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María de Magdala abre la puerta, se lanza a los brazos de Jesús, no quiere creer en tamaña felicidad, y su conmoción es tal que la lleva, absurdamente, a imaginar que él ha vuelto porque de nuevo tiene abierta la llaga del pie, y pensando en esto lo conduce hacia dentro, lo sienta y acerca una luz, Tu pie, muéstrame tu pie, pero Jesús le dice, Mi pie está curado, es que no lo ves.

María de Magdala podía haberle respondido, No, no lo veo, porque esa era la verdad extrema de sus ojos arrasados en lágrimas. Necesitó tocar con sus labios el pie cubierto de polvo, desligar cuidadosamente los atadijos que ceñían la sandalia al tobillo, acariciar con la punta de los dedos la fina piel renovada para confirmar las esperadas virtudes lenitivas del ungüento y, en lo más íntimo de los pensamienos, admitir que su amor tendría alguna parte en la cura.

Mientras cenaban, María no hizo preguntas, apenas quiso saber, y eso, excusado sería decirlo, no era preguntar, si le fue bien el viaje, si tuvo malos encuentros en el camino, trivialidades, cosas así.

Terminada la cena se calló, abrió y mantuvo un espacio de silencio, porque ya no era su vez de hablar. Jesús la miró fijamente, como si estuviese en lo alto de una roca midiendo sus fuerzas con el mar, no porque temiera que en la lisa superficie se ocultasen animales devoradores o arrecifes que pudieran desgarrar sus carnes, sino como quien, simplemente, interroga a su propio valor para saltar. Conoce a esta mujer desde hace una semana, tiempo y vida bastantes para saber que si va hacia ella encontrará unos brazos abiertos y un cuerpo ofrecido, pero le amedrenta revelarle, porque ha llegado sin duda el momento, lo que hace sólo unas horas fue objeto de rechazo por aquellos que, siendo de su carne, deberían serlo también de su espíritu. Jesús vacila, busca el camino por donde ha de llevar las palabras y lo que le sale no es la larga explicación necesaria, sino una frase para ganar tiempo, si es que no resulta más exacto decir perderlo, No te sorprende que haya vuelto tan pronto, Empecé a esperarte desde el mismo momento en que partiste, no he contado el tiempo entre tu ida y tu vuelta, como tampoco lo contaría si hubieras tardado diez años, Jesús, sonrió, hizo un movimiento con los hombros, debería saber ya que con esta mujer no valían fingimientos ni palabras evasivas. Estaban sentados en el suelo, frente a frente, con una luz en el centro y lo que sobró de la comida. Jesús tomó un pedazo de pan, lo partió en dos y dijo, dándole a María una de las partes, Que sea éste el pan de la verdad, comámoslo para creer y no dudar de cualquier cosa que aquí digamos u oigamos, Así sea, dijo María de Magdala. Jesús acabó de comer el pan, esperó a que ella terminase también, y dijo por cuarta vez las palabras, He visto a Dios.

María de Magdala no se alteró, sólo se movieron un poco las manos que tenía cruzadas sobre el regazo, y preguntó, Era eso lo que guardabas para decirme si nos volvíamos a encontrar, Sí, además de todo lo que me ocurrió desde que salí de casa, cuatro años hace, que esas cosas me parece que están todas ligadas unas con otras, aunque no sepa yo cómo explicar por qué ni para qué, Soy como tu boca y tus oídos, respondió María de Magdala, lo que tú digas, estás diciéndotelo a ti mismo, yo sólo soy la que está en ti.

Ahora ya puede Jesús empezar a hablar, porque ambos han comido el pan de la verdad, y en verdad no son muchas en la vida las horas como ésta. La noche se ha hecho madrugada, la luz del candil murió dos veces y dos veces resucitó, toda la historia de Jesús, que ya conocemos, fue narrada allí, incluyendo también ciertos pormenores que entonces no creíamos que merecieran atención, y muchos y muchos pensamientos que dejamos escapar, no porque Jesús los ocultase, sino, simplemente, porque no podía este evangelista estar en todas partes. Cuando, con una voz que de repente parecía cansada, iba Jesús a comenzar el relato de lo sucedido tras su regreso a casa, la tristeza lo hizo vacilar, como entonces lo detuvo aquel oscuro presentimiento antes de llamar a la puerta, pero María de Magdala, rompiendo por primera vez el silencio, preguntó, aunque en el tono de quien, anticipadamente, conoce la respuesta, Tu madre no creyó en ti, Así es, respondió Jesús, Y por eso has vuelto a esta otra casa, Sí, Ojalá pudiera mentir diciéndote que tampoco lo creo, Por qué, Porque volverías a hacer lo que has hecho, te irías de aquí como te fuiste de tu casa, y yo, al no creerte, no tendría que seguirte, Eso no es una respuesta a mi pregunta, Tienes razón, no lo es, Qué quieres decir, Si no creyera en ti no tendría que vivir contigo las cosas terribles que te esperan, Y cómo puedes saber tú que me esperan cosas terribles, No sé nada de Dios, a no ser que tan atroces deben ser sus preferencias como sus desprecios, Adónde has ido a buscar tan extraña idea, tendrías que ser mujer para saber lo que significa vivir con el desprecio de Dios, y ahora tendrás que ser mucho más que un hombre para vivir y morir como su elegido, Quieres asustarme, Te voy a contar un sueño que tuve, una noche se me apareció en sueños un niño, apareció de repente, venido de ninguna parte, apareció y dijo Dios es pavoroso, lo dijo y desapareció, no sé quién sería aquel niño, de dónde vino y a quién pertenecía, Sueños, Tú menos que nadie puede decir esa palabra en ese tono, Y luego, qué ocurrió, Después empecé a ser prostituta, Has dejado ya esa vida, Pero el sueño no ha sido desmentido, ni siquiera después de conocerte, Dime otra vez cuáles fueron las palabras, Dios es pavoroso. Jesús vio el desierto, la oveja muerta, la sangre en la arena, oyó el suspiro de satisfacción de la columna de humo y dijo, Tal vez, tal vez, pero una cosa es oírlo en sueños, otra será vivirlo en vida, Quiera Dios que no llegues a saberlo, Cada uno tiene que vivir su destino, Y del tuyo ya recibiste el primer aviso solemne. Sobre Magdala y el mundo gira lentamente la cúpula de un cielo cribado de estrellas. En algún lugar del infinito, o llenándolo infinitamente, Dios hace avanzar y retroceder las piezas de otros juegos que va jugando, es demasiado pronto para preocuparse de éste, ahora sólo tiene que dejar que los acontecimientos sigan naturalmente su curso, sólo de vez en cuando dará con la punta del meñique un toque adrede para que algún acto o pensamiento sueltos no quebranten la implacable armonía de los destinos. Por eso no pone interés en el resto de la conversación que Jesús y María de Magdala sostienen. Y ahora, qué piensas hacer, preguntó ella, Has dicho que irías conmigo a dondo quiera que yo fuese, Dije que estaría contigo donde tú estuvieses, Qué diferencia hay, Ninguna, pero puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras, si es que no te importa vivir conmigo en la casa donde fui prostitua.