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En aquel mismo instante, las ropas resplandecientes volvieron a ser andrajos, lo que era figuraa de titánico gigante se encogió y menguó como si lo hubiera lamido una súbita lengua de fuego y la prodigiosa transformación ocurrió al mismo tiempo, gracias a Dios, que la prudente retirada, porque ya se venía acercando José, atraído por el rumor de las voces, más sofocadas de lo que es habitual en una conversación lícita, pero sobre todo por la exagerada tardanza de la mujer. Qué más quería ese mendigo, preguntó, y María, sin saber qué palabras suyas podría decir, sólo supo responder, Del barro al barro, del polvo al polvo, de la tierra a la tiera, y nada empieza que no acabe, nada acaba que no empiece, Fue eso lo que dijo él, Sí, y también dijo que los hijos de los hombres brillan en los ojos de las mujeres, Mírame, Te estoy mirando, Me parece ver un brillo en tus ojos, fueron palabras de José, y María respondió, Será tu hijo.

El crepúsculo se había vuelto azulado, iba tomando ya los primeros colores de la noche, veíase ahora que dentro del cuenco irradiaba como una luz negra que dibujaba sobre el rostro de María trazos que nunca fueron suyos, y los ojos parecían pertener a alguien mucho más viejo. Estás encinta, dijo José, Sí, lo estoy, respondió María, Por qué no me lo has dicho antes, Iba a decírtelo hoy, estaba esperando a que acabases de comer, Y entonces llegó ese mendigo, Sí, De qué más habló, que el tiempo ha dado para mucho más, Dijo que el Señor me conceda todos los hijos que tú quieras, Qué tienes ahí en ese cuenco para que brille de esa manera, Tierra tengo, El humus es negro, la arcilla verde, la arena blanca, de los tres sólo la arena brilla si le da el sol, y ahora es de noche, Soy mujer, no sé explicarlo, él tomó tierra del suelo y la echó dentro, al tiempo que dijo las palabras, La tierra a la tierra, Sí.

José abrió la cancela, miró a un lado y a otro. Ya no lo veo, ha desaparecido, dijo, pero María se adentraba tranquila en la casa, sabía que el mendigo, si era realmente quien había dicho, sólo si quisiese se dejaría ver. Posó el cuenco en el poyo del horno, sacó del rescoldo una brasa con la que encendió el candil, soplándola hasta levantar una pequeña llama.

Entró José, venía con expresión interrogativa, una mirada perpleja y desconfiada que intentaba disimular moviéndose con una lentitud y solemnidad de patriarca que no le caía bien siendo tan joven.

Discretamente, procurando que no se viera demasiado, escrutó el cuenco, la tierra luminosa, componiendo en la cara una mueca de escepticismo irónico, pero si era una demostración de virilidad lo que pretendía, no le valió la pena, María tenía los ojos bajos, estaba como ausente. José, con un palito, revolvió la tierra, intrigado al verla oscurecerse cuando la removía y luego recobrar el brillo. Sobre la luz constante, como mortecina, serpenteaban rápidos centelleos, No lo comprendo, seguro que hay misterio en esto, o traía ya la tierra y tú creíste que la cogía del suelo, son trucos de magos, nadie ha visto nunca brillar la tierra de Nazaret. María no respondió, estaba comiendo lo poco que le quedaba de las lentejas con cebolla y de las gachas de garbanzos, acompañadas con un pedazo de pan untado de aceite. Al partir el pan, dijo, como está escrito en la ley, aunque en el tono modesto que conviene a la mujer, Alabado seas tú, Adonai, nuestro Dios, rey del universo, que haces salir el pan de la Tierra. Callada seguía comiendo mientras José, dejando discurrir sus pensamientos como si estuviese comentando en la sinagoga un versículo de la Tora o la palabra de los profetas, reconsideraba la frase que acababa de oírle a su mujer, la que él mismo pronunció en el acto de partir el pan, intentaba saber qué cebada sería la que naciese y fructificase de una tierra que brillaba, qué pan daría, qué luz llevaríamos dentro si de él hiciésemos alimento. Estás segura de que el mendigo cogió la tierra del suelo, volvió a preguntar, y María respondió, Sí, estoy segura, Y no brillaba antes, En el suelo no brillaba. Tanta firmeza tenía que quebrantar forzosamente la postura de desconfianza sistemática que debe ser la de cualquier hombre al verse enfrentado a dichos y hechos de las mujeres en general y de la suya en particular, pero, para José, como para cualquier varón de aquellos tiempos y lugares, era una doctrina muy pertinente la que definía al más sabio de los hombres como aquel que mejor sepa ponerse a cubierto de las artes y artimañas femeninas. Hablarles poco y oírlas aún menos, es la divisa de todo hombre prudente que no haya olvidado los avisos del rabino Josephat ben Yohanán, palabras sabias entre las que más lo sean. A la hora de la muerte se pedirán cuentas al varón por cada conversación innecesaria que hubiere tenido con su mujer.

