Jesús sintió la hostilidad bajo la blandura de maneras y respondió Ay, Tiago, qué poco sabes tú de Dios si ignoras que no necesitamos buscarlo si él está decidido a encontrarnos, Si no te entiendo mal, te refieres a ti mismo, No me hagas preguntas hasta mañana, mañana hablaré de lo que tengo que hablar.
Murmuró Tiago palabras que no se oyeron, pero que serían un comentario ácido sobre quienes creen que lo saben todo. María dijo con aire cansado, volviéndose a Jesús, Mañana lo dirás, o pasado mañana, o cuando quieras, pero ahora dime a mí y a tus hermanos qué pretendes hacer con ese dinero, que aquí estamos pasando mucha necesidad, No quieres saber de dónde ha venido, Dijiste que no sabías que lo tenías, Es verdad, pero lo he pensado, y ya sé de dónde viene, Si no está mal en tus manos, tampoco lo estará en las de tu familia, Es todo cuanto tienes que decir de ese dinero, Sí, Entonces lo gastaremos, como es justo, en el gobierno de la casa. Se oyó un murmullo general de aprobación, el propio Tiago hizo una señal de congratulación amistosa, y María dijo, Si no te importa, guardaremos una parte para la dote de tu hermana, No me habíais dicho que Lisia tuviera boda fijada, Sí, será en primavera, Me dirás cuánto necesitas, No sé cuánto valen esas monedas. Jesús sonrió y dijo, Tampoco yo sé cuánto valen, sólo sé el valor que tienen. Se echó a reír, alto y destemplado, como si les encontrara gracia a sus palabras, y toda la familia lo miró, confundida. Sólo Lisia bajó los ojos, tiene quince años y el pudor intacto, todas las misteriosas intuiciones de la edad, y es, de cuantos aquí están, la que se siente más intensamente perturbada ante este dinero que nadie quiere saber a quién perteneció, de dónde vino ni cómo fue ganado.
Jesús entregó una moneda a la madre y dijo, Mañana la cambiarás, entonces sabremos su valor, Seguro que me preguntan cómo ha entrado tanta riqueza en casa, pues quien una moneda de éstas puede mostrar, otras más tendrá guardadas, Di sólo que tu hijo Jesús ha vuelto de viaje, y que no hay riqueza mayor que el regreso del hijo pródigo.
Aquella noche Jesús soñó con su padre. Se acostó en el patio, bajo el alpendre, porque, al acercarse la hora de ir a la cama, sintió que no podría soportar la promiscuidad de la casa, aquellas diez personas tumbadas por los rincones en busca de un recogimiento imposible, no era como en el tiempo en que no se notaba gran diferencia entre esto y un rebaño de corderillos, ahora sobran piernas, brazos, contactos e incompatibilidades. Antes de quedarse dormido, Jesús pensó en María de Magdala y en todas las cosas que habían hecho juntos y, si es cierto que tales pensamientos lo alteraron hasta el punto de tener que levantarse dos veces de la paja para dar una vuelta por el patio y refrescar la sangre, también es cierto que, entrado en el sueño, el dormir acabó llegándole liso y manso, de niño inocente, como un cuerpo que fuera río abajo, abandonado a la corriente vagarosa, viendo pasar por encima de la cabeza las ramas y las nubes, y un pájaro sin voz que aparecía y desaparecía. El sueño de Jesús comenzó cuando imaginó que sentía un leve choque, como si su cuerpo, bogando, hubiera rozado a otro cuerpo. Pensó que era María de Magdala y sonrió, volvió la cabeza hacia ella, pero quien iba allí, arrastrado como él por la misma agua, bajo el mismo cielo y las mismas ramas. bajo el revoloteo del ave silenciosa, era su padre. El antiguo grito de pavor empezó a formársele en la garganta, pero se cortó de inmediato, el sueño no era el sueño de costumbre, él no estaba, niño, en una plaza de Belén con otros niños a la espera de la muerte, no se oían pasos ni relinchos de caballos ni tintineo y rechinar de armas, sólo el sedoso deslizarse del agua, los dos cuerpos como si fuesen una balsa, el padre, el hijo, llevados por el mismo río. En ese momento, el miedo desapareció del alma de Jesús y, en su lugar, estalló, irreprimible, como un arrebato patético, un sentimiento de exaltación, Padre, padre, dijo soñando, Padre, repitió, ya despierto, pero ahora estaba llorando porque se dio cuenta de que estaba solo. Quiso regresar al sueño, repetirlo desde el primer momento, para volver a sentir, esperándola ya, la sorpresa de aquel choque, ver otra vez al padre dejándose ir con él, en la corriente, hasta el fin de las aguas y de los tiempos. No lo consiguió esta noche, pero la antigua pesadilla no volverá más, de aquí en adelante, en vez del miedo le vendrá la exultación, en vez de la soledad tendrá la compañía, en vez de la muerte aplazada, la vida prometida, expliquen ahora, si es que pueden, los sabios de la Escritura, qué sueño fue el que Jesús tuvo, qué significan el río y la corriente, y las ramas colgadas, y las nub es bogando, y el ave callada, y por qué, gracias a todo esto, reunido y puesto en orden, se pudieron juntar padre e hijo, pese a que la culpa de uno no tenía perdón y el dolor del otro no tenía remedio.
