Y he aquí que, cuando iba Jesús por sus veinticinco años, pareció que el universo todo empezase de súbito a moverse, nuevas señales se sucedieron, unas tras otras, como si alguien, con repentina prisa, pretendiera recuperar un tiempo malgastado. A buen decir, la primera de esas señales no fue, propiamente hablando, un milagro milagro, pues no es cosa del otro mundo el que esté la suegra de Simón presa de una fiebre indefinible y que llegue Jesús a la cabecera de la cama, le ponga la mano en la frente, cualquiera de nosotros hace este gesto por impulso del corazón, sin esperanza de ver curados de ese modo rudimentario y un tanto mágico los males del enfermo, pero lo que nunca nos ha ocurrido es que sintamos la fiebre desaparecer bajo los dedos de Jesús como un agua maligna que la tierra absorbiese y redujera, y a continuación que la mujer se levante y diga, ciertamente fuera de toda lógica, Quien es amigo de mi yerno, es mi amigo, y regresó a las labores de la casa como si nada. {ésta fue la primera señal, doméstica, de interior, pero la segunda fue más reveladora, porque supuso un desafío frontal de Jesús a la ley escrita y observada, acaso justificable, teniendo en cuenta los comportamientos humanos normales, pues Jesús vive con María de Magdala sin estar casado con ella, prostituta que había sido, para colmo, por eso no debe extrañarnos que viendo cómo una mujer adúltera es apedreada, conforme a la ley de Moisés, y de eso debiendo morir, apareciera Jesús interponiéndose y preguntando, Alto ahí, quien de vosotros esté sin pecado, tire la primera piedra, como si dijera, Hasta yo, si no viviese como vivo, en concubinato, si estuviese limpio de la lacra de los actos y pensamientos sucios, estaría con vosotros en la ejecución de esa justicia.
Arriesgó mucho nuestro Jesús porque podía haber ocurrido que uno o más de los apedreadores, por tener el corazón endurecido y estar empedernidos en las prácticas del pecado en general, dieran oídos de mercader a la amonestación y prosiguieran el apedreamiento, sin miedo, ellos, a la ley que estaban aplicando, destinada sólo a mujeres. Lo que Jesús no parece haber pensado, quizá por falta de experiencia, es que si nosotros nos quedamos esperando que aparezcan en el mundo esos juzgadores sin pecado, únicos, en su opinión, que tendrán derecho moral a condenar y punir, mucho me temo que crezca desmesuradamente el crimen en ese ínterin y prospere el pecado, yendo por ahí sueltas las adúlteras, ahora con éste, luego con aquél, y quien dice adúlteras, dirá el resto, incluyendo los mil nefandos vicios que determinaron que el Señor enviase una lluvia de fuego y azufre sobre las ciudades de Sodoma y Gomorra, dejándolas reducidas a cenizas. Pero el mal, que nació con el mundo, y de él aprendió cuanto sabe, hermanos muy amados, el mal es como la famosa y nunca vista ave fénix, que, aunque parezca que muere en la hoguera, de un huevo que sus propias cenizas criaron vuelve a renacer. El bien es frágil, delicado, basta que el mal le lance al rostro el vaho cálido de un simple pecado para que se enturbie para siempre su pureza, para que se rompa el tallo del lirio y se marchite la flor del naranjo. Jesús le dijo a la adúltera, Márchate y no vuelvas a pecar en adelante, pero en lo íntimo iba lleno de dudas.
Otro caso notable ocurrió al lado del mar, adonde Jesús creyó oportuno ir alguna vez que otra, para que no anduvieran diciendo que sus cariños y atenciones eran todos para los de la margen occidental. Llamó pues a Tiago y a Juan y les dijo, Vamos a la Otra Banda, donde viven los gandarenos, a ver si se nos presenta alguna aventura, a la vuelta arreglaremos lo de la pesca y nunca será viaje perdido. Convinieron los hijos de Zebedeo en la oportunidad de la idea y, apuntando el rumbo de la barca, empezaron a remar, esperando que un poco más allá una brisa los llevase a su destino con menor esfuerzo. Así ocurrió, pero empezaron con un susto porque de un momento a otro pareció que se les iba a armar una tempestad capaz de compararse con la de unos años antes, pero Jesús les dijo a las aguas y a los aires, Bueno, bueno, como si hablase con un niño travieso, y el mar se calmó y el viento volvió a soplar en la cuenta justa y en la dirección deseable.
