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Se quedaron José y María solos en el camino, ella intentando recobrar las perdidas fuerzas, él un tanto impaciente por la demora, justo cuando están tan cerca de su destino. El sol cae a plomo sobre el silencio que rodea a los viajeros. De pronto, un gemido sordo, irreprimible, sale de la boca de María. José se inquieta, pregunta, Son los dolores ya, y ella responde, Sí, pero en ese mismo instante se extiende por su rostro una expresión de incredulaidad, como si se encontrara ahora, de repente, ante algo inaccesible a su comprensión, y es que, verdaderamente, no fue en su propio cuerpo donde notó el dolor, lo había sentido, sí, pero como un dolor sentido por otra persona, quién, el hijo que dentro de ella está, cómo es posible que ocurra tal cosa, que pueda un cuerpo sentir un dolor que no es suyo, y sobre todo sabiendo que no lo es y, a pesar de ello, una vez más, sintiéndolo como si propio fuese, o no exactamente de esta manera y con estas palabras, digamos más bien que es como un eco que, por alguna extraña perversión de los fenómenos acústicos, se oye con más intensidad que el sonido que lo causa. Cauteloso, sin querer saber, José preguntó, Sigue doliéndote, y ella no sabe cómo responderle, mentiría si dijera que no, mentiría si dijera que sí, por eso calla, pero el dolor está ahí, y lo siente, pero es también como si sólo lo estuviese mirando, impotente para socorrerlo, en el interior del vientre le duelen los dolores del hijo y ella no puede valerle, tan lejos está.

No gritó ninguna orden, José no usó la vara, pero lo cierto es que el asno reanudó la marcha más vivo de ánimo, sube por su cuenta la ladera empinada que lleva a Jerusalén y va ligero, como quien ha oído decir que está el comedero lleno a su espera y también un descanso sabroso, pero lo que él no sabe es que todavía tendrá que hacer un buen trecho de camino antes de llegar a Belén, y cuando se encuentre allí percibirá que, en definitiva, las cosas no son tan fáciles como parecían, claro está que sería muy bonito poder anunciar, Veni, vidi, vinci, así lo proclamó Julio César en tiempos de su gloria, y después fue lo que se vio, a manos de su propio hijo acabó muriendo, sin más disculpa para éste que el serlo por adopción. Viene de lejos y promete no tener fin la guerra entre padres e hijos, la herencia de las culpas, el rechazo de la sangre, el sacrificio de la inocencia.

Cuando iban entrando por la puerta de la ciudad, María no pudo contener un grito de dolor, pero éste lacerante, como si una espada la hubiera atravesado. Lo oyó sólo José, tan grande era el ruido que hacía la gente, los animales bastante menos, pero todo junto resultaba una algazara de mercado que apenas dejaba oír lo que se dijera al lado.

José quiso ser sensato, No estás en condiciones de seguir, lo mejor será que busquemos posada aquí, mañana iré yo a Belén, al censo, y diré que estás de parto, luego irás tú si es necesario, que no sé cómo son las leyes de los romanos, a lo mejor es suficiente con que se presente el cabeza de familia, sobre todo en un caso como éste, y María respondió, No siento ya dolores, y así era, aquella lanzada que la hizo gritar se había convertido en unas punzadas de espino, continuas, sí, pero soportables, algo que sólo se mantenía presente, como un cilicio. Quedó José lo más aliviado que se puede imaginar, pues le inquietaba la perspectiva de tener que buscar un abrigo en el laberinto de calles de Jerusalén en circunstancias de tanta aflicción, la mujer en doloroso trabajo de parto y él, como cualquier otro hombre, aterrorizado con su responsabilidad, pero sin querer confesarlo. Al llegar a Belén, pensaba, que en tamaño e importancia no es muy distinta de Nazaret, las cosas serán sin duda más fáciles, ya se sabe que en los pueblos pequeños, donde todo el mundo se conoce, la solidaridad suele ser palabra menos vana.

