Dijo Jesús, Mira, Tomás, tu pájaro se ha ido, y Tomás respondió, No Señor, está aquí arrodillado a tus pies, soy yo.
De la multitud se adelantaron algunos hombres, detrás aunque no demasiado cerca, algunas mujeres. Se aproximaron y dijeron cómo se llamaban, Yo soy Felipe, y Jesús vio en él las piedras y la cruz, Yo soy Bartolomé, y Jesús vio en él un cuerpo desollado, Yo soy Mateo, y Jesús lo vio muerto entre gentes bárbaras, Yo soy Simón, y Jesús vio en él la sierra que lo cortaba, Yo soy Tiago, hijo de Alfeo, y Jesús vio que lo lapidaban, Yo soy Judas Tadeo, y Jesús vio la maza que se alzaba sobre su cabeza, Yo soy Judas de Iscariote, y Jesús tuvo pena de él porque lo vio ahorcándose con sus propias manos de una higuera.
Entonces llamó Jesús a los otros y les dijo, Ahora estamos todos, ha llegado la hora. Y a Simón, hermano de Andrés, Como tenemos otro Simón con nosotros, tú, Simón, de hoy en adelante te llamarás Pedro. Dieron la espalda al mar y se pusieron en camino, tras ellos iban las mujeres, de la mayor parte no llegamos a saber los nombres, verdaderamente, da lo mismo, casi todas son Marías, incluso las que no lo sean responderían por ese nombre, que decimos mujer, decimos María y ellas vuelven la mirada y vienen a servirnos.
Jesús y los suyos iban por los caminos y los poblados, y Dios hablaba por boca de Jesús, y he aquí lo que decía, Se ha completado el tiempo y está cerca el reino de Dios, arrepentíos y creed en la buena nueva. Al oír esto, el vulgo de las aldeas pensaba que entre completarse el tiempo y acabarse el tiempo no podía haber diferencia, y que en consecuencia estaba próximo el fin del mundo, que es donde el tiempo se mide y gasta.
Todos daban muchas gracias a Dios por la misericordia de haber enviado por delante, dando aviso formal de la inminencia del suceso, a uno que se decía su Hijo, cosa que bien podía ser verdad, porque obraba milagros por dondequiera que pasaba, la única condición, si así se le puede llamar, pero esa imprescindible, era la convicta fe de quien se los pidiera, como fue el caso de aquel leproso que le suplicó, Si quieres, puedes limpiar mi cuerpo, y Jesús, con mucha compasión de aquel mísero llagado, lo tocó y ordenó, Lo quiero, queda limpio, y estas palabras aún no habían sido dichas y en aquel mismo instante la carne podrida se volvió sana, lo que en ella faltaba quedó reconstituido y donde antes había un gafo horrendo y sucio, de quienes todos huían, se veía ahora un hombre lavado y perfecto, muy capaz para todo. Otro caso, igualmente digno de nota, fue el de aquel paralítico a quien, por ser multitud la gente a la entrada de la puerta, tuvieron que hacer subir y luego bajar, en su camastro, por un agujero del tejado de la caa donde Jesús estaba, que sería la de Simón, llamado Pedro, y como fe tan grande era merecedora de premio, dijo Jesús, Hijo mío, tus pecados te son perdonados, pero ocurrió que había allí unos escribas malintencionados, de esos que en todo ven motivo de recriminación y llevan la ley en la punta de la lengua, y cuando oyeron lo que Jesús decía, alzaron su voz en protesta, Por qué hablas así, estás blasfemando, sólo Dios puede perdonar los pecados, y respondió Jesús con una pregunta, Qué es más fácil, decirle al paralítico Tus pecados te son perdonados, o decirle Levántate, toma tu camastro y anda, y sin esperar a que los otros le respondiesen, concluyó, Pues bien, para que sepáis que tengo el poder en la tierra de perdonar los pecados, te ordeno, y esto se lo decía al paralítico, que te levantes, que cojas tu catre y te vayas a tu casa, dichas estas palabras se asistió al inmediato ponerse en pie del beneficiado, recuperado además de todas sus fuerzas, pese a la inacción causada por la parálisis, pues tomó el camastro, se lo echó a la espalda y se fue dando mil gracias a Dios.
