Lleva en la mano izquierda un cubo, y una caña en la mano derecha. En el extremo de la caña debe de haber una esponja, es difícil verlo desde aquí, y el cubo, casi apostaríamos, contiene agua con vinagre. Este hombre, un día, y después para siempre, será víctima de una calumnia, la de, por malicia o por escarnio, haberle dado vinagre a Jesús cuando él pidió agua, aunque lo cierto es que le dio la mixtura que lleva, vinagre y agua, refresco de los más soberanos para matar la sed, como en su tiempo se sabía y practicaba. Se va, pues, no se queda hasta el final, hizo lo que podía para aliviar la sequedad mortal de los tres condenados, y no hizo diferencia entre Jesús y los Ladrones, por la simple razón de que todo esto son cosas de la tierra, que van a quedar en la tierra, y de ellas se hace la única historia posible.
La noche tiene aún mucho que durar. El candil de aceite, colgado de un clavo al lado de la puerta, está encendido, pero la llama, como una almendrilla luminosa flotante, apenas consigue, trémula, inestable, sostener la masa oscura que la rodea y llena de arriba abajo la casa, hasta los últimos rincones, allí donde las tinieblas, de tan espesas, parecen haberse vuelto sólidas. José despertó sobresaltado, como si alguien, bruscamente, lo hubiera sacudido por el hombro, pero sería la ilusión de un sueño pronto desvanecido, que en esta casa sólo vive él, y la mujer, que no se ha movido, y duerme. No es su costumbre despertar así, en medio de la noche, en general él no se despierta antes de que la estrecha grieta de la puerta empieza a emerger de la oscuridad cenicienta y fría.
Muchas veces pensó que tendría que taparla, nada más fácil para un carpintero, ajustar y clavar un simple listón de madera sobrante de una obra, pero se había acostumbrado hasta tal punto a encontrar ante él, apenas abría los ojos, aquella línea vertical de luz, anunciadora del día, que acabó imaginando, sin reparar en lo absurdo de la idea, que, faltándole ella, podría no ser capaz de salir de las tinieblas del sueño, las de su cuerpo y las del mundo. La grieta de la puerta formaba parte de la casa, como las paredes y el techo, como el horno o el suelo de tierra apisonada. En voz baja, para no despertar a la mujer, que seguía durmiendo, pronunció la primera oración del día, aquella que siempre debe ser dicha cuando se regresa del misterioso país del sueño.
Gracias te doy, Señor, nuestro Dios, rey del universo, que por el poder de tu misericordia así me restituyes, viva y consciente, mi alma. Tal vez por no encontrarse igual de despierto en cada uno de sus cinco sentidos, si es que entonces, en la época de que hablamos, no estaba la gente aprendiendo algunos de ellos o, al contrario, perdiendo otros que hoy nos serían útiles, José se miraba a sí mismo como acompañando a distancia la lenta ocupación de su cuerpo por un alma que iba regresando despacio, como hilillos de agua que, avanzando sinuosos por los caminos de las rodadas, penetrasen en la tierra hasta las más profundas raíces, llevando la savia, luego, por el interior de los tallos y las hojas. Y al ver qué trabajoso era este regreso, mirando a la mujer a su lado, tuvo un pensamiento que lo perturbó, que ella, allí dormida, era verdaderamente un cuerpo sin alma, que el alma no está presente en el cuerpo que duerme, de lo contrario no tendría sentido que agradeciéramos todos los días a Dios que todos los días nos la restituya cuando despertamos, y en este momento una voz dentro de sí preguntó, Qué es lo que en nosotros sueña lo que soñamos, Quizá los sueños son recuerdos que el alma tiene del cuerpo, pensó, y esto era una respuesta. María se movió, acaso estaría su alma por allí cerca, ya dentro de la casa, pero al final no se despertó, sólo andaría en afanes de ensueño y, habiendo soltado un suspiro profundo, entrecortado como un sollozo, se acercó al marido, con un movimiento sinuoso, aunque inconsciente, que jamás osaría estando despierta. José tiró de la sábana gruesa y áspera hacia sus hombros y acomodó mejor el cuerpo a la estera, sin apartarse. Sintió que el calor de la mujer, cargado de olores, como de un arca cerrada donde se hubieran secado hierbas, le iba penetrando poco a poco el tejido de la túnica, juntándose al calor de su propio cuerpo. Luego, dejando descender lentamente los párpados, olvidado ya de pensamientos, desprendido del alma, se abandonó al sueño que regresaba.