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Un poco alejados estaban los soldados romanos de vigilancia, dispuestos a intervenir en el caso de que hubiera actitudes o gritos sediciosos por parte de aquellos que, llorando y lamentándose, cuidaban de los ajusticiados. pero esta gente no era de fiebre guerrera, o no lo demostraba ahora, lo que hacían era rezar sus oraciones fúnebres, iban de crucificado en crucificado, y en esto tardaron más de dos horas de las nuestras, ninguno de estos muertos quedó sin el bendito viático de las oraciones y de la rasgadura de vestidos, del lado izquierdo siendo parientes, del lado derecho no siéndolo, en la tranquilidad de la tarde se oían voces entonando los versículos, Señor, qué es el hombre para que te intereses por él, qué es el hijo del hombre para que de él te preocupes, el hombre es como un soplo, sus días pasan como la sombra, cuál es el hombre que vive y que no ve la muerte, o que consigue que su alma escape de la sepultura, el hombre nacido de mujer es escaso de días y rico en inquietud, aparece como una flor y como ella es cortado, va como la sombra y no permanece, qué es el hombre para que te acuerdes de él y el hijo del hombre para que lo visites. Con todo, después de este reconocimiento de la irremediable insignificancia del hombre ante Dios, expresado en un tono profundo que más parecía venir de la propia conciencia que de la voz que sirve a las palabras, el coro ascendía y alcanzaba una especie de exultación, para proclamar a la faz del mismo Dios una inesperada grandeza, Pero recuerda que poco menor hiciste al hombre que a los ángeles, de gloria y honra lo coronaste. Cuando llegaron a José, a quien no conocían, como era el último de los cuarenta, no se detuvieron tanto, a pesar de eso el carpintero se llevó para el otro mundo todo cuanto necesitaba, y la prisa se justificaba porque la ley no permite que los crucificados se queden hasta el día siguiente sin sepultura y el sol ya va bajando, no tardará el crepúsculo. Siendo aún tan joven, Jesús no tenía que rasgarse la túnica, estaba dispensado de esa demostración de luto, pero su voz, fina, vibrante, se oyó por encima de las otras cuando entonó, Bendito seas tú, Señor, Dios nuestro, rey del universo, que con justicia te creó, y con justicia te mantuvo en vida, y con justicia te alimentó, y con justicia te hizo conocer el mundo, y con justicia te hará resucitar, bendito seas tú, Señor, que a los muertos resucitas. Tumbado en el suelo, José, si todavía siente los dolores de los clavos, tal vez pueda también oír estas palabras y sabrá qué lugar ocupó realmente la justicia de Dios en su vida, ahora que ni de una ni de otra puede esperar nada más. Terminadas las preces, era necesario sepultar a los muertos, pero, siendo tantos y viniendo ya tan próxima la noche, no es preciso procurar a cada uno su propio lugar, tumbas verdaderas, que se pudieran tapar con una piedra rodada, en cuanto a envolver los cuerpos con fajas mortuorias, e incluso con simples mortajas, ni pensarlo.

Decidieron pues excavar una fosa amplia donde cupiesen todos, no fue ésta la primera vez ni será la última en que los cuerpos bajarán a la tierra vestidos como se encuentran, a Jesús le dieron también un azadón y trabajó valientemente al lado de los adultos, hasta quiso el destino, que en todo es más sabio, que en el terreno por él cavado fuese sepultado su padre, cumpliéndose así la profecía, El hijo del hombre enterrará al hombre, pero él mismo quedará insepulto. Que estas palabras, a primera vista enigmáticas, no os lleven a pensamientos superiores, lo que ahí se dice pertenece a la escala de lo obvio, quise sólo recordar que el último hombre, por ser el último, no tendrá quien le dé sepultura. Pero no será el caso de este muchacho que acaba de enterrar a su padre, con él no se va a acabar el mundo, todavía permaneceremos aquí durante milenios y milenios en constante nacer y morir, y si el hombre ha sido, con igual constancia, lobo y verdugo del hombre, con más razones aún seguirá siendo su enterrador.

