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Pasaron las horas tranquilas y, cuando la madrugada dio su primera señal, José se levantó, cargó el burro, y en poco tiempo, aprovechando el último resplandor de la luna antes de que el cielo se aclarase, la familia completa, Jesús, María y José, se puso en camino, de regreso a Galilea.

Dejando por una hora la casa de los señores, donde dos niños habían sido muertos, la esclava Zelomi fue de madrugada a la cueva, segura de que lo mismo le habría ocurrido al niño que ayudó a nacer. La encontró abandonada, sólo huellas de pasos y de cascos del asno, sobre la ceniza brasas casi apagadas, ningún vestigio de sangre. Ya no está aquí, dijo, se ha salvado de esta primera muerte.

Pasaron ocho meses desde el feliz día en que José llegó a Nazaret con la familia, sanos y salvos los humanos, pese a los muchos peligros, menos bien el burro que cojeaba un poco de la mano derecha, cuando llegaron noticias de que el rey Herodes había muerto en Jericó, en uno de sus palacios, donde se retiró agonizante, caídas las primeras lluvias, para huir de las crueldades del invierno, que en Jerusalén no ahorra rigores a la gente de salud delicada. Decían también los avisos que el reino, huérfano de tan gran señor, se había dividido entre tres de los hijos que le quedaron después de las razias familiares, a saber, Herodes Filipo, que gobernará los territorios que están al este de Galilea, Herodes Antipas, que tendrá vara de mando en Galilea y Perea, y Arquelao, a quien correspondieron Judea, Samaria e Idumea. Un día de estos, un arriero de paso, de esos con gracia para contar historias, tanto reales como inventadas, hará, a la gente de Nazaret, el relato del funeral de Herodes, del que fue, juraba, testigo presencial, Iba metido en un sarcófago de oro, cuajado de pedrerías, la carroza de la que tiraban dos bueyes blancos era también dorada, cubierta de paños de púrpura, y de Herodes, también envuelto en púrpura, no se distinguía más que el bulto y una corona en el lugar de la cabeza, los músicos iban detrás, tocando pífanos, y las plañideras detrás de los músicos, todos tenían que respirar el hedor que les daba de lleno en las narices, a orilla del camino estaba yo, a punto de salírseme el estómago por la boca, y luego venía la guardia real, a caballo, al frente de la tropa, armada de lanzas, espadas y puñales, como si fuesen a la guerra, pasaban y no acababan de pasar, como una serpiente a la que no le vemos ni la cabeza ni la cola y que al moverse es como si no tuviera fin, y el corazón se nos llena de miedo, así era aquella tropa que marchaba tras un muerto, pero también hacia su propia muerte, la de cada uno, que hasta cuando parece retrasarse siempre acaba llamando a nuestra puerta, Es la hora, dice ella, puntual, sin diferencia, igual con el rey que con el esclavo, uno que iba allá delante, carne muerta y corrompida, en la cabeza del cortejo, otros en la cola de la procesión, comiéndose el polvo de un ejército entero, vivos aún, pero ya en busca, todos ellos, del lugar donde quedarse para siempre. Este arriero, por lo visto, bien podría estar, peripatético, paseando bajo los capiteles corintios de una academia que arreando burros por los caminos de Israel, durmiendo en caravasares hediondos o contando historias a los rústicos de las aldeas como ésta de Nazaret.

Entre los asistentes, en la plaza enfrente de la sinagoga, estaba José, que pasaba por casualidad y se quedó escuchando, no fue mucha la atención que prestó en principio a los pormenores descriptivos del cortejo fúnebre, o sí, alguna había prestado, pero pronto se barrió toda cuando el aedo pasó abiertamente al estilo elegíaco, realmente el carpintero tenía fundadas y cotidianas razones para ser más sensible a esa cuerda del arpa que a cualquier otra.

Bastaba mirarlo, que esta cara no engaña, una cosa era su antigua compostura, gravedad y ponderación, con las que intentaba compensar sus pocos años, y otra cosa, muy distinta, peor, es esta expresión de amargura que prematuramente le está cavando arrugas a un lado y otro de la boca, profundas como tajos no cicatrizados. Pero lo que hay de realmente inquietante en el rostro de José es la expresión de su mirada, o mejor sería decir la falta de expresión, pues sus ojos dan idea de estar muertos, cubiertos por una polvareda de ceniza, bajo la cual, como una brasa inextinguible, brillase un fulgor inflamado de insomnio.