Desembarcaron los tres, Jesús iba delante, detrás Tiago y Juan, nunca habían venido antes a estos parajes y todo les parecía cosa de sorpresa y novedad, pero la mayor, de oprimir el corazón, fue que les saltó de repente un hombre en medio del camino, si el nombre de hombre podía darse a una figura cubierta de inmundicias, de terrible barba y terrible cabellera, oliendo a la putrefacción de las tumbas donde, como supieron luego, solía esconderse cuando conseguía romper cadenas y grilletes con que, por estar poseso, lo querían sujetar en la cárcel. Si fuese sólo un loco, aunque sabemos que a estos se les duplican las fuerzas cuando están furiosos, bastaría, para mantenerlo tranquilo, echarle encima otros tantos grilletes y cadenas. En vano lo habían hecho una vez, sin resultado lo repitieron muchas, porque el espíritu inmundo que vivía dentro del hombre y lo gobernaba se reía de todas las prisiones. De día y de noche, el endemoniado andaba a saltos por los montes, huyendo de sí mismo y de su sombra, pero siempre volvía para esconderse entre las tumbas, y muchas veces dentro de ellas, de donde tenían que sacarlo a la fuerza, dejando horrorizados a cuantos lo veían. Así lo encontró Jesús, los guardas que lo seguían para capturarlo hacían aspavientos con los brazos a Jesús para que se pusiera a salvo del peligro, pero Jesús buscaba una aventura y no la iba a perder por nada. Pese al miedo ante aquella aparición, Juan y Tiago no abandonaron a su amigo, por eso fueron ellos los primeros testigos de las palabras que nunca nadie pensó que alguna vez pudieran ser dichas y oídas, porque iban contra el Señor y contra sus leyes, como luego se verá.
Venía la bestia-fiera tendiendo las garras y mostrando los colmillos, de los que pendían restos de carnes putrefactas, y el cabello de Jesús se erizaba de terror, cuando a dos pasos de él, se tira el endemoniado al suelo y clama en voz alta, Qué quieres de mí, oh Jesús, hijo de Dios Altísimo, por Dios te pido que no me atormentes.
Pues bien, ésta fue la primera vez que en público, no en sueños privados, de los que la prudencia y el escepticismo aconsejan siempre dudar, fue la primera vez, decimos, que una voz se levantó, voz diabólica que era, para anunciar que este Jesús de Nazaret era hijo de Dios, lo que él mismo hasta entonces desconocía, pues durante la conversación que sostuvo con Dios en el desierto, no se había abordado la cuestión de la paternidad. Te necesitaré más tarde, fue todo lo que le dijo el Señor, y ni siquiera era posible buscarle el parecido, teniendo en cuenta que el padre se había mostrado ante él con figura de nube y de columna de humo. El poseso se revolcaba a sus pies, la voz dentro de él había pronunciado lo impronunciado hasta ahora y se calló, en ese instante, Jesús, como quien acabara de reconocerse en otro, se sintió también él como el poseído, poseído por unos poderes que lo llevarían no sabíA adónde o a qué, pero, sin duda, al fin de todo, a la tumba y a las tumbas. Le preguntó al espíritu, Cómo te llamas, y el espíritu respondió, Legión, porque somos muchos. Dijo Jesús, imperiosamente, Sal de este hombre, espíritu inmundo.
Apenas lo hubo dicho, se irguió el coro de voces diabólicas, unas finas y agudas, otras gruesas y roncas, unas suaves como de mujer, otras que parecían sierra serrando piedra, una en tono de sarcasmo provocador, otras con humildades falsas de mendigo, unas soberbias, otras quejumbrosas, unas como de niño que está aprendiendo a hablar, otras que eran sólo un grito de fantasma y gemido de dolor, pero todas suplicaban a Jesús que los dejase quedarse allí, que este sitio ya lo conocían, que bastará con que les diera orden y saldrían del cuerpo del hombre, pero que, por favor, no los expulsase del país. Preguntó Jesús, Y para dónde queréis ir. Ahora bien, próxima al monte, pastaba una piara enorme, y los espíritus impuros le pidieron a Jesús, Mándanos entrar en los puercos y entraremos en ellos. Jesús lo pensó y le pareció que era una buena solución, considerando que aquellos animales debían ser hacienda de gentiles, dado que la carne de cerdo es impura para los judíos. La idea de que comiendo sus cerdos, podrían los gentiles ingerir también a los demonios que encerraban y quedar posesos, no se le ocurrió a Jesús, como tampoco se le ocurrió lo que después desgraciadamente aconteció, pero la verdad es que ni un hijo de Dios, con poco hábito aún de tan alto parentesco, podría prever, como en un lance de ajedrez, todas las consecuencias de una simple jugada, de una simple decisión. Los espíritus impuros, excitadísimos, esperaban la respuesta de Jesús, hacían apuestas, y cuando llegó la decisión, Sí, podéis pasar a los puercos, dieron al unísono un grito descarado de alegría y, violentamente, entraron en los animales. Sea por lo inesperado del choque, sea porque los puercos no estaban habituados a andar con demonios dentro, el resultado fue que enloquecieron todos de repente y se lanzaron por un precipicio, los dos mil que eran, yendo a caer al mar, donde murieron ahogados todos.