Al día siguiente, Jesús quiso ayudar a Tiago en el trabajo de la carpintería, pero pronto quedó demostrado que sus buenos propósitos no bastarían para suplir la ciencia que le faltaba y que, hasta en los últimos tiempos de aprendizaje, en vida del padre, nunca llegó a merecer nota de suficiente. Para las necesidades de la clientela, Tiago se había convertido en un carpintero soportable, y el propio José, pese a no tener más que catorce años, conocía ya de estas artes de la madera lo bastante como para poder dar lecciones al hermano mayor, si tal atentado a las precedencias de la edad fuera consentido en la rígida jerarquía familiar. Tiago se reía de la torpeza de Jesús y le decía, Quien te hizo pastor, te perdió, palabras estas simples, de simpática ironía, que no se podía imaginar que encubriesen un pensamiento reservado o que sugirieran un segundo sentido, pero que hicieron que Jesús se apartase de un modo brusco del banco y que María le dijera a su segundo hijo, No hables de perdición, no llames al diablo y al mal a nuestra casa. Y Tiago, estupefacto, Yo no he llamado a nadie, madre, sólo he dicho, Sabemos lo que has dicho, cortó Jesús, madre y yo sabemos lo que has dicho, quien unió en su cabeza pastor y perdición fue ella, no tú, y tú no sabes las razones pero ella sí, Yo te avisé, dijo María, con fuerza, Me avisaste cuando el mal ya estaba hecho, si mal fue, que yo me miro y no lo encuentro, respondió Jesús, No hay peor ciego que quien no quiere ver, dijo María. Estas palabras enfadaron mucho a Jesús, que respondió, reprensivo, Cállate, mujer, si los ojos de tu hijo vieron el mal, lo vieron después de ti, pero estos mismos ojos, que a ti te parecen ciegos, vieron también lo que tú nunca viste y seguro que no verás jamás. La autoridad del hijo primogénito y la durezsa de su tono, aparte de las enigmáticas palabras finales, hicieron ceder a María, pero su respuesta llevaba todavía una última advertencia, Perdóname, no fue mi intención ofenderte, quiera el Señor guardarte siempre la luz de los ojos y la luz del alma, dijo. Tiago observaba a la madre, miraba al hermano, notaba que había allí un conflicto, pero no imaginaba qué antiguas causas podrían explicarlo, ya que para causas nuevas no parecía que hubiera dado tiempo. Jesús se dirigió a la casa, pero, en el umbral, se volvió atrás y dijo a la madre, Manda a tus hijos que salgan y se distraigan fuera, tengo que hablar a solas contigo, con Tiago y José. Salieron los hermanos y la casa, un minuto antes abarrotada, quedó vacía de repente, sólo cuatro personas sentadas en el suelo, María entre Tiago y José, Jesús ante ellos. Hubo un largo silencio, como si todos, de común acuerdo, estuvieran dando tiempo a que los indeseados o no merecedores se alejasen hasta donde ni el eco de un grito pudiera llegar, al fin Jesús dijo, dejando caer las palabras, He visto a Dios.
El primer sentimiento legible en los rostros de la madre y de los hermanos fue de temor reverencial, el segundo de incredulidad cautelosa, luego, entre uno y otro, cruzó algo como una expresión de desconfianza malévola en Tiago, un asomo de excitación deslumbrada en José, un rasgo de amargura resignada en María. Ninguno habló, y Jesús repitió, He visto a Dios. Si un súbito instante de silencio es, en el decir popular, consecuencia de que ha pasado un ángel, aquí no acababa de pasar, Jesús ya lo había dicho todo, los presentes no sabían qué decir, no tardarán en levantarse e ir cada uno a su vida, preguntándose si realmente habrían soñado un sueño así, tan imposible de creer. Sin embargo, el silencio tiene, si le damos tiempo, una virtud que aparentemente lo niega, la de obligar a hablar. Por eso, cuando ya no se podía aguantar más la tensión de la espera, Tiago hizo una pregunta, la más inocua de todas, pura y gratuita retórica, Estás seguro. Jesús no respondió, simplemente lo miró como probablemente Dios lo hubiera mirado a él desde dentro de la nube, y por tercera vez dijo, He visto a Dios. María no hizo preguntas, sólo dijo, Habrá sido una ilusión tuya, Madre, las ilusiones existen, pero las ilusiones no hablan, y Dios me habló, respondió Jesús. Tiago había recobrado la presencia de espíritu, el caso le parecía una historia de locos, un hermano suyo hablando con Dios, qué disparate, Quién sabe si no fue el Señor quien te puso el dinero en la alforja, y sonrió cuando lo dijo, irónicamente.