Выбрать главу

Mientras ella se bajaba la túnica y se cubría con la sábana, tapándose después la cara con el antebrazo, él, de pie en medio de la casa, con las manos levantadas, mirando al techo, pronunció aquella oración, terrible sobre todas, a los hombres reservada, Alabado seas tú, Señor, nuestro Dios, rey del universo, por no haberme hecho mujer. Pero a estas alturas ya ni en el patio debía de estar Dios, pues no se estremecieron las paredes de la casa, no se derrumbaron ni se abrió la tierra. Entonces, por primera vez, se oyó a María, humildemente decía, como de mujer se espera que sea siempre la voz, Alabado seas tú, Señor, que me hiciste conforme a tu voluntad, ahora bien, entre estas palabras y las otras, conocidas y aclamadas, no hay diferencia alguna, reparad, He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra, queda claro que quien esto dijo podía haber dicho aquello.

Luego, la mujer del carpintero José se levantó de la estera, la enrolló junto con la de su marido y dobló la sábana común.

Vivían José y María en una aldehuela llamada Nazaret, tierra de poco y de pocos, en la región de Galilea, en una casa igual que casi todas, una especie de cubo inclinado hecho de adobe y ladrillos, pobre entre pobres.

Invenciones del arte arquitectónico, ninguna, sólo la banalidad uniforme de un modelo infatigablemente repetido. Con el propósito de ahorrar algo en materiales, estaba construida en la ladera de la colina, ceñida al declive excavado hacia dentro, formando de este modo una pared completa, la del fondo, con la ventaja adicional de facilitar el acceso a la azotea que formaba el techo.

Sabemos ya que José es carpintero de oficio, regularmente hábil en el menester, aunque sin talento para perfecciones cuando le encomiendan obra de más finura. Estas insuficiencias no deberían escandalizar a los impacientes, pues el tiempo y la experiencia, cada uno con su vagar, no son suficientes para añadir, hasta el punto de que eso se note en la práctica diaria, la sabiduría profesional y la sensibilidad estética a un hombre que apenas pasa de los veinte años y vive en tierras de tan escasos recursos y aún menores necesidades. Con todo, no debiéndose medir los méritos de los hombres sólo por sus habilidades profesionales, conviene decir que, pese a su poca edad, este José es de lo más piadoso y justo que se pueda encontrar en Nazaret, exacto en la sinagoga, puntual en el cumplimiento de sus deberes, y aunque no haya tenido la fortuna de que Dios lo haya dotado de facundia suficiente que lo distinga de los comunes mortales, sabe discurrir con propiedad y comentar con acierto, especialmente cuando viene a propósito introducir en el discurso alguna imagen o metáfora relacionadas con su oficio, por ejemplo, la carpintería del universo. No obstante, como le ha faltado en su origen el aleteo de una imaginación realmente creadora, nunca en su breve vida será capaz de producir parábola que se recuerde, dicho que mereciese quedar en la memoria de las gentes de Nazaret y ser legado para los venideros, menos aún uno de aquellos proverbios en los que la ejemplaridad de la lección se nota de inmediato en la transparencia de las palabras, tan luminoso que en el futuro rechazará cualquier glosa impertinente, o, al contrario, lo suficientemente oscuro, o ambiguo, como para convertirse en los días del mañana en pasto favorito de eruditos y otros especialistas.

Sobre las dotes de María, sólo buscando mucho, e incluso así, no hallaríamos más de lo que legítimamente cabe esperar de quien no ha cumplido siquiera los dieciséis años y, aunque mujer casada, no pasa de ser una muchacha frágil, cuatro reales de mujer, por así decir, que tampoco en aquel tiempo, y siendo otros los dineros, faltaban estas monedas. Pese a su débil figura, María trabaja como las otras mujeres, cardando, hilando y tejiendo las ropas de casa, cociendo todos los santos días el pan de la familia en el horno doméstico, bajando a la fuente para acarrear el agua, luego cuesta arriba, por los caminos empinados, con un gran cántaro en la cabeza y un barreño apoyado en la cintura, yendo después, al caer la tarde, por esos caminos y descampados del Señor, a apañar chascas y rapar rastrojos, llevando además un cesto en el que recogerá bosta seca del ganado y también esos cardos y espinos que abundan en las laderas de los cerros de Nazaret, de lo mejor que Dios fue capaz de inventar para encender la lumbre y trenzar una corona. Todo este arsenal reunido daría una carga más apropiada para ser transportada a casa a lomo de burro, de no darse la poderosa circunstancia de que la bestia está adscrita al servicio de José y al transporte de los tablones. Descalza va María a la fuente, descalza va al campo, con sus vestidos pobres que se gastan y ensucian más en el trabajo y que hay que remendar y lavar una y otra vez, para el marido son los paños nuevos y los cuidados mayores, mujeres de éstas con cualquier cosa se conforman.

