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Y como las ganancias de José no daban para admitir personal a su servicio, el recurso natural estaba en los hijos, a mano, por así decir, además también por una simple obligación de padre, pues ya lo dice el Talmud, Del mismo modo que es obligatorio alimentar a los hijos, también es obligatorio enseñarles una profesión manual, porque no hacerlo será lo mismo que convertir al hijo en un bandido. Y si recordamos lo que enseñaban los rabinos, el artesano, en su trabajo, no debe levantarse ante el mayor doctor, podemos imaginar con qué orgullo profesional empezaba José a instruir a sus hijos mayores, uno tras otro, a medida que iban llegando a la edad, primero Jesús, luego Tiago, después José, después Judas, en los secretos y tradiciones del arte de la carpintería, atento él, también, a la antigua sentencia popular que así reza, El trabajo del niño es poco, pero quien lo desdeña es loco, es lo que luego se llamaría trabajo infantil. A José padre, cuando regresaba al trabajo después de la comida de la tarde, le ayudaban sus propios hijos, ejemplo verdadero de una economía familiar que podría haber seguido dando excelentes frutos hasta los días de hoy, incluso una dinastía de carpinteros, si Dios, que sabe lo que quiere, no hubiera querido otra cosa.

Como si a la impía soberbia del Imperio no le bastase la vejación a que venía sometiendo al pueblo hebreo desde hacía más de setenta años, decidió Roma, dando como pretexto la división del antiguo reino de Herodes, poner al día el censo, aunque, esta vez, quedaban dispensados los varones de presentarse en sus tierras de origen, con los conocidos trastornos para la agricultura y el comercio, y algunas consecuencias laterales, como fue el caso del carpintero José y su familia. Por el método nuevo, van los agentes del censo de pueblo en pueblo, de aldea en aldea, de ciudad en ciudad, convocan en la plaza mauyor o en un descampado a los hombres del lugar, cabezas de familia o no, y, bajo la protección de la guardia, van registrando, cálamo en mano, en los rollos de las finanzas, nombres, cargos y bienes colectables.

Conviene decir que estos procedimientos no son vistos con buenos ojos en esta parte del mundo, y no es sólo de ahora, basta recordar lo que en la Escritura se cuenta sobre la desafortunada idea que tuvo el rey David cuando ordenó a Joab, jefe de su ejército, que hiciera el censo de Israel y Judá, palabras suyas fueron, que las dijo como sigue, Recorre las tribus todas de Israel, desde Dan hasta Bersabea, y haz el censo del pueblo, de manera que sepa yo su número, y como palabra de rey es real, calló Joab sus dudas, llamó al ejército y pusieron los pies en el camino y las manos en el trabajo.

Cuando volvieron a Jerusalén habían pasado nueve meses y veinte días, pero Joab traía las cuentas del censo hechas y comprobadas, tenía Israel ochocientos mil hombres de guerra que manejaban la espada y en Judá, quinientos mil. Es sabido, sin embargo, que a Dios no le gusta que nadie cuente en su lugar, en especial a este pueblo que, siendo suyo por elección suya, no podrá tener nunca otro señor ni dueño, mucho menos Roma, regida, como sabemos, por falsos dioses y por falsos hombres, en primer lugar porque tales dioses de hecho no existen y en segundo lugar porque, teniendo, pese a todo, alguna existencia, en cuanto blanco de un culto sin efectivo objeto, es la propia vanidad del culto lo que demostrará la falsedad de los hombres. Dejemos, no obstante, a Roma, por ahora, y volvamos al rey David, a quien, en el preciso instante en que el jefe del ejército hizo lectura del parte, le dio el corazón un respingo, tarde fue, que ya no le servía de nada el remordimiento y haber dicho, Cometí un gran pecado al hacer esto, pero perdona, Señor, la culpa de tu siervo, porque procedí neciamente, ocurrió que un profeta llamado Gad, que era vidente del rey y, por así decir, su intermediario para llegar al Altísimo, se le apareció a la mañana siguiente, al levantarse de la cama, y dijo, El Señor manda preguntar qué es lo que prefieres, tres años de hambre sobre la tierra, tres meses de derrotas ante los enemigos que te persiguen o tres días de peste en toda la tierra. David no preguntó cuánta gente iba a morir, caso por caso, calculó que en tres días, hasta de peste, siempre morirán menos personas que en tres meses de guerra o en tres años de hambre, Hágase tu voluntad, Señor, venga la peste, dijo. Y Dios dio orden a la peste y murieron setenta mil hombres del pueblo, sin contar mujeres y niños que, como de costumbre, no fueron registrados. Cuando acababa la cosa, el Señor se mostró de acuerdo en retirar la peste a cambio de un altar, pero los muertos estaban muertos, o porque Dios no pensó en ellos, o porque era inconveniente su resurrección, si, como es de suponer, muchas herencias ya se estaban discutiendo y muchas partijas debatidas, que no por el hecho de que un pueblo pertenezca a Dios va uno a renunciar a los bienes del mundo, legítimos bienes, además, ganados con el sudor del trabajo o de las batallas, qué más da, lo que cuenta, en definitiva, es el resultado.

