La fiesta continuaba, de las cocinas, en corriente incesante, venía la comida, de las ánforas corría el vino, la alegría se soltaba en cantos y danzas, cuando, de repente, la alarma corrió secretamente del mayordomo hasta los padres de los novios, Que se nos acaba el vino, avisaba. El pesar y la confusión cayeron sobre ellos, como si el techo se les viniera encima. Y ahora, qué vamos a hacer, cómo vamos a decirles a nuestros invitados que se ha acabado el vino, no se hablará mañana de otra cosa en todo Caná, Mi hija, se lamentaba la madre de la novia, cómo se van a burlar de ella de aquí en adelante, que en su boda hasta vino faltó, no merecíamos esta vergüenza, qué mal comienzo de vida. En las mesas escurrían el fondo de las copas, algunos invitados miraban alrededor buscando a quién debiera estar sirviéndoles, y María, ahora que ya había transmitido a otra mujer los encargos, deberes y obligaciones que el hijo se negaba a recibir de sus manos, quiso en un relámpago de inteligencia tener su propia demostración de los anunciados poderes de Jesús, después de lo cual podría recogerse en su casa y al silencio, como quien ya ha terminado su misión en el mundo y sólo espera que de él vengan a retirarla. Buscó con los ojos a María de Magdala, la vio cerrar lentamente los párpados y hacer un gesto de asentimiento y, sin más demora, se acercó al hijo y le dijo, en el tono de quien está seguro de no tener que decirlo todo para ser entendido, No tienen vino. Jesús volvió lentamente la cara hacia la madre, la miró como si ella le hubiera hablado desde muy lejos, y preguntó, Mujer, qué hay entre tú y yo, palabras éstas, tremendas, que las oyó quien allí estaba, con asombro, extrañeza, incredulidad, un hijo no trata así a la madre que le dio el ser, harán que el tiempo, las distancias y las voluntades busquen en ellas traducciones, interpretaciones, versiones, matices que mitiguen la brutalidad y, de ser posible, den lo dicho por no dicho o digan que se dijo lo contrario, así se escribirá en el futuro que Jesús dijo, Por qué vienes a molestarme con eso, o, qué tengo yo que ver contigo, o, Quién te ha mandado meterte en eso, mujer, o, Qué tenemos que ver nosotros con eso, mujer, o, Déjame a mí, no es necesario que me lo pidas, o, Por qué no me lo pides abiertamente, sigo siendo el hijo dócil de siempre, o, Haré lo que quieres, no hay desacuerdo entre nosotros. María recibió el golpe en pleno rostro, soportó la mirada que la rechazaba y, colocando al hijo entre la espada y la pared, remató el desafío diciéndoles a los servidores, Haced lo que él os diga. Jesús vio que su madre se alejaba, no dijo una palabra, no hizo un gesto para retenerla, comprendió que el Señor se había servido de ella como antes se sirvió de la tempestad o de la necesidad de los pescadores. Levantó la copa, donde aún quedaba algún vino, y dijo a los servidores, Llenad de agua esas cántaras, eran seis cántaras de barro que servían para la purificación, y ellos las llenaron hasta desbordar, que cada una de ellas tenía dos o res medidas de cabida, Acercádmelas, dijo, y ellos así lo hicieron. Entonces Jesús vertió en cada una de las cántaras una parte del vino que quedaba en su copa y dijo, Llevádselas al mayordomo. El mayordomo, que no sabía de dónde venían las cántaras, después de probar el agua que la pequeña cantidad de vino no había llegado a teñir, llamó al novio y le dijo, todos sirven primero el vino bueno y cuando los invitados han bebido bien, se sirve el peor, tú, sin embargo, has guardado el vino bueno para el final. El novio, que nunca en su vida viera que aquellas cántaras contuvieran vino y que, además, sabía que el vino se había acabado, probó también y puso cara de quien, con mal fingida modestia, se limita a confirmar lo que tenía por cierto, la excelente calidad del néctar, un vintage, por decirlo de alguna manera. Si no fuera por la voz del pueblo, representada, en este caso, por los servidores que al día siguiente le dieron a la lengua a placer, habría sido un milagro frustrado, pues, el mayordomo, si desconocedor era de la transmutación, desconocedor seguiría, al novio le convenía, evidentemente, no decir palabra, Jesús no era persona para andar pregonando por ahí, Yo hice este milagro, y el otro, y el de más allá, María de Magdala, que desde el principio participó del enredo, tampoco iría dando publicidades, {él hizo un milagro, él hizo un milagro, y María, la madre, todavía menos, porque la cuestión fundamental era entre ella y el hijo, lo demás que ocurrió fue por añadidura, en todos los sentidos de la palabra, digan los invitados si no es así, ellos que volvieron a ver los vasos llenos.