María va a la sinagoga, entra por la puerta lateral que la ley impone a las mujeres, y si, es un decir, se encuentra allí con treinta compañeras, o incluso con todas las mujeres de Nazaret, o con toda la población femenina de Galilea, aun así tendrán que esperar a que lleguen al menos diez hombres para que el servicio del culto, en el que sólo como pasivas asistentes participarán, pueda celebrarse. Al contrario de José, su marido, María no es piadosa ni justa, pero no tiene ella la culpa de estas quiebras morales, la culpa no es de la lengua que habla, sino de los hombres que la inventaron, pues en ella las palabras justo y piadoso, simplemente, no tienen femenino.

Pues bien, ocurrió que un bello día, pasadas alrededor de cuatro semanas desde aquella inolvidable madrugada en que las nubes del cielo, de modo extraordinario, aparecieron teñidas de violeta, estando José en casa, era esto a la hora del crepúsculo, comiendo su cena, sentado en el suelo y metiendo la mano en el plato, como era entonces general costumbre, y María, de pie, esperando que él acabase para después comer ella, y ambos callados, uno porque no tenía nada que decir, la otra porque no sabía cómo decir lo que llevaba en la mente, ocurrió que vino a llamar a la cancela del patio uno de esos pobres de pedir, cosa que, no siendo rareza absoluta, era allí poco frecuente, vista la humildad del lugar y del común de sus habitantes, sin contar con la argucia y experiencia de la gente pedigüeña siempre que es preciso recurrir al cálculo de probabilidades, mínimas en este caso. Con todo, de las lentejas con cebolla picada y las gachas de garbanzos que guardaba para su cena, sacó María una buena porción en una escudilla y se la llevó al mendigo, que se sentó en el suelo, a comer, fuera de la puerta, de donde no pasó. No había precisado María de licencia del marido en viva voz, fue él quien se lo permitió u ordenó con un movimiento de cabeza, que ya se sabe son superfluas las palabras en estos tiempos en los que basta un simple gesto para matar o dejar vivir, como en los juegos del circo se mueve el pulgar de los césares apuntando hacia abajo o hacia arriba. Aunque diferente, también este crepúsculo estaba que era una hermosura, con sus mil hebras de nube dispersas por la amplitud, rosa, nácar, salmón, cereza, son maneras de hablar de la tierra para que podamos entendernos, pues estos colores, y todos los otros, no tienen, que se sepa, nombres en el cielo. Sin duda estaría el mendigo hambriento de tres días, que esa, sí, es hambre auténtica, para, en tan pocos minutos, acabar y lamer el plato, y ya está llamando a la puerta para devolver la escudilla y agradecer la caridad. María acudió a la puerta, el pobre estaba allí, de pie, pero inesperadamente grande, mucho más alto de lo que antes le había parecido, en definitiva es verdad lo que se dice, que hay enormísima diferencia entre comer y no haber comido, porque era como si al hombre, ahora, le resplandeciese la cara y chispeasen los ojos, al tiempo que las ropas que vestía, viejas y destrozadas, se agitaban sacudidas por un viento que no se sabía de dónde llegaba, y con ese continuo movimiento se confundía la vista hasta el punto de, en un instante, parecer los andrajos finas y suntuosas telas, lo que sólo estando presente se creerá.

Tendió María las manos para recibir la escudilla de barro, que, tal vez como consecuencia de una ilusión óptica realmente asombrosa, generada quizá por las cambiantes luces del cielo, era como si la hubieran transformado en un recipiente del oro más puro, y, en el mismo instante en que el cuenco pasaba de unas manos a las otras, dijo el mendigo con poderosísima voz, que hasta en esto el pobre de Cristo había cambiado, Que el Señor te bendiga, mujer, y te dé todos los hijos que a tu marido plazcan, pero no permita el mismo Señor que los veas como a mí me puedes ver ahora, que no tengo, oh vida mil veces dolorosa, donde descansar la cabeza. María sostenía el cuenco en lo cóncavo de las dos manos, cuenco sobre cuenco, como si esperase que el mendigo le depositara algo dentro, y él, sin explicación, así lo hizo, se inclinó hasta el suelo y tomó un puñado de tierra, después, alzando la mano, la dejó escurrir lentamente entre los dedos mientras decía con sorda y resonante voz, El barro al barro, el polvo al polvo, la tierra a la tierra, nada empieza que no tenga fin, todo lo que empieza nace de lo que se acabó. Se turbó María y preguntó, Eso qué quiere decir, y el mendigo respondió, Mujer, tienes un hijo en tu vientre y ese es el único destino de los hombres, empezar y acabar, acabar y empezar, Cómo has sabido que estoy embarazada, Aún no ha crecido el vientre y ya los hijos brillan en los ojos de las madres, Si es así, debería mi marido haber visto en mis ojos el hijo que en mí generó, Quizá él no te mira cuanto tú lo miras, Y tú quién eres para no haber necesitado oírlo de mi boca, Soy un ángel, pero no se lo digas a nadie.