Le pareció que el rebaño no era grande, ni alto el pastor, por eso vio y calló. Y cuando la madre dijo, Nunca más veré a Jesús, respondió, pensativo, Quién sabe.
Tenía razón José. Pasado un tiempo, cosa de un año, llegó un recado de Lisia para su madre, invitándola, en nombre de los suegros, a ir a Caná, a la boda de una cuñada suya, hermana del marido, y que llevara con ella a quien quisiera, que todos serían bienvenidos. Siendo ella la invitada, tenía derecho a elegir la compañía, pero como, por respeto, no quería abusar, puesto que hay pocas cosas tan deprimentes como una viuda con muchos hijos, decidió llevar con ella sólo a dos, a su preferido de ahora, José, y a Lidia, que por ser niña, nunca le estaban de más fiestas y distracciones. Caná no está lejos de Nazaret, poco más de una hora de camino de las nuestras, y con este tiempo de suave otoño, habría sido un paseo de los más apacibles aunque no fuese una boda el motivo del viaje. Salieron de casa apenas nació el sol, para poder llegar a Caná con tiempo de que María ayude a las últimas tareas de un acto ceremonial y festivo en el que el trabajo está en proporción directa de la gente que se alegra y divierte. Vino Lisia al encuentro de la madre y de los dos hermanos con afectuosas demostraciones, se informaron unos del bienestar y salud y otros de la salud y el bienestar, y como el trabajo urgía, María y ella se acercaron a la casa del novio, donde, según costumbre, se celebraría la fiesta, iban a cuidar de los calderos, con las demás mujeres de la familia. José y Lidia se quedaron en el patio, jugando con los de su edad, los chicos jugando con los chicos, las chicas bailando con las chicas, hasta el momento en que advirtieron que empezaba la ceremonia. Corrieron todos, ahora sin mayor discriminación de sexos, tras los hombres que acompañaban al novio, sus amigos, que llevaban las antorchas tradicionales, y esto en una mañana así, de luz tan resplandeciente, lo que, por lo menos, deberá servir para demostrar que una lucecilla más, aunque sea de un hachón, nunca es de despreciar por mucho que el sol brille. Los vecinos, con alegre semblante, aparecían saludando en las puertas, guardando las bendiciones para un rato después, cuando el cortejo regresara trayendo a la novia. No llegaron José y Lidia a ver el resto, que tampoco iba a ser gran novedad para ellos, pues ya habían tenido en su tiempo una boda en la familia, el novio llamando a la puerta y pidiendo ver a la novia, ella apareciendo, rodeada de sus amigas, también éstas con luces, aunque modestas, simples lamparillas como a mujeres conviene, que un hachón es cosa de hombre por el fuego y por las dimensiones, y después el novio levantando el velo de la novia y dando un grito de júbilo ante el tesoro que había encontrado, como si en estos últimos doce meses, que tantos eran los que el noviazgo duraba, no la hubiera visto mil veces, y con ella ido a la cama cuando le apeteció. No vieron estos números José y Lidia porque, de pronto, mirando él por casualidad hacia una calle larga, vio aparecer al fondo dos hombres y una mujer y, con la sensación de estar viviéndolo por segunda vez, reconoció a su hermano y a la mujer que con él andaba. Gritó a la hermana, Mira, es Jesús, y corrieron ambos en aquella dirección, pero de repente se detuvo José, recordando a su madre y recordando la dureza con que el hermano lo recibió en el mar, no a él, claro está, sino al recado de que con Tiago era portador, y pensando que luego tendría que explicarle a Jesús por qué procedía así, dio la vuelta.
Al doblar la esquina de la calle, se volvió a mirar y, mordido por los celos, vio al hermano levantando en los brazos a Lidia como si fuera una pluma y a ella cubriéndole la cara de besos, mientras la mujer y el otro hombre sonreían. Con los ojos nublados por lágrimas de frustración, José corrió, corrió, entró en la casa, atravesó el patio a saltos para evitar los manteles y las vituallas dispuestas en el suelo y en mesitas bajas, llamó, Madre, madre, lo que nos salva es que cada uno tenga su propia voz, pues no faltarían madres que se volvieran para ver a un hijo que no era suyo, sólo miró María, miró y comprendió cuando José le dijo, Ahí viene Jesús, ella lo sabía ya.
Palideció, se puso roja, sonrió, se quedó seria y pálida de nuevo, y el resultado de todas estas alteraciones fue llevarse una mano al pecho como si le fallara el corazón y retroceder dos pasos como si hubiera tropezado con un muro.