Es verdad, José casi no duerme. El sueño es su enemigo de todas las noches, con él tiene que luchar como por la propia vida y es una guerra que siempre pierde, aunque en algunos combates venza, pues, infaliblemente, llega un momento en que el cuerpo agotado se entrega y adormece para, de inmediato, ver surgir en el camino un destacamento de soldados, en medio de los cuales va cabalgando José, algunas veces haciendo molinetes con la espada por encima de la cabeza, y es entonces, en el momento en que el horror empieza a enrollarse en las defensas conscientes del desgraciado, cuando el comandante de la expedición le pregunta, Tú adónde vas, carpintero, el pobre no quiere responder, resiste con las pocas fuerzas que le quedan, las del espíritu, que el cuerpo ha sucumbido, pero el sueño es más fuerte, abre con manos de hierro su boca cerrada y él, sollozando ya y a punto de despertarse, tiene que dar la horrible respuesta, la misma, Voy a Belén a matar a mi hijo. No preguntemos a José si recuerda cuántos bueyes tiraban de la carroza de Herodes muerto, si eran blancos o pintados, ahora, al volver a casa, sólo tiene pensamientos para las últimas palabras del arriero, cuando dijo que aquel mar de gente que iba en el funeral, esclavos, soldados, guardias reales, plañideras, tocadores de pífano, gobernadores, príncipes, futuros reyes, y todos nosotros, dondequiera que estemos y quienquiera que seamos, no hacemos más en la vida que ir buscando el lugar donde quedarnos para siempre.

No siempre es así, pensaba José, con una amargura tan honda que en ella no entraba la resignación que dulcifica los mayores dolores y sólo podía revestirse del espíritu de renuncia de quien dejó de contar con remedio, no siempre es así, repetía, muchos hubo que nunca salieron del lugar donde nacieron y la muerte fue a buscarlos allá, con lo que queda probado que la única cosa realmente firme, cierta y garantizada es el destino, es tan fácil, santo Dios, basta con quedarse a la espera de que todo lo de la visa se cumpla y ya podremos decir, Era el destino, fue el destino de Herodes morir en Jericó y ser llevado en carroza a su palacio y fortaleza de Herodium, pero a los niños de Belén les ahorró la muerte todos los viajes. Y aquél de José, que al principio, viendo los hechos por el lado optimista, parecía formar parte de un designio trascendente para salvar a las inocentes criaturas, al fin no sirvió de nada, pues nuestro carpintero oyó y calló, fue corriendo a salvar a su hijo y dejó a los de los otros entregados al fatal destino, nunca vino palabra tan a propósito. Por eso José no duerme, o sí, duerme y en ansias despierta, atraído hacia una realidad que no le hace olvidar el sueño, hasta el punto de que puede decirse que despierto sueña el sueño de cuando duerme y, dormido, al mismo tiempo que intenta desesperadamente huir de él, sabe que es para volver a encontrarlo, otra vez y siempre, este sueño es una presencia sentada en el umbral de la puerta que está entre el sueño y la vigilia, al salir y al entrar tiene José que enfrentarse con ella.

Entendido queda que la palabra que define exactamente este complicado ovillo es remordimiento, pero la experiencia y la práctica de la comunicación, a lo largo de las edades, ha venido a demostrar que la síntesis no pasa de ser una ilusión, es así, con perdón, como una invalidez del lenguaje, no es querer decir amor y que la lengua no llegue, es tener lengua y no llegar al amor.

María está de nuevo encinta.