Pasó ya el sol al otro lado de la montaña. Hay grandes nubes oscuras alzadas sobre el valle del Jordán, moviéndose lentamente hacia poniente, como atraídas por esa última luz que tiñe de rojo el nítido borde superior. El aire se ha enfriado de repente, es muy posible que esta noche llueva, aunque no es propio de la estación. Los soldados se han retirado ya, aprovechan la última luz del día para regresar al campamento que está cerca, adonde probablemente han regresado ya los compañeros que fueron a Nazaret de investigación, una guerra moderna se hace así, con mucha coordinación, no como la hacía el Galileo, el resultado está a la vista, treinta y nueve guerrilleros crucificados, el cuadragésimo era un pobre inocente que venía por bien y le salió mal.

La gente de Séforis todavía buscará por la ciudad quemada un lugar donde pasar la noche y mañana temprano cada familia pasará revista a lo que quede de su casa, si es que algunos bienes escaparon al incendio, y luego, a seguir buscándose la vida, que Séforis no fue sólo quemada y Roma no permitirá que sea reconstruida tan pronto. María y Jesús son dos sombras en medio de un bosque de troncos, la madre atrae al hijo hacia sí, dos miedos en busca de un valor, el cielo negro no ayuda y los muertos bajo el suelo parecen querer retener los pies de los vivos. Jesús le dice a su madre, Dormiremos en la ciudad, y María respondió, No podemos, tus hermanos están solos y tienen hambre. Apenas veían el suelo que pisaban. Al fin, tras mucho tropezar y una vez caer, llegaron al camino, que era como el lecho seco de un río abriendo un pálido rastro en la noche. Cuando ya habían dejado Séforis atrás, empezó a llover, primero unos goterones que hacían en el polvo espeso del camino un ruido blando, si emparejadas tales palabras tienen sentido.

Después arreció la lluvia, continua, insistente, en poco tiempo el polvo se convirtió en barro, María y el hijo tuvieron que descalzarse para no perder las sandalias en esta jornada. Van callados, la madre cubriendo la cabeza del hijo con su manto, no tienen nada que decirse uno al otro, quizá piensen incluso, confusamente, que no es cierto que José esté muerto, que al llegar a casa lo encontrarán atendiendo a los hijos lo mejor que puede, le preguntará a la mujer, Cómo se os ha ocurrido ir a la ciudad sin advertirme y sin pedir licencia, pero ya han vuelto a los ojos de María las lágrimas, no es sólo por el dolor del luto, es también este infinito cansancio, el castigo de esta lluvia, implacable, esta noche sin remedio, todo demasiado triste y negro para que José pueda estar vivo. Un día, alguien le dirá a la viuda que ocurrió un prodigio a las puertas de Séforis, que los troncos que sirvieron para el suplicio han echado hojas y que han brotado de ellos raíces nuevas, y decir prodigio no es abusar de la palabra, en primer lugar porque, contra lo que es costumbre, los romanos no se llevaron los troncos consigo cuando se fueron, en segundo lugar porque era imposible que troncos así cortados, en el pie y en la cabeza, tuvieran aún dentro savia y renuevos capaces de convertir palos desbastados y ensangrentados en árboles vivos. Fue la sangre de los mártires, decían los crédulos, fue la lluvia, rebatían los escépticos, pero ni la sangre derramada ni el agua caída del cielo hicieron verdear, antes, tantas cruces abandonadas en los cerros de las montañas o en las llanuras del desierto. Lo que nadie se atrevió a decir fue que era voluntad de Dios, no sólo por ser esa voluntad, cualquiera que sea, inescrutable, sino también por no reconocerles razones y méritos particulares a los crucificados de Séforis para ser beneficiarios de tan singular manifestación de la gracia divina, mucho más propia de dioses paganos.

Durante mucho tiempo estarán aquí estos árboles, pero un día llegará en el que se habrá perdido la memoria de lo que ocurrió, entonces, dado que los hombres para todo quieren explicación, falsa o verdadera, se inventarán unas cuantas historias y leyendas, al principio conservando cierta relación con los hechos, después más tenuemente, hasta que todo se transforme en pura fábula. Y otro día llegará en que los árboles morirán de vejez y serán cortados, y otro en el que, a causa de una autopista, o de una escuela, o de un grupo de viviendas, o de un centro comercial, o de un fortín de guerra, las excavadoras revolverán el terreno y harán salir a luz del día, así otra vez nacidos, los esqueletos que allí descansaron durante dos mil años. Vendrán entonces los antropólogos y un profesor de anatomía examinará los restos, para anunciar más tarde al mundo escandalizado que, en aquel tiempo, los hombres eran crucificados con las piernas encogidas. Y como el mundo no podía desautorizarlo en nombre de la ciencia, lo execró en nombre de la estética.