Quién viene con él, preguntó, porque tenía la seguridad de que alguien lo acompañaba, Un hombre y una mujer, y Lidia, que se quedó con ellos, La mujer es la que tú viste, Sí, madre, pero al hombre no lo conozco. Se acercó Lisia, curiosa, sin adivinar lo que ocurría, Qué pasa, madre, Tu hermano está aquí y viene al casamiento, Jesús está en Caná, Lo ha visto José. No fueron tan patentes los alborozos de Lisia, pero se le abrió el rostro en una sonrisa que parecía no acabar nunca, y murmuró, Mi hermano, digamos, para quien no lo sepa, que esto es una manifestación de alegría, una sonrisa como la de Lisia y un murmullo que vale otro tanto, Vamos a verlo, dijo, Vete tú, yo me quedo aquí, se defendió la madre, y dirigiéndose a José, Vete con tu hermana. Pero José no quiso ser segundo en los abrazos en los que Lidia fue primera y, porque Lisia sola no se atrevía, se quedaron los tres allí, como acusados a la espera de una sentenbcia, inciertos sobre la misericordia del juez, si las palabras juez y misericordia tienen cabida en este caso.
Asomó Jesús a la puerta, traía a Lidia en brazos y venía María de Magdala atrás, pero antes había entrado Andrés, que él era el otro hombre de la compañía, pariente del novio, como pronto se supo, y decía a los que acudieron, risueños, a recibirlo, No, Simón no puede venir, y mientras unos estaban tan felices con este encuentro de familia, otros, allí mismo, se miraban por encima de un abismo, preguntándose cuál sería el primero en poner un pie en el delicado y frágil puente que, pese a todo, seguía uniendo un lado con el otro. No diremos, como dijo un poeta, que lo mejor del mundo son los niños, pero gracias a ellos logran dar a veces los adultos, sin desdoro de su orgullo, ciertos difíciles pasos, aunque después se venga a ver que el camino no iba más allá. Lidia se soltó de los brazos de Jesús y corrió hacia su madre, y fue como en el teatro de marionetas, un movimiento obligó al otro, y los dos a un tercero, Jesús avanzó hasta su madre y la saludó, conjuntamente a los hermanos, con las palabras de quien todos los días se encuentra, sobrias y sin emoción. Hecho esto, siguió adelante, dejando a María como una transida estatua de sal y perdidos a los hermanos. María de Magdala fue tras él, pasó al lado de María de Nazaret y las dos mujeres, la honesta y la impura, se miraron fugazmente sin hostilidad ni desprecio, más bien con una expresión de mutuo y cómplice reconocimiento que sólo a los entendidos en los laberínticos meandros del corazón femenino es dado comprender. Ya venía cerca el cortejo, se oían los gritos y las palmas, el ruido trémulo y vibrante de las panderetas, los sonidos dispersos y finos de las arpas, el ritmo de las danzas, un griterío de gentes que hablaban al mismo tiempo, un instante después el patio estaba lleno, los novios entraron como en volandas, entre vivas y aplausos, y se adelantaron a recibir las bendiciones de los padres y de los suegros, que los estaban esperando. María, que se había quedado allí, también los bendijo, como bendijera tiempo atrás a su hija Lisia, ahora, como entonces, sin tener a su lado ni marido ni primogénito que ocupase, en poder y autoridad, su lugar. Se sentaron todos, a Jesús le fue ofrecido un lugar de importancia, porque Andrés, con disimulo, informó a sus parientes de que aquél era el hombre que atraía a los peces hacia las redes y que domaba las tempestades, pero Jesús rechazó el honor y se sentó con los otros, quedando en un extremo de las filas de los convidados. A Jesús lo servía María de Magdala, que nadie preguntó quién era, alguna vez se acercó Lisia, y él, en los modos, no hizo diferencias entre una y otra. María atendía en el lado opuesto, con frecuencia, entre las idas y venidas, se cruzaba con María de Magdala, cambiaban la misma mirada, pero no hablaban, hasta que la madre de Jesús hizo a la otra una señal para acercarse a un rincón del patio, y le dijo sin más preámbulo, Cuida a mi hijo, que un ángel me dijo que le esperan grandes trabajos y yo no puedo hacer nada por él, Lo cuidaré, lo defendería con mi vida si ella mereciera tanto, Cómo te llamas, Soy María de Magdala y fui prostituta hasta conocer a tu hijo. María se quedó callada, en su mente se ordenaban, uno a uno, ciertos hechos del pasado, el dinero y lo que acerca de él habían querido insinuar las medias palabras de Jesús, el relato irritado de su hijo Tiago y sus opiniones sobre la mujer que acompañaba al hermano, y sabiéndolo ahora todo, dijo, Yo te bendigo, María de Magdala, por el bien que a mi hijo Jesús has hecho, hoy y para siempre te bendigo. María de Magdala se acercó para besarle el hombro, en señal de respeto, pero la otra María abrió sus brazos, la abrazó y abrazadas permanecieron las dos, en silencio, hasta que se separaron y volvieron al trabajo, que no podía esperar.