– No puede ser, lo impide el pacto que hay entre los dioses, ese sí, inamovible, de nunca interferir directamente en los conflictos, me imaginas acaso en una plaza pública, rodeado de gentiles y paganos, intentando convencerlos de que el dios de ellos es un fraude y que el verdadero Dios soy yo, esas no son cosas que un dios le haga a otro, aparte de que a ningún dios le gusta que le hagan en su casa aquello que sería incorrecto que él hiciese en casa de los otros, Entonces os servís de los hombres, Sí, hijo mío, sí, el hombre es, podríamos decir, palo para cualquier cuchara, desde que nace hasta que muere está siempre dispuesto a obedecer, lo mandan para allá y él va, le dicen que se pare y se para, le ordenan que vuelva atrás y él retrocede, el hombre, tanto en la paz como en la guerra, hablando en términos generales, es lo mejor que le ha podido ocurrir a los dioses, Y el palo de que yo fui hecho, siendo hombre, para qué cuchara servirá, siendo tu hijo, Serás la cuchara que yo meteré en la humanidad para sacarla llena de hombres que creerán en el dios nuevo en el que me convertiré, Llena de hombres para que los devores, No es necesario que yo devore a quien a sí mismo se devorará.
Jesús hundió los remos en el agua, dijo, Adiós, me voy a casa, volveréis por el camino por el que vinisteis, tú a nado, y tú que sin más ni más reapareciste, desaparece también sin más ni más.
Ni Dios ni el Diablo se movieron de donde estaban, y Jesús añadió, irónico, Ah, preferís ir en barca, pues mejor, sí señores, os llevaré hasta la orilla, para que todos puedan, al fin, ver a Dios y al Diablo en sus figuras propias, y que vean lo bien que se entienden y lo parecidos que son.
Jesús dio media vuelta a la barca, en dirección ahora a la orilla de donde había partido, y con golpes de remo fuertes y acompasados, entró en la niebla, tan espesa que en el mismo instante dejó de verse a Dios, y del Diablo ni señal.
Se sintió vivo y alegre, con un vigor fuera de lo común, desde donde estaba no podía ver la proa del barco, pero la sentía levantarse a cada impulso de los remos como la cabeza del caballo en la carrera, que en cada momento parece desligarse del pesado cuerpo, pero tiene que resignarse a tirar de él hasta el fin. Jesús remó, remó, la orilla debía de estar ya próxima, cuál va a ser, se pregunta, la actitud de las gentes cuando les diga, El de las barbas es Dios, el otro es el diablo. Jesús echó una mirada hacia atrás, donde estaba la costa, distiguió una claridad diferente y anunció, Ya estamos, y remó más. En cualquier momento esperaba oír el blando deslizarse del fondo de la barca sobre el lodo espeso de la margen, el roce alegre de las pequeñas piedras sueltas, pero la proa de la barca, que él no veía, apuntaba hacia dentro del lago, y la luz percibida era la del brillante círculo mágico, la de la trampa fulgurante de que Jesús había imaginado escapar. Exhausto, dejó caer la cabeza sobre el pecho, cruzó los brazos sobre las rodillas, puso los puños uno sobre otro, como si esperase que viniera alguien a atárselos, ni siquiera pensó en meter los remos dentro de la barca, tan imperiosa y exclusiva era en él ahora la conciencia de la inutilidad de cualquier gesto que hiciese.
No sería el primero en hablar, no reconocería en voz alta la derrota, no pediría perdón por haber rechazado la voluntad y los decretos de Dios e, indirectamente, atentado contra los intereses del Diablo, natural beneficiario de los efectos segundos, aunque no secundarios, del uso de la voluntad y de la realización efectiva de los proyectos del Señor. El silencio, después de la tentativa frustrada, fue breve, Dios, allá en su banco, tras haberse compuesto el vuelo de la túnica y el manto con la falsa solemnidad ritual del juez que va a emitir una sentencia, dijo, Volvamos a empezar, volvamos a empezar a partir del momento en que te dije que estás en mi poder, porque todo lo que no sea una aceptación tuya, humilde y pacífica, de esta verdad, es tiempo que no deberías perder ni obligarme a perder a mí, Volvamos a empezar, dijo Jesús, pero toma nota de que me niego a hacer milagros y, sin milagros tu proyecto no es nada, un aguacero caído del cielo que no alcanza para matar ninguna sed verdadera, Tendrás razón si estuviese en tu mano el poder de hacer o no hacer milagros, Y no es así, Qué idea, los milagros, tanto los pequeños como los grandes, soy yo quien los hace siempre, en tu presencia, claro, para que recibas los beneficios que me convienen, en el fondo eres un supersticioso, crees que basta con que esté el milagrero a la cabecera de un enfermo para que el milagro acontezca, pero queriéndolo yo, un hombre que estuviera muriéndose sin tener a nadie a su lado, solo en la mayor soledad, sin médico, ni enfermera, ni pariente querido al alcance de su mano o de su voz, queriéndolo yo, repito, ese hombre se salvaría y seguiría viviendo, como si nada le hubiera ocurrido, Por qué no lo haces entonces, Porque él imaginaría que la curación le había venido por gracia de sus méritos personales y se pondría a decir cosas como ésta Una persona como yo no podía morir, ahora bien, ya hay demasiada presunción en el mundo que he creado para que ahora permita que a tanto puedan llegar los desconciertos de opinión, Es decir, todos los milagros son tuyos, Los que hiciste y los que harás, e incluso admitiendo, aunque esto es una mera hipótesis útil para clarificar la cuestión que aquí nos ha traído, admitiendo que llevaras adelante esa obstinación contra mi voluntad, si fueses por el mundo, es un ejemplo, clamando que no eres hijo de Dios, lo que yo haría sería suscitar a tu paso tantos y tan grandes milagros que no tendrías más remedio que rendirte a quien te los estuviera agradeciendo y, en consecuencia, a mí, Entonces, no tengo salida, Ninguna, y no hagas como el cordero rebelde que no quiere ir al sacrificio, y se agita, gime hasta romper el corazón, pero su destino está escrito, el sacrificador lo espera ya con el cuchillo, Yo soy ese cordero, Lo que tú eres, hijo mío, es el cordero de Dios, aquel a quien el propio Dios lleva hasta su altar, que es lo que estamos preparando aquí.