María de Nazaret y el hijo no se hablaron más. Mediada la tarde, sin despedirse de la familia, Jesús se fue con María de Magdala por el camino de Tiberíades. Escondidos de su vista, José y Lidia lo siguieron hasta la salida de la aldea y allí se quedaron mirándolo hasta que desapareció en una curva del camino.
Comenzó entonces el tiempo de la gran espera. Las señales con las que hasta ahora el Señor se había manifestado en la persona de Jesús no pasaban de meros prodigios caseros, hábiles prestidigitaaciones, pases del tipo más-rápido-quela-mirada, en el fondo muy poco diferentes a los trucos que ciertos magos de oriente manejaban con arte mucho menos rústica, como tirar una cuerda al aire y subir por ella, sin que se viera que la punta, allá arriba, estaba sujeta a un sólido gancho o que la sujetaba la invisible mano de un genio auxiliar. Para hacer aquellas cosas, a Jesús le bastaba quererlo, pero si alguien le preguntara por qué las hacía, no sabría darle respuesta, o sólo que así fue necesario, unos pescadores sin peces, una tempestad sin recurso, una boda sin vino, realmente, aún no había llegado la hora de que el Señor empezara a hablar por su boca. Lo que se decía en las poblaciones de este lado de Galilea era que un hombre de Nazaret andaba por allí usando poderes que sólo de Dios le podrían venir, y no lo negaba, pero, presentándose él en absoluto omiso de causas, razones y contrapartidas, lo que tenían que hacer era aprovecharse y no hacer preguntas. Claro que Simón y Andrés no pensaban así, ni los hijos de Zebedeo, pero esos eran sus amigos y temían por él. Todas las mañanas, al despertarse, Jesús se preguntaba en silencio, Será hoy, en voz alta lo hacía también algunas veces, para que María de Magdala oyese, y ella se quedaba callada, suspirando, luego lo rodeaba con los brazos, lo besaba en la frente y sobre los ojos, mientras él respiraba el olor dulce y tibio que le subía por los senos, días hubo en los que volvieron a quedarse dormidos, otros en los que él olvidaba la pregunta y la ansiedad y se refugiaba en el cuerpo de María de Magdala como si entrara en un capullo del que sólo podría renacer transformado. Después iba al mar, donde lo esperaban los pescadores, muchos de ellos nunca comprenderían, y así lo dijeron, por qué no se compraba él una barca, a cuenta de ganancias futuras, y empezaba a trabajar por cuenta propia. En ciertas ocasiones, cuando en medio del mar se prolongaban los intervalos entre las maniobras de pesca, siempre necesarias aunque ahora la pesca fuera fácil y relajada como un bostezo, Jesús tenía un súbito presentimiento y su corazón se estremecía, pero sus ojos no miraban al cielo, donde es sabido que Dios habita, lo que él contemplaba con obsesiva avidez era la superficie tranquila del lago, las aguas lisas que brillaban como una piel pulida, lo que él esperaba, con deseo y temor, parecía que tendría que aparecer de las profundidades, nuestros peces, dirían los pescadores, la voz que tarda, pensaba quizá Jesús. La pesca llegaba a su fin, la barca volvía cargada y Jesús, cabizbajo, seguía otra vez a lo largo de la orilla, con María de Magdala atrás, a la búsqueda de quien precisara de sus servicios gratuitos de ojeador. Así pasaron las semanas y los meses, pasaron los años también, mudanzas que a la vista se percibieran sólo las de Tiberíades, donde crecían los edificios y los triunfos, lo demás eran las consabidas repeticiones de una tierra que en los inviernos parece morir en nuestros brazos y en las primaveras resucitar, observación falsa, engaño grosero de los sentidos, que la fuerza de la primavera sería nada si el invierno no hubiera dormido.