María se levantó, fue a cerrar la puerta del patio, pero primero colgó cualquier cosa por el lado de fuera, señal que sería de entendimiento para los clientes que vinieran por ella, de que había cerrado su puerta porque llegó la hora de cantar, Levántate, viento del norte, ven tú, viento del mediodía, sopla en mi jardín para que se dispersen sus aromas, entre mi amado en su jardín y coma de sus deliciosos frutos. Luego, juntos, Jesús amparado, como antes hiciera, en el hombro de María, prostituta de Magdala que lo curó y lo va a recibir en su cama, entraron en la casa, en la penumbra propicia de un cuarto fresco y limpio.
La cama no es aquella rústica estera tendida en el suelo, con un cobertor pardo encima que Jesús siempre vio en casa de sus padres mientras allí vivió, éste es un verdadero lecho como aquel del que alguien dijo, Adorné mi cama con cobertores, con colchas bordadas de lino de Egipto, perfumé mi lecho con mirra, aloes y cinamomo. María de Magdala llevó a Jesús hasta un lugar junto al horno, donde era el suelo de ladrillo, y allí, rechazando el auxilio de él, con sus manos lo desnudó y lavó, a veces tocándole el cuerpo, aquí y aquí, y aquí, con las puntas de los dedos, besándolo levemente en el pecho y en los muslos, de un lado y del otro. Estos roces delicados hacían estremecer a Jesús, las uñas de la mujer le causaban escalofríos cuando le recorrían la piel, No tengas miedo, dijo María de Magdala.
Lo secó y lo llevó de la mano hasta la cama, Acuéstate, vuelvo en seguida. Hizo correr un paño en una cuerda, nuevos rumores de agua se oyeron, después una pausa, el aire de repente pareció perfumado y María de Magdala apareció, desnuda. Desnudo estaba también Jesús, como ella lo dejó, el muchacho pensó que así era justo, tapar el cuerpo que ella descubriera habría sido como una ofensa. María se detuvo al lado de la cama, lo miró con una expresión que era, al mismo tiempo, ardiente y suave, y dijo, Eres hermoso, pero para ser perfecto tienes que abrir los ojos. Dudando los abrió Jesús, e inmediatamente los cerró, deslumbrado, volvió a abrirlos y en ese instante supo lo que en verdad querían decir aquellas palabras del rey Salomón, Las curvas de tus caderas son como joyas, tu ombligo es una copa redondeada llena de vino perfumado, tu vientre es un monte de trigo cercado de lirios, tus dos senos son como dos hijos gemelos de una gacela, pero lo supo aún mejor, y definitivamente, cuando María se acostó a su lado y, tomándole las manos, acercándoselas, las pasó lentamente por todo su cuerpo, cabellos y rostro, el cuello, los hombros, los senos, que dulcemente comprimió, el vientre, el ombligo, el pubis, donde se demoró, enredando y desenredando los dedos, la redondez de los muslos suaves, y mientras esto hacía, iba diciendo en voz baja, casi en susurro, Aprende, aprende mi cuerpo. Jesús miraba sus propias manos, que María sostenía, y deseaba tenerlas sueltas para que pudieran ir a buscar, libres, cada una de aquellas partes, pero ella continuaba, una vez más, otra aún, y decía, Aprende mi cuerpo, aprende mi cuerpo, Jesús respiraba precipitadamente, pero hubo un momento en que pareció sofocarse, eso fue cuando las manos de ella, la izquierda colocada sobre la frente, la derecha en los tobillos, iniciaron una lenta caricia, una en dirección a la otra, ambas atraídas hacia el mismo punto central, donde, una vez llegadas, no se detuvieron más que un instante, para regresar con la misma lentitud al punto de partida, desde donde iniciaron de nuevo el movimiento. No has aprendido nada, vete, dijo Pastor, y quizá quisiese decir que no aprendió a defender la vida.
Ahora María de Magdala le enseñaba, Aprende de mi cuerpo, y repetía, pero de otra manera, cambiándole una palabra, Aprende tu cuerpo, y él lo tenía ahí, su cuerpo, tenso, duro, erecto, y sobre él estaba, desnuda y magnífica, María de Magdala, que decía, Calma, no te preocupes, no te muevas, déjame a mí, entonces sintió que una parte de su cuerpo, esa, se había hundido en el cuerpo de ella, que un anillo de fuego lo envolvía, yendo y viniendo, que un estremecimiento lo sacudía por dentro, como un pez agitándose, y que de súbito se escapaba gritando, imposible, no puede ser, los peces no gritan, él, sí, era él quien gritaba, al mismo tiempo que María, gimiendo, dejaba caer su cuerpo sobre el de él, yendo a beberle en la boca el grito, en un ávido y ansioso beso que desencadenó en el cuerpo de Jesús un segundo e interminable estremecimiento.
Durante todo el día nadie llamó a la puerta de María de Magdala. Durante todo el día, María de Magdala sirvió y enseñó al muchacho de Nazaret que, sin conocerla ni para bien ni para mal, llegó hasta su puerta pidiéndole que lo aliviara de los dolores y curase de las llagas que, pero eso no lo sabía ella, nacieron de otro encuentro, en el desierto, con Dios. Dios le dijo a Jesús, A partir de hoy me perteneces por la sangre, el Demonio, si lo era, lo despreció, No aprendiste nada, vete, y María de Magdala, con los senos cubiertos de sudor, el pelo suelto que parecía echar humo, la boca túmida, ojos como de agua negra, No te unirás a mí por lo que te enseñé, pero quédate esta noche conmigo. Y Jesús, sobre ella, respondió, Lo que me enseñas no es prisión, es libertad. Durmieron juntos, pero no sólo aquella noche.
Cuando despertaron alta ya la mañana, y después de que, una vez más, sus cuerpos se buscaran y se hallaran, María miró la herida del pie de Jesús, Tiene mejor aspecto, pero todavía no deberías irte a tu tierra, te va a dañar el camino con ese polvo, No puedo quedarme, y si tú misma dices que estoy mejor, Puedes quedarte, el caso es que quieras, en cuanto a la puerta del patio, va a estar cerrada todo el tiempo que lo deseemos, Tu vida, Mi vida, ahora, eres tú, Por qué, Te responderé con palabras del rey Salomón, mi amado metió su mano en la abertura de la puerta y mi corazón se estremeció, Y cómo puedo ser yo tu amado si no me conoces, si soy sólo alguien que vino a pedirte ayuda y de quien tuviste pena, pena de mis dolores y de mi ignorancia, Por eso te amo, porque te he ayudado y te he enseñado, pero tú no podrás amarme a mí, pues no me enseñaste ni me ayudaste, No tienes ninguna herida, La encontrarás si la buscas, Qué herida es, Esa puerta abierta por donde entraban otros y mi amado no, Dijiste que soy tu amado, Por eso se cerró la puerta después de que tú entraras, No sé qué puedo enseñarte, a no ser lo que de ti he aprendido, Enséñame también eso, para saber cómo es aprenderlo de ti, No podemos vivir juntos, Quieres decir que no puedes vivir con una prostituta, Sí, Mientras estés conmigo, no seré una prostituta, no lo soy desde que aquí entraste, en tus manos está el que siga siéndolo o no, Me pides demasiado, Nada que no puedas darme por un día, dos días, el tiempo que tu pie tarde en curarse, para que después se abra otra vez mi herida, He tardado dieciocho años en llegar aquí, Algunos días más no te harán diferente, eres joven aún, Tú también eres joven, Mayor que tú, más joven que tu madre, Conoces a mi madre, No, Entonces por qué lo has dicho, Porque yo no podría tener un hijo que tuviera hoy tu edad, Qué estúpido soy, No eres estúpido, sólo inocente, Ya no soy inocente, Por haber conocido mujer, No lo era ya cuando me acosté contigo, Háblame de tu vida, pero ahora no, ahora sólo quiero que tu mano izquierda descanse sobre mi cabeza y tu derecha me abrace.
Jesús se quedó una semana en casa de María de Magdala, el tiempo necesario para que bajo la costra de la herida se formara una nueva piel. La puerta del patio estuvo siempre cerrada. Algunos hombres impacientes, picados de celo o de despecho, llamaron, ignorando deliberadamente la señal que debería mantenerlos apartados.
Querían saber quién era ese que se demoraba tanto, y alguno más gracioso soltó un zurriagazo, O será porque no puede, o será porque no sabe, ábreme, María, que le explicaré a ese cómo se hace, y María de Magdala salió al patio a responder, Quienquiera que seas, lo que pudiste no volverás a poder, lo que hiciste no volverás a hacerlo jamás, Maldita mujer, Vete, que bien equivocado vas, no encontrarás en el mundo mujer más bendita de lo que yo soy.
Fuese por este incidente, o porque así tenía que ser, nadie más llamó a su puerta, en todo caso lo más probable es que ninguno de aquellos hombres, moradores de Magdala o transeúntes informados, hubiera querido arriesgarse a que una maldición los condenara a la impotencia, pues es general convicción que las prostitutas, sobre todo las de alto coturno, diplomadas o de amplio curriculum, sabiéndolo todo de las artes de alegrar el sexo de un hombre, también son muy competentes para reducirlo a una soturnidad irremediable, cabizbajo, sin ánimo ni apetitos. Gozaron, pues, María y Jesús de tranquilidad durante aquellos ocho días, durante los cuales las lecciones dadas y recibidas acabaron por ser un discurso solo, compuesto de gestos, descubrimientos, sorpresas, murmullos, invenciones, como un mosaico de teselas que no son nada una por una y todo acaban siendo después de juntas y puestas en sus lugares. Más de una vez, María de Magdala quiso volver a aquella curiosidad de saber de la vida del amado, pero Jesús cambiaba de charla, respondía, por ejemplo, Entro en mi jardín, hermana mía, esposa, a coger de mi mirra y de mi bálsamo, a comer la miel virgen del panal, a beber de mi vino y de mi leche, y, habiendo dicho todo esto con tanta pasión, pasaba en seguida de la recitación del versículo al acto poético, en verdad, en verdad te digo, querido Jesús, así no se puede conversar. Pero un día decidió Jesús hablar de su padre carpintero y de su madre cardadora de lana, de sus ocho hermanos, y que, según costumbre, comenzó aprendiendo el oficio paterno, pero después fue pastor durante cuatro años, que estaba ahora de regreso a casa, anduvo unos días con pescadores, pero no el tiempo suficiente para aprender de ellos su arte.