Pero lo que debe también entrar en cuentas, para afinar los juicios que siempre tendremos que elaborar sobre las acciones humanas y divinas, es que Dios, que con prontitud expedita y mano pesada cobró el yerro de David, parece ahora que asiste ajeno a esta vejación ejercida por Roma sobre sus hijos más dilectos y, suprema perplejidad, se muestra indiferente al desacato cometido contra su nombre y poder. Ahora bien, cuando tal sucede, es decir, cuando resulta patente que Dios no viene ni da señal de venir pronto, el hombre no tiene más remedio que hacer sus veces y salir de casa para ir a poner orden en el mundo ofendido, la casa que es de él y el mundo que a Dios pertenece. Andaban, pues, por ahí los agentes del censo, como queda dicho, paseando la insolencia propia de quien todo lo manda y, además, con la espalda cubierta por la compañía de soldados, expresiva, aunque equívoca metáfora, que sólo quiere decir que los soldados los protegerían de insultos y sevicias, cuando empezó a crecer la protesta en Galilea y en Judea, primero sofocada, como quien quiere sólo experimentar sus propias fuerzas, valorarlas, sopesarlas y luego, muy pronto, en manifestaciones individuales desesperadas, un artesano que se acerca a la mesa del agente y dice, en alta voz, que ni el nombre le van a arrancar, un comerciante que se encierra en su tienda con la familia y amenaza con romper todos los vasos y rasgar todos los paños, un agricultor que quema la cosecha y trae un cesto de cenizas, diciendo, {ésta es la moneda con que Israel paga a quien le ofende. Todos eran detenidos inmediatamente, metidos en las cárceles, apaleados y humillados, pero como la resistencia humana tiene límites breves, pues así de débiles nos hicieron, todo nervios y fragilidad, pronto se desmoronaba tanta valentía, el artesano revelaba sin vergüenza sus secretos más íntimos, el comerciante proponía una hija o dos como adicional impuesto, el agricultor se cubría a sí mismo de cenizas y se ofrecía como esclavo. Estaban también los que no cedían, pocos, y por eso morían, y otros que habiendo aprendido la mejor lección, la de que el ocupante bueno es justamente, y también, el ocupante muerto, tomaron las armas y se echaron al monte. Decimos armas, y ellas eran piedras, hondas, palos, garrotes y cachiporras, algunos arcos y flechas, lo suficiente para iniciar una intifada y, más adelante, unas cuantas espadas y lanzas cogidas en rápidas escaramuzas, pero que, llegada la hora, de poco iban a servir, tan habituados andaban, desde David, a la impedimenta rústica, de benévolos pastores y no de guerreros convictos. Pero un hombre, sea judío o no, se habitúa a la guerra como difícilmente es capaz de habituarse a la paz, sobre todo si encuentra un jefe y, más importante que creer en él, cree en aquello en lo que él cree. Este jefe, el jefe de la revuelta contra los romanos, iniciada cuando el primogénito de José andaba ya por los once años, tenía por nombre Judas y había nacido en Galilea, de ahí que le llamaran, según costumbre de aquel tiempo, Judas Galilea, o Judas de Galilea. Realmente, no debemos asombrarnos de identificaciones tan primitivas, muy comunes por otra parte, es fácil encontrar, por ejemplo, un José de Arimatea, un Simón de Cirene, o Cireneo, una María Magdalena, o de Magdala, y, si el hijo de José vive y prospera, no hay duda de que acabarán llamándole simplemente Jesús de Nazaret, Jesús Nazareno, o incluso, más simplemente, pues nunca se sabe hasta dónde puede llegar la identificación de una persona con el lugar donde nació, o, en este caso, donde se hizo hombre o mujer, Nazareno.Pero esto son elucubraciones, el destino, cuántas veces habrá que decirlo, es un cofre como otro no hay, que al mismo tiempo está abierto y cerrado, miramos dentro y podemos ver lo acontecido, la vida pasada, convertida en destino cumplido, pero de lo que está por ocurrir, sólo alcanzamos unos presentimientos, unas intuiciones, como en el caso de este evangelio, que no estaría siendo escrito de no ser por aquellos avisos extraordinarios, indicadores, tal vez, de un destino mayor que la vida simple. Volviendo al hilo de la madeja, la rebelión, como íbamos diciendo, estaba en la masa de la sangre de la familia de Judas Galileo, pues ya su padre, el viejo Ezequías, anduvo en guerras, con tropa propia, cuando las revueltas populares que estallaron tras la muerte de Herodes contra sus presuntos herederos, antes de que Roma confirmara la legitimidad de las partijas del reino y la autoridad de los nuevos tetrarcas. Son cosas que no se saben explicar, cómo, siendo las personas hechas de las mismas humanísimas materias, esta carne, estos huesos, esta sangre, esta piel y esta risa, este sudor y esta lágrima, vemos que salen cobardes unos y otros sin miedo, unos de guerra y otros de paz, por ejemplo, lo mismo que sirvió para hacer un José sirvió para hacer un Judas, y mientras que éste, hijo de su padre y padre de sus hijos, siguiendo el ejemplo de uno y dando ejemplo a otros, salió de su tranquilidad para ir a defender en batalla los derechos de Dios, el carpintero José se quedó en casa, con sus nueve hijos pequeños y la madre de todos ellos, agarrado a su banco y a la necesidad de ganar el pan para hoy, que el día de mañana no se sabe a quién pertenece, hay quien dice que a Dios, es una hipótesis tan buena como la otra, la de que no pertenece a nadie, y todo esto, ayer, hoy y mañana, no son más que nombres diferentes de la ilusión.