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Entonces tu nombre debería ser María de Betania, si allí naciste, dice Jesús, Sí, fue en Betania donde nací, pero en Magdala me encontraste, por eso de Magdala quiero seguir siendo, a mí no me llaman Jesús de Belén, pese a haber nacido en Belén, de Nazaret no soy, porque ni me quieren ni los quiero yo, tal vez debiera llamarme Jesús de Magdala, como tú, y por la misma razón, Recuerda que quemamos la casa, Pero no la memoria, dijo Jesús. De la vuelta de María a Betania no volvió a hablarse, esta orilla del mar es para ellos el mundo entero, dondequiera que el hombre esté, estará con él la obligación.

Dice el pueblo, lo decimos nosotros, probablemente lo dicen los pueblos todos, siendo como es tan general y universal la experiencia de los males, que bajo los pies se levantan las fatigas. Tal dicho, si no nos equivocamos, sólo podía haberlo inventado un pueblo a costa de tropezones y topadas, de contrariedades, percances y púas asesinas. Después, en virtud de la generalidad y de la universalidad ya señaladas, se habrá difundido por todo el orbe, haciendo ley, pero, aun así, suponemos que con cierta resistencia por parte de las gentes marítimas y piscatorias que saben que existen hondísimas honduras entre sus pies y el suelo, y no pocas abisales abismos. Para el pueblo del mar, las fatigas no se levantan del suelo, para el pueblo del mar, las fatigas caen del cielo, se llaman viento y vendaval, y por su culpa se alzan las ondas y el oleaje, se generan tempestades, se rompe la vela, se quiebra el mástil, se hunde el frágil leño, estos hombres de la pesca y de la navegación donde mueren, realmente, es entre el cielo y la tierra, el cielo que las manos no alcanzan, el suelo al que los pies no llegan. El mar de Galilea es casi siempre un manso, tranquilo y comedido lago, pero un día cualquiera se desmandan las furias oceánicas por estos lados y es un sálvese quien pueda, a veces, desgraciadamente, no todos pueden. De un caso de estos tendremos que hablar, pero antes es preciso que regresemos a Jesús de Nazaret y a algunas recientes preocupaciones suyas que muestran hasta qué punto el corazón del hombre es un eterno insatisfecho y, en definitiva, el simple deber cumplido no da tanta satisfacción como nos vienen diciendo quienes con poco se contentan. Sin duda, se puede decir que gracias al continuo sube y baja de Jesús, entre el río Jordán de arriba y el río Jordán de abajo, no hay penuria, ni siquiera carencias ocasionales, en toda la orilla occidental, habiéndose llegado al punto de que se beneficiaran de la abundancia los que ni pescadores eran, pues la plétora de pescado hace caer los precios, lo que, evidentemente, vino a resultar en más gente comiendo más y más barato. Verdad es que hubo alguna tentativa de mantener los precios altos por el conocido método corporativo de lanzar al mar un poco del producto de la pesca, pero Jesús, de quien en última instancia dependía la mayor o menor suerte de las mareas, amenazó con irse de allí a otra parte, y los prevaricadores de la ley nueva le pidieron disculpas, hasta la próxima. Toda la gente, pues, parece tener razones para sentirse feliz, pero Jesús no. {él piensa que no es vida andar continuamente de un lado a otro, embarcando y desembarcando, siempre los mismos gestos, siempre las mismas palabras, y que, siendo cierto que el poder de la pesca abundante le viene del Señor, no ve la razón para que el Señor quiera que su vida se consuma en esta monotonía hasta que llegue el día en que se sirva llamarlo, como ha prometido. Que el Señor está con él, no lo duda Jesús, pues nunca deja el pescado de venir cuando lo llama y esta circunstancia, por un proceso deductivo inevitable del que aquí no creemos necesario hacer demostración ni presentar su secuencia, acabó por llevarlo, con el tiempo, a preguntarse si no habría acaso otros poderes que el Señor estaría dispuesto a cederle, no por delegación o por concesión graciosa, claro está, sino por préstamo simple y con la condición de hacer de ellos buen uso, lo que, como hemos visto, Jesús estaba en condiciones de garantizar, véase si no el trabajo en que se ha metido, sin más ayuda que la intuición. La manera de saberlo era fácil, tan fácil como decirlo, bastaba con hacer la experiencia, si ella resultaba, era porque Dios estaba de su parte, si no resultase, Dios manifestaba que estaba en contra.

Simplemente quedaba una cuestión previa por resolver, y esa cuestión era la de elegir. No siendo posible consultar directamente al Señor, Jesús tendría que arriesgar, seleccionar entre los poderes posibles el que pareciera ofrecer menos resistencia y que no se viera demasiado, aunque tampoco tan discreto que pasara inadvertido a quien de él viniera a beneficiarse y al mundo, con lo que hubiera padecido la gloria del Señor, que en todo debe prevalecer.

Pero Jesús no se decidía, tenía miedo de que el Señor hiciera escarnio de él, de que lo humillase, como en el desierto hizo y podía haber hecho después, aún hoy se estremecía pensando la vergüenza que hubiera sentido si cuando por primera vez dijo Lanzad la red a este lado, la viera subir vacía. Tanto lo ocupaban estos pensamientos que una noche soñó que alguien le decía al oído, No temas, recuerda que Dios te necesita, pero cuando despertó tuvo dudas sobre la identidad del consejero, podría haber sido un ángel, de los muchos que andan haciendo los recados del Señor, podría haber sido un demonio, de los otros tantos que a Satán sirven para todo, a su lado María de Magdala parecía dormir profundamente, por eso no pudo ser ella, ni pensó Jesús que lo fuera. En esto estaba cuando un día, que por los indicios en nada se mostraba diferente a los otros, Jesús fue al mar para el milagro de costumbre. El tiempo estaba cargado, con nubes bajas, amenazando lluvia, pero no por eso va a quedarse un pescador en casa, buenos estaríamos si todo en la vida fuera regalo y bienestar. Le tocaba precisamente aquel día la barca de Simón y Andrés, aquellos dos hermanos pescadores que fueron testigos del primer prodigio, y con ella, de reserva, va también la de los dos hijos de Zebedeo, Tiago y Juan, pues, aunque no sea el mismo efecto milagroso, siempre la barca que está más cerca aprovecha algo del pescado que quede. El viento fuerte los lleva rápidamente hacia altamar y allí, arriadas las velas, empiezan los pescadores, en una barca y en la otra, a desdoblar las redes, a la espera de que Jesús diga de qué lado deben lanzarlas. En esto están, cuando de pronto se levantan los vientos en una tempestad que cayó del cielo sin anunciarse, porque como anuncio no podría entenderse un simple cielo cubierto, y fue de manera tal que las olas eran como las del mar verdadero, de la altura de casas, empujadas por una ventolera enloquecida, ahora aquí, ahora allá, y en medio aquellos cascarones de nuez saltando sin gobierno, que la maniobra nada podía contra la furia de los elementos desencadenados. La gente que estaba en la orilla, viendo el peligro en que se hallaban las pobres criaturas, ya sin defensas, empezó a dar gritos desolados, había allí esposas y madres, y hermanas, e hijos pequeñitos, alguna suegra compasiva, y era un clamor que no se sabe cómo no llegó al cielo, Ay, mi querido marido, Ay mi querido hijo, Ay, mi querido hermano, Ay, mi yerno, Maldito seas mar, Señora de los Afligidos, ayudadnos, Señora del Buen Viaje, échales una mano, los niños sólo sabían llorar, pero ni así.