Por eso, ante la multitud que lo miraba transida de pavor, Jesús cayó de rodillas y, postrado oró en silencio, ninguno de los que se encontraban allí podría imaginar que él estaba pidiendo, a todos, perdón, él que se gloriaba, como Hijo de Dios que era, de poder perdonar a los demás. Aquella noche, en la intimidad de la tienda donde dormía con María de Magdala, Jesús dijo, Yo soy el pastor que con el mismo cayado lleva al sacrificio a los inocentes y a los culpables, a los salvos y a los perdidos, a los nacidos y a los por nacer, quién me librará de este remordimiento, a mí que me veo hoy como se vio mi padre en aquel tiempo, pero él responde de veinte vidas, y yo por veinte millones. María de Magdala lloró con Jesús y le dijo, Tú no lo has querido, Peor aún, respondió él, y ella, como si desde el principio conociese, por entero, lo que poco a poco hemos venido viendo y oyendo nosotros, Dios es quien traza los caminos y manda a los que por ellos han de ir, a ti te eligió para que abrieses, en su servicio, un camino entre los caminos, pero tú no andarás por él y no construirás un templo, otros lo construirán sobre tu sangre y tus entrañas, sería mejor que aceptases con resignación el destino que Dios ha ordenado y escrito para ti, pues todos tus gestos están previstos, las palabras que has de decir te esperan en lugares a los que tendrás que ir, ahí estarán los cojos a quienes darás piernas, los ciegos a quienes darás vista, los sordos a quienes darás oídos, los mudos a quienes darás voz, los muertos a quienes podrías dar vida, No tengo poder contra la muerte, Nunca lo has intentado, Sí, lo intenté, y la higuera no resucitó, El tiempo, ahora, es otro, tú estás obligado a querer lo que Dios quiere, pero Dios no puede negarte lo que tú quieras, Que me libere de esta carga, no quiero más, Quieres lo imposible, mi Jesús, la única cosa que Dios realmente no puede es no quererse a sí mismo, Cómo lo sabes tú, Las mujeres tenemos otros modos de pensar, quizá porque nuestro cuerpo es diferente, debe de ser por eso, sí, debe de ser por eso.
Un día, como la tierra siempre es demasiado grande para el esfuerzo de un hombre, aunque se trate sólo de una pequeñísima parcela, como es, en este caso, Palestina, decidió Jesús mandar a sus amigos, a pares, a anunciar por ciudades, villas y aldeas la próxima llegada del reino de Dios, enseñando y predicando por todas partes como él hacía. Hallándose solo con María de Magdala, pues las otras mujeres acompañaban a los hombres, conforme a los gustos y preferencias de ellos y de ellas, decