Silver.
Ellie levantó una mano y se retiró el pelo de la cara.
– Una vez que Meriel se hubo marchado, ellos siguieron hablando. Cada uno de ellos pensó que lo había hecho el otro. Oyeron acercarse a alguien y se separaron, siguiendo caminos diferentes. Esmé preguntó a Geoffrey si él regresó y empujó a Miss Preston y él contestó: «¡Por Dios, no! ¿Lo hiciste tú?» Puede que ella estuviera intentando sonsacarle algo, pero él no; estaba terriblemente conmocionado. Y Esmé dijo que debía ir detrás de Meriel y no permitir que llamara a la policía. Le aseguró que él sería capaz de convencerla… y si todo lo que dijo eran mentiras, esto era cierto. ¡Oh, sí! Eso era cierto… él sabe muy bien cómo convencer.
– ¿Y Geoffrey se marchó?
– ¡Oh, sí!
Los pensamientos de Miss Silver eran muy graves. ¿Es que esta pobre joven no se daba cuenta de lo dañinas que eran sus declaraciones para Geoffrey Ford? Había oído a Meriel acusarle de haber empujado a Mabel Preston al estanque. Había oído decir a Esmé Trent que siguiera a Meriel y que la convenciera. Y ella misma era testigo de que él se había marchado. ¿Acaso podía estar ciega ante lo que aquellas cosas implicaban? No podía haber un caso más extremo de locura, pero no estaba dispuesta a convencerla de lo contrario.
– ¿Y qué hizo usted entonces?
No había color en los labios de Ellie. Se abrieron para decir:
– Yo les seguí.
Miss Silver experimentó aquella clase de satisfacción que se apodera del filósofo, del técnico, del poeta y del artista, cuando la herramienta sigue al pensamiento, cuando el concepto va adquiriendo forma y la palabra correcta aparece en su lugar justo. Al principio, sólo hubo el más débil estremecimiento de un instinto, en el que había aprendido a confiar. No había por entonces prueba alguna, pero la intuición se había ido haciendo cada vez más fuerte, a medida que se desarrollaba la conversación. Puede que ahora, cuando era más necesario, las pruebas siguieran apareciendo. Con voz tranquila, pidió: