José conocía la ciudad, estuvo aquí no pocas veces, tanto por razones de oficio, cuando trabajó en obras de considerable amplitud, muy comunes en la rica y próspera Séforis, como en ciertas fiestas religiosas menos importantes, que verdaderamente no tendría sentido andar siempre el camino de Jerusalén, con lo lejos que está y lo que cuesta llegar. Descubrir el almacén fue fácil, bastaba con seguir un olor a sangre y cuerpos sufridores que flotaba en el aire, podía uno imaginar que era hasta un juego como ese de Caliente, caliente, Frío, frío, conforme se acercara o se apartase el buscador, Duele, No duele, pero los dolores eran ya insoportables.
José ató el burro a una argolla y entró en la cámara tenebrosa en que transformaron el almacén. En el suelo, entre las esteras, había unas lamparillas encendidas que apenas iluminaban nada, eran como pequeñas estrellas en el cielo negro, sin más luz que la suficiente para señalar su lugar, si de tan lejos las vemos. José recorrió lentamente las filas de hombres tumbados, en busca de Ananías, en el aire había otros hedores fuertes, el del aceite y el del vino con que curaban las heridas, el de sudor, el de las heces y los orines, que algunos de estos desgraciados ni moverse podían, y allí mismo donde estaban dejaban salir lo que el cuerpo, más fuerte que la voluntad, ya no quería guardar. No está aquí, se dijo José cuando llegó al final de la fila. Volvió a recorrer la sala en sentido contrario, más lentamente, escrutando, buscando señales de semejanza, y realmente todos se parecían entre sí, las barbas, los rostros hundidos, las órbitas profundas, el brillo deslucido y pegajoso del sudor. Algunos de los heridos lo seguían con una mirada ansiosa, hubieran querido creer que este hombre sano venía por ellos, pero luego se apagaba la breve lucecilla que animara sus ojos y la espera, de quién, para qué, continuaba. Ante un hombre de edad avanzada, de barba y cabellos blancos, se detuvo José, Es él, dijo, y sin embargo, no estaba así cuando lo vio por última vez, canas, sí, tenía muchas, pero no esta especie de nieve sucia entre la que las cejas, como tizones, conservaban el negro de antes. El hombre tenía los ojos cerrados y respiraba pesadamente. En voz baja, José llamó, Ananías, después más alto y más cerca, Ananías, y, poco a poco, como si se alzase ya de las profundidades de la tierra, el hombre levantó los párpados, y cuando los abrió del todo se vio que era el mismo Ananías, el vecino que dejó casa y mujer para luchar contra los romanos, y ahora aquí está, con heridas abiertas en el vientre y un olor de carne que empieza a pudrirse. Ananías, primero, no reconoció a José, la luz de la enfermería no ayuda, la de sus ojos menos aún, pero sabe definitivamente que es él cuando el carpintero repite, ahora con un tono diferente, casi de amor, Ananías, los ojos del viejo se inundan de lágrimas, dice una vez, dice dos veces, Eres tú, eres tú, qué haces aquí, y quiere levantarse sobre un codo, tender el brazo, pero le fallan las fuerzas, cae el cuerpo, toda la cara se le contrae de dolor. He venido a buscarte, dijo el carpintero, tengo el burro ahí fuera, estaremos en Nazaret en un abrir y cerrar de ojos, No tendrías que haber venido, los romanos no tardarán y yo no puedo salir de aquí, ésta es mi última cama de vivo, y con manos trémulas abrió la túnica desgarrada. Bajo unos paños empapados en vino y en aceite se percibían los feroces labios de dos heridas largas y profundas, en el mismo instante un olor dulzón y nauseabundo de podredumbre hizo que se estremecieran las narices de José, que desvió los ojos. El viejo se tapó, dejó caer los brazos al lado como si el esfuerzo lo hubiera agotado, Ya ves, no me puedes llevar, se me saldrían las tripas de la barriga si me levantaras, Con una faja alrededor del cuerpo y yendo despacio, insistió José, pero ya sin ninguna convicción, era evidente que el viejo, suponiendo que fuera capaz de subir al burro, se quedaría por el camino. Ananías cerró otra vez los ojos y sin abrirlos dijo, Vete, José, vete a tu casa, los romanos no van a tardar, Los romanos no atacarán de noche, descansa, Vete a tu casa, vete a tu casa, suspiró Ananías, y José dijo, Duerme.
Durante toda la noche veló José. Alguna vez, con el espíritu fluctuando en las primeras nieblas de un sueño al que temía y que por esta misma razón resistía ahora, José se preguntó por qué había venido a este lugar, si nunca hubo entre él y el vecino verdadera amistad, por la diferencia de edades, en primer lugar, aunque también por una cierta manera de ser de Ananías y de su mujer, curiosos, fisgones, por un lado serviciales, pero siempre dando la impresión de que todo lo habían hecho a la espera de una compensación cuyo valor sólo a ellos convenía fijar.
Es mi vecino, pensó José, y no encontraba mejor respuesta para sus dudas, es mi prójimo, un hombre que se está muriendo, cerró los ojos, no es que no quiera verme, lo que no quiere es perder ningún movimiento de la muerte que se acerca, y yo no puedo dejarlo solo. Estaba sentado en el estrecho espacio entre la estera donde yacía Ananías y otra que ocupaba un muchacho, poco mayor que su hijo Jesús, el pobre muchacho gemía en voz baja, murmuraba palabras incomprensibles, la fiebre le reventó los labios. José le sostuvo la mano para calmarlo, en el mismo momento en que también la mano de Ananías, tanteando a ciegas, parecía buscar algo, un arma para defenderse, otra mano para estrecharla, y fue así como se quedaron los tres, un vivo entre dos moribundos, una vida entre dos muertes, mientras el tranquilo cielo nocturno iba haciendo girar las estrellas y los planetas hacia delante, trayendo del otro lado del mundo una luna blanca, refulgente, que flotaba en el espacio y cubría de inocencia toda la tierra de Galilea. Muy tarde, José salió del sopor en que, sin querer, cayera, despertó con una sensación de alivio porque esta vez no había soñado con el camino de Belén, abrió los ojos y vio, Ananías estaba muerto, con los ojos abiertos también, en el último instante no soportó la visión de la muerte, le apretaba la mano con tanta fuerza que le comprimía los huesos, entonces, para liberarse de aquella angustiosa sensación, soltó la mano que sostenía la del muchacho y, aún en un estado de media conciencia, se dio cuenta de que la fiebre le había bajado, José miró hacia fuera, a la puerta abierta, ya se había puesto la luna, ahora la luz era la de la madrugada, imprecisa y pardusca. En el almacén se movían vagas siluetas, eran los heridos que podían levantarse, iban a contemplar el primer anuncio del día, podrían preguntarse unos a otros o directamente al cielo, Qué verá este sol que va a nacer, alguna vez aprenderemos a no hacer preguntas inútiles, pero mientras llega ese tiempo aprovechemos para preguntarnos, Qué verá este sol que va a nacer. José pensó, Tengo que irme, aquí ya no puedo hacer nada, había también en sus palabras un tono interrogativo, tanto así que prosiguió, Puedo llevarlo a Nazaret, y el recuerdo le pareció tan obvio que creyó que para eso mismo había venido a la ciudad, para encontrar a Ananías vivo y llevárselo muerto. El muchacho pidió agua. José le acercó un cantarillo a la boca, Cómo te encuentras, preguntó, Menos mal, Al menos, parece que te ha bajado la fiebre, Voy a ver si consigo levantarme, dijo el muchacho, Ten cuidado, y José lo retuvo, se le había ocurrido de pronto otra idea, a Ananías no podía hacerle más que el entierro en Nazaret, pero a este muchacho, de dondequiera que fuese, podría salvarle la vida, sacarlo de aquel depósito de cadáveres, un vecino, por así decir, ocupaba el lugar de otro vecino. Ya no sentía pena por Ananías, sólo un cuerpo vacío, el alma cada vez que lo miraba estaba más distante. El muchacho parecía darse cuenta de que algo bueno le podría ocurrir, le brillaron los ojos, pero no llegó a hacer ninguna pregunta, porque José ya había salido, iba a buscar el burro, llevarlo hasta la puerta, bendito sea el Señor que sabe poner en las cabezas de los hombres tan excelentes ideas. El burro no estaba allí. De su presencia no quedaba más que el cabo de una cuerda atada a la argolla, el ladrón no perdió tiempo desatando el nudo, un cuchillo afilado hizo más rápidamente el trabajo.