Ningún ángel en figura de mendigo andrajoso ha venido a llamar a su puerta anunciando la venida de este hijo, ningún súbito viento barrió las alturas de Nazaret, ninguna tierra luminosa acabó enterrada al lado de la otra, María sólo informó a José con las palabras más sencillas, Estoy embarazada, no le dijo, por ejemplo, Mira aquí mis ojos y ve cómo brilla en ellos nuestro segundo hijo, y él no le respondió, No creas que no me había dado cuenta, pero esperaba a que me lo dijeses tú, oyó y calló, sólo dijo, Ah, y continuó dándole a la garlopa, con una fuerza eficaz pero indiferente, que el pensamiento ya sabemos nosotros dónde está. También María lo sabe desde que una noche más atormentada el marido dejó que su secreto, hasta entonces bien guardado, saltase fuera, y ella no se sorprendió, algo así era inevitable, recordemos lo que le dijo el ángel en la cueva, Oirás gritar mil veces a tu lado. Una buena mujer le diría al marido, No te preocupes, lo que has hecho, hecho está, y además tu primer deber era salvar a tu hijo, no tenías otra obligación, pero la verdad es que, en este sentido común, María dejó de ser la buena mujer que antes había demostrado ser, quizá porque oyó del ángel aquellas otras y severas palabras que, por el tono, a nadie parecieron querer excluir, No soy ángel de perdones. Si María estuviese autorizada a hablar con José acerca de estas secretísimas cosas, quizá él, siendo tan versado en las escrituras, pudiera meditar sobre la naturaleza de un ángel que, llegado de no se sabe dónde, viene a decirnos que no es de perdones, declaración al parecer irrelevante, pues sabido es que no tienen las criaturas angélicas poder de perdonar, que éste sólo a Dios pertenece. Que un ángel diga que no es ángel de perdones, o nada significa, o significa demasiado, supongamos que es el ángel de la condenación, es como si exclamase, Perdonar, yo, qué idea tan estúpida, yo no perdono, castigo. Pero los ángeles, por definición, salvo aquellos querubines de espada flameante que fueron puestos por el Señor para guardar el camino del árbol de la vida, a fin de que no volviesen por sus frutos nuestros primeros padres, o sus descendientes, que somos nosotros, los ángeles, decíamos, no son policías, no se encargan de las sucias pero socialmente necesarias tareas de represión, los ángeles existen para hacernos la vida fácil, nos amparan cuando vamos a caer al pozo, nos guían en el peligroso paso del puente sobre el precipicio, nos cogen del brazo cuando estamos a punto de ser atropellados por una cuádriga desfrenada o por un automóvil. Un ángel realmente merecedor de ese nombre podría haberle ahorrado al pobre José esta agonía, bastaba con que se les apareciera en sueños a los padres de los niños de Belén, diciéndoles uno a uno, Levántate, coge al chiquillo y a su madre, escapa a Egipto y quédate allí hasta que te avise, pues Herodes buscará al niño para matarlo, y de esta manera se salvaban los chiquillos todos, Jesús escondido en la cueva con sus papás y los otros camino de Egipto, de donde no regresarían hasta que el mismo ángel, volviendo a aparecerse a los padres, les dijese, Levántate, coge al niño y a su madre y vuelve a la tierra de Israel, porque han muerto ya los que atentaban contra la vida de tu hijo. Claro que, por medio de este aviso, en apariencia benevolente y protector, el ángel estaría devolviendo a las criaturas a lugares, cualesquiera que ellos fuesen, donde, en el tiempo propio, se encontrarían con la muerte final, pero los ángeles, hasta pudiendo mucho, como se ha visto, llevan consigo ciertas limitacioanes de origen, en eso son como Dios, no pueden evitar la muerte. Pensando, pensando, José llegaría a concluir que el ángel de la cueva era, en definitiva, un enviado de los poderes infernales, demonio esta vez en figura de pastor, con lo que quedaría demostrada de nuevo la flaqueza natural de las mujeres y sus viciosas y adquiridas facilidades para caer bajo el asalto de cualquier ángel caído. Si María hablase, si María no fuese un arca cerrada, si María no guardase para sí las peripecias más extraordinarias de su anunciación, otro gallo le cantaría a José, otros argumentos vendrían a reforzar su tesis, siendo sin duda el más importante de todos el hecho de que el supuesto ángel no hubiera proclamado, Soy un ángel del Señor, o Vengo en nombre del Señor, sólo dijo, Soy un ángel, y luego, prudentemente, Pero no se lo digas a nadie, como si tuviese miedo de que se supiera. No faltará ya quien esté proclamando que estas menudencias exegéticas en nada contribuyen a la inteligencia de una historia en definitiva archiconocida, pero al narrador de este evangelio no le parece lo mismo, tanto en lo que toca al pasado como en lo que al futuro ha de tocar, ser anunciado por ángel del cielo o por ángel del infierno, las diferencias no son sólo de forma, son de esencia, sustancia y contenido, verdad es que quien hizo a unos ángeles hizo a los otros, pero después corrigió lo hecho.