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Janet no contestó. Conocía a Star desde hacía tantos años que ni siquiera esperaba que fuera lógica. Con tono cariñoso, dijo:

– No tienes ninguna necesidad de ir si no „ quieres, ¿no crees? Siempre puedes enviarle un telegrama a Jimmy Du Pare diciéndole que tienes los pies fríos y que puede darle el papel a Jean Pomeroy. Es algo bastante simple.

Star la apretó con fuerza.

– ¡Antes me moriría! -exclamó-. Y tú no crees en los presentimientos, ¿verdad?

– No lo sé. Lo único que sé es que tus deseos no se pueden cumplir en ambos sentidos. Si quieres ese papel, tendrás que ir a Nueva York a buscarlo. No va a venir a ti.

– ¡Es un papel maravilloso! Voy a estar en lo más alto de mi carrera. ¡Tengo que hacerlo! Y mientras tú estés con Stella, estaré segura de que todo marchará perfectamente. Tú crees que todo marchará bien, ¿verdad?

– No veo por qué no.

– No… sólo estoy pensando estupideces. No me gusta hacer viajes. Eso no me sucede cuando los estoy haciendo, sino la noche anterior… es algo bastante curioso. Es como estar mirando desde una habitación brillantemente iluminada y no querer penetrar en la oscuridad.

– ¡No creo que tengas muchas probabilidades de encontrarte a oscuras en Nueva York! -dijo Janet.

Una vez que Janet se hubo marchado, Star cogió el teléfono y marcó un número con rapidez. La voz que contestó le fue tan familiar como la suya propia.

– Ninian…, soy Star.

– ¡Tenías que ser tú!

– Te he llamado tres veces y no respondía nadie.

– De vez en cuando salgo.

– Ninian, Janet acaba de estar aquí…

– ¡Un entendimiento que hará época!

– Esa idiota de Edna ha dejado que Nanny se marche de vacaciones a alguna parte del continente.

– ¡Esos límites de los que no regresa ningún viajero!

– ¡Oh, volverá! Pero dentro de quince días… y yo me marcho a Nueva York.

– Eso ya lo sé. Iré a despedirte.

– Pues no tendrías que venir si no fuera por Janet. No podía marcharme y dejar a Stella sin nadie.

– Creía que la Casa Ford estaba repleta de mujeres.

– ¡No dejaría a Stella con ninguna de ellas! Pero he llamado para decirte que Janet va a ir allí para cuidarla.

Se produjo algo parecido a una pausa. Después, Ninian Rutherford dijo:

– ¿Por qué?

– ¿Por qué, qué?

– ¿Por qué me has llamado?

– Pensé que te gustaría saberlo.

– Querida -dijo él, con su voz más encantadora-, no me importa lo más mínimo, y quiero que lo sepas desde ahora.

Star lanzó un suspiro de exasperación y colgó.

7

Janet acudió a la Casa Ford al día siguiente. Tomó el tren para Ledbury, y algo le decía que se estaba metiendo en problemas, y que era una estúpida por aceptarlo. Quedarse en la ciudad habría significado pan y margarina, con un poco de queso y algún que otra arenque, regado con tazas de té aguado, pero eso podía ser preferible a las dos semanas que ahora tendría que pasar con los familiares de Star. No les conocía y ellos tampoco a ella. Cada vez que pensaba en ellos tenía la misma sensación que se tiene cuando se abre la puerta al final de las escaleras qué dan al sótano. Había un lugar así en la casa de los Rutherford, en Darnach. La puerta estaba en el pasillo situado fuera de la cocina. Cuando la abría, se veían unos escalones que desaparecían en la oscuridad, y por ellos subía una ráfaga de aire con olor a moho. Al bajar ahora a la Casa Ford se sentía igual.

Janet se tomó muy en serio la tarea de percibir la sensación. Tenía a veces esa misma clase de sensaciones, y cuando le ocurría echaba la culpa a una abuela de las tierras altas. Tres cuartas partes de ella procedían de escoceses de las tierras bajas, lo que hacía que el sentido común y una firme adhesión a sus principios fueran la regla de vida, pero no siempre se podía silenciar a la abuela de las tierras altas que había en ella. En cierta ocasión, Ninian había dicho que no podría vivir sin aquella abuela: «Demasiado “sombría” y buena para alimentación diaria de la naturaleza humana.»

Apartó a Ninian de su mente y le cerró la puerta. Como quiera que había estado haciendo lo mismo hacía dos años, ahora ya debería resultarle fácil, pero por mucho que le apartara y le cerrara la puerta, siempre había algo que se quedaba detrás o que volvía a filtrarse… la forma en que miraba cuando sus ojos le sonreían, el negro tono de su ira, su ceño, rápidamente sacudido. Suponía que, al final, todo aquello dejaría de dolerle, pero, por el momento, el final parecía hallarse muy lejos.

En Ledbury tomó un taxi y fue conducida a lo largo de cinco kilómetros de caminos campestres hasta la villa Ford. Había un puesto de verduras, un drugstore, una iglesia, un garaje con un surtidor de gasolina y la entrada a la Casa Ford… altos pilares de piedra, sin puerta entre ellos, la casa del guarda, de aspecto cuadrado, en uno de los lados, y un camino largo y mal cuidado, que se extendía entre árboles y arbustos demasiado crecidos.

Llegaron después de dejar atrás una curva llena de gravilla. Janet se bajó y el conductor llamó al timbre. Nadie acudió durante largo rato. El timbre era eléctrico. Janet había empezado a pensar que estaba estropeado, cuando abrió la puerta una chica que llevaba puesto un vestido de algodón muy limpio. Tenía unos ojos pálidos y saltones y avanzó la cabeza, curioseando, pero su voz sonó amable cuando dijo:

– ¡Oh! ¿Es usted Miss Johnstone? No pude oír bien el timbre con todo el ruido que hay. Esta Stella… ¡Nunca había oído gritar así a una niña! Parece que se siente algo inquieta desde que Nanny se marchó. Confío en que usted será capaz de hacer algo con ella. No sirve darle unos azotes, porque ya lo he intentado. Nada que le pueda hacer daño, desde luego, pero a veces los calma… sólo que a ella no. Todo lo que hace es continuar, hasta que una ya no sabe dónde tiene la cabeza o los pies.

Mientras hablaba, el taxista dejó la maleta de Janet sobre el escalón, metió el importe del trayecto en el bolsillo y se marchó.

Janet penetró en el vestíbulo. Sin duda alguna, alguien estaba gritando, pero no podía estar segura de dónde procedía el ruido.

– ¡Allí!-exclamó la joven-. ¿Ha oído alguna vez algo parecido?

– ¿Dónde está? -se apresuró a preguntar Janet.

Pero apenas si había pronunciado las palabras cuando fue la propia Stella quien las contestó. Al fondo del vestíbulo, una puerta fue empujada, abriéndose y por ella salió una niña gritando. Después, cuando ya estaba a medio camino del vestíbulo, se detuvo de repente, mirando fijamente la maleta de Janet y a la propia Janet.

– ¿Quién es usted? -preguntó.

Janet se acercó.

– Soy Janet Johnstone.

La niña era la misma de la fotografía. No mostraba la menor señal de haber acabado una pataleta. El oscuro flequillo de su pelo aparecía arreglado y su piel fina y pálida no mostraba señales de lágrimas. Los hermosos ojos de profunda mirada quedaron fijos en ella, observándola.

– ¿Es usted la Janet, de Star?

– Así es.

– ¿La que jugaba con ella y Ninian en Darnach?