Si María no se queja ya, o es que pasaron sus dolores, o es que consigue soportarlos bien, tanto en un caso como en otro, es igual, vamos a Belén. El burro recibe una palmada en los cuartos traseros, lo que, si nos fijamos bien, es menos un estímulo para que avive el paso, decisión bastante difícil en la indescriptible confusión del tránsito en que se veían atrapados, que expresión afectuosa y de alivio por parte de José. Los tenderetes invaden las estrechas callejuelas, andan de aquí para allá, codo con codo, gentes de mil razas y lenguas, y el paso, como por milagro, sólo se abre y facilita cuando en el fondo de la calle aparece una patrulla de soldados romanos o una caravana de camellos, entonces es como si se apartasen las aguas del Mar Rojo. Poco a poco, con cuidado y con paciencia, los dos de Nazaret y su burro fueron dejando atrás aquel bazar convulso y vociferante, gente ignorante y distraída a quien de nada serviría decir, Aquél que ves ahí es José, y la mujer, la que va embarazada con un vientre inmenso, sí, se llama María, van los dos a Belén, para lo del censo, bien es verdad que de nada servirán estas benévolas identificaciones nuestras, porque vivimos en una tierra tan abundante en nombres predestinados que fácilmente se encuentran por ahí Josés y Marías de todas las edades y condiciones, por así decir a la vuelta de la esquina, sin olvidar que estos a quienes conocemos no deben de ser los únicos de ese nombre a la espera de un hijo, y también, todo hay que decirlo, no nos sorprendería mucho que, a estas horas y en el entorno de estos parajes, naciesen al mismo tiempo, sólo con una calle o un sembrado por medio, dos niños del mismo sexo, varones si Dios lo quiere, que sin duda vendrán a tener destino diferentes, aunque, en una tentativa final para dar sustancia a las primitivas astrologías de esta antigua edad, viniésemos a darles el mismo nombre, Yeschua, que es como quien dice Jesús. Y que no se diga que estamos anticipándonos a los acontecimientos poniendo nombre a un niño que aún está por nacer, la culpa la tiene el carpintero que desde hace mucho tiempo lleva metido en la cabeza que ese será el nombre de su primogénito.

Salieron los caminantes por la puerta del sur, tomando el camino de Belén, ligeros de ánimo ahora porque están cerca de su destino, van a poder descansar de las largas y duras jornadas, aunque otra y no pequeña fatiga espera a la pobre María, que ella, y nadie más, tendrá el trabajo de parir el hijo, sabe Dios dónde y cómo. Y es que, aunque Belén, según las escrituras, sea el lugar de la casa y linaje de David, al que José dice pertenecer, con el paso del tiempo se acabaron los parientes, o de haberlos no tiene el carpintero noticia de ellos, circunstancia negativa que deja adivinar, cuando todavía vamos por el camino, no pocas dificultades para el alojamiento del matrimonio, pues José no puede, nada más llegar, llamar a una puerta y decir, Traigo aquí a mi hijo, que quiere nacer, que venga la dueña de la casa, toda risas y alegrías, Entre, entre, señor José, que el agua está caliente ya y la estera tendida en el suelo, la faja de lino preparada, póngase cómodo, la casa es suya. Así habría sido en la edad de oro, cuando el lobo, para no tener que matar al cordero, se alimentaba de hierbas del monte, pero esta edad es dura y de hierro, el tiempo de los milagros o pasó ya o está aún por llegar, aparte de que el milagro, por más que nos digan, no es nada bueno, si hay que torcer la lógica y la razón misma de las cosas para hacerlas mejores. A José casi le apetece ir más despacio para retrasar los problemas que le esperan, pero recuerda que muchos más problemas va a tener si el hijo nace en medio del camino, así que aviva el caminar del burro, resignado animal que, de cansado, sólo él sabe cómo va, que Dios, si de algo sabe, es de hombres, e incluso así no de todos, que sin cuenta son los que viven como burros, o aún peor, y Dios no se ha preocupado de averiguar y proveer. Le dijo a José un compañero de viaje que había en Belén un caravasar, providencia social que a primera vista resolverá el problema de instalación que venimos analizando minuciosamente, pero incluso un rústico carpintero tiene derecho a sus pudores y podemos imaginar la vergüenza que para este hombre sería ver a su propia mujer expuesta a curiosidades malsanas, un caravasar entero cuchicheando groserías, esos arrieros y conductores de camellos que son tan brutos como las bestias con que andan, o peor, en comparación, porque ellos tienen el don divino del habla y ellas no. Decide José que irá a pedir consejo y auxilio a los ancianos de la sinagoga y se sorprende por no haberlo pensado antes. Ahora, con el corazón más libre de preocupaciones, pensó que estaría bien preguntarle a María cómo iba de dolores, pero no pronunció palabras, recordemos que todo esto es sucio e impuro, desde la fecundación al nacimiento, aquel terrorífico sexo de mujer, vórtice y abismo, sede de todos los males del mundo, el interior laberíntico, la sangre y las humedades, los corrimientos, el romper de las aguas, las repugnantes secundinas, Dios mío, por qué quisiste que estos tus hijos dilectos, los hombres, naciesen de la inmundicia, cuánto mejor hubiera sido, para ti y para nosotros, que los hubieras hecho de luz y transparencia, ayer, hoy y mañana, el primero, el de en medio y el último, así igual para todos, sin diferencia entre nobles y plebeyos, entre reyes y carpinteros, sólo colocarías una señal terrible sobre aquellos que, al crecer, estuviesen destinados a volverse, sin remedio, inmundos. Retenido por tantos escrúpulos, José acabó por hacer la pregunta en un tono de media indiferencia, como si, estando ocupado con materias superiores, condescendiese a informarse de servidumbres menudas, Cómo te sientes, dijo, y era justamente la ocasión de oír una respuesta nueva, pues María, momentos antes, había empezado a notar diferencia en el tenor de los dolores que estaba experimentando, excelente palabra ésta, pero puesta al revés, porque con otra exactitud se diría que los dolores estaban, en definitiva, experimentándola a ella.