Se preguntó José si esta conversación con María se contaría en el número de las necesarias y, habiendo concluido que sí, teniendo en cuenta la singularidad del acontecimiento, se juró a sí mismo no olvidar nunca las santas palabras del rabino su homónimo, conviene decir que Josephat es lo mismo que José, para no tener que andar con remordimientos tardíos a la hora de la muerte, quiera Dios que ésta sea descansada. Por fin, habiéndose preguntado si debería poner en conocimiento de los ancianos de la sinagoga el sospechoso caso del mendigo desconocido y de la tierra luminosa, llegó a la conclusión de que debía hacerlo, para sosiego de su conciencia y defensa de la paz del hogar.

María acabó de comer. Llevó fuera las escudillas para lavarlas, pero no, ocioso sería decirlo, la que usó el mendigo. En la casa hay ahora dos luces, la del candil, luchando trabajosamente contra la noche que se había impuesto, y aquella aura luminiscente, vibrátil pero constante, como de un sol que no se decidiera a nacer.

Sentada en el suelo, María todavía esperaba a que el marido volviera a dirigirle la palabra, pero José ya no tiene nada más que decirle, está ahora ocupado componiendo mentalmente las frases del discurso que mañana tendrá que decir ante el consejo de ancianos. Le enfurece el pensar que no sabe exactamente lo que pasó entre su mujer y el mendigo, qué otras cosas se habrían dicho el uno al otro, pero no quiere volver a preguntarle, porque, no siendo de esperar que ella añada algo nuevo a lo ya contado, tendría él que aceptar como verdadero el relato dos veces hecho, y si ella estuviera mintiendo, no lo podrá saber él, pero ella sí, sabrá que miente y mintió, y se reirá de él por debajo del manto, como hay buenas razones para creer que se rió Eva de Adán, de modo más oculto, claro está, pues entonces aún no tenía manto que la tapase. Llegado a este punto, el pensamiento de José dio el siguiente e inevitable paso, ahora imagina al mendigo como un emisario del Tentador, el cual, habiendo mudado tanto los tiempos y siendo la gente de hoy más avisada, no cayó en la ingenuidad de repetir el ofrecimiento de un simple fruto natural, antes bien, parece que vino a traer la promesa de una tierra diferente, luminosa, siviéndose, como de costumbre, de la credulidad y malicia de las mujeres. José siente arder su cabeza, pero está contento consigo mismo y con las conclusiones a que ha llegado.

Por su parte, no sabiendo nada de los meandros de análisis demonológico en que está empeñada la mente del marido ni de las responsabilidades que le están siendo atribuidas, María intenta comprender la extraña sensación de carencia que viene experimentando desde que anunció al marido su gravidez.

No una ausencia interior, desde luego, porque de sobra sabe ella que se encuentra, a partir de ahora, y en el sentido más exacto del término, ocupada, sino precisamente una ausencia exterior, como si el mundo, de un momento a otro, se hubiese apagado o alejado de ella.

Recuerda, pero es como si estuviese recordando otra vida, que después de esta última comida y antes de tender las esteras para dormir, siempre tenía algún trabajo que adelantar, con él pasaba el tiempo, sin embargo, lo que ahora piensa es que no debería moverse del lugar en que se encuentra, sentada en el suelo, mirando la luz que la mira desde el reborde del cuenco y esperando a que el hijo nazca. Digamos, por respeto a la verdad, que su pensamiento no fue tan claro, el pensamiento, a fin de cuentas, ya por otros o por el mismo ha sido dicho, es como un grueso ovillo de hilo enrollado sobre sí mismo, flojo en unos puntos, en otros apretado hasta la sofocación y el estrangulamiento, está aquí, dentro de la cabeza, pero es imposible conocer su extensión toda, pues habría que desenrollarlo, extenderlo, y al fin medirlo, pero esto, por más que se intente o se finja intentar, parece que no lo puede hacer uno mismo sin ayudas, alguien tiene que venir un día a decir por dónde se debe cortar el cordón que liga al hombre a su ombligo, atar el pensamiento a su causa.