Está visto que la gente no anda toda por ahí pidiendo milagros, cada uno, con el tiempo, se habitúa a sus pequeñas o medianas carencias y con ellas va viviendo sin que se le pase por la cabeza importunaar a los altos poderes, pero los pecados son otra cosa, los pecados atormentan por debajo de lo que se ve, no son pierna coja ni brazo tullido, no son lepra de fuera, sino lepra de dentro. Por eso tuvo Dios mucha razón cuando a Jesús le dijo que todo hombre tiene al menos un pecado de que arrepentirse, lo más corriente y normal es que tenga muchísimos. Ahora bien, estando este mundo a punto de acabarse y viniendo ahí el reino de Dios, además de que queremos entrar en él con el cuerpo rehecho a costa de milagros, lo que importa es que nos encaminemos a él con un alma, la nuestra, purificada por el arrepentimiento y curada por el perdón. Por otra parte, si el paralítico de Cafarnaún pasó una parte de su vida hecho un garabato, era porque había pecado, pues sabido es que toda dolencia es consecuencia del pecado, por eso, conclusión lógica sobre todas, la vera condición de una buena salud, aparte de serlo de la inmortalidad del espíritu, y no sabemos si también del cuerpo, sólo podrá ser una integrísima pureza, una absoluta ausencia de pecado, por pasiva y eficaz ignorancia o por activo repudio, tanto en obras como en pensamientos. No se crea, sin embargo, que nuestro Jesús anduvo por aquellas tierras del Señor malbaratando el poder de curar y la autoridad de perdonar que el mismo Señor le otorgó. No es que no lo hubiera deseado, claro está, pues su buen corazón lo inclinaba a tornar en universal panacea lo que, como mandato de Dios, estaba obligado a hacer, es decir, anunciar a todos el fin de los tiempos y reclamar de cada uno arrepentimiento, y para que no perdieran los pecadores demasiado tiempo en cogitaciones que retrasaban la difícil decisión de decir, Yo he pecado, el Señor ponía en boca de Jesús ciertas prometedoras y terribles palabras, como eran éstas, en verdad os digo que algunos de los que aquí están presentes no experimentarán la muerte sin haber visto llegar el reino de Dios con todo su poder, imaginen los efectos arrasadores que tal anuncio causaba en las conciencias de la gente, de todas partes acudían multitudes ansiosas que seguían a Jesús como si él, directamente, las tuviera que conducir al paraíso nuevo que el Señor instauraría en la tierra y que se distinguiría del primero porque ahora serían muchos los que de él gozarían, habiendo redimido, por oración, penitencia y arrepentimiento, el pecado de Adán, también llamado original. Y como, en su mayor parte, esta confiada gente procedía de bajos estratos sociales, artesanos y cavadores de azadón, pescadores y mujerucas, se atrevió Jesús, un día en que Dios lo dejó más libre, a improvisar un discurso que arrebató a todos los oyentes, derramándose allí lágrimas de alegría como sólo se concebirían a la vista de una ya no esperada salvación, Bienaventurados, dijo Jesús, bienaventurados vosotros los pobres porque vuestro es el reino de Dios, bienaventurados vosotros los que ahora tenéis hambre, porque seréis saciados, bienaventurados vosotros, los que ahora lloráis, porque reiréis, pero en este momento se dio cuenta Dios de lo que estaba ocurriendo, y como no podía suprimir lo que por Jesús había sido dicho, forzó su lengua para que pronunciara otras palabras distintas, con lo que las lágrimas de felicidad se convirtieron en negras lástimas por un futuro negro, Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os insulten y rechacen vuestro nombre infame, por causa del Hijo del Hombre. Cuando Jesús acabó de decir esto, fue como si el alma se le hubiera caído a los pies, pues en el mismo instante se representó en su espíritu la trágica visión de los tormentos y de las muertes que Dios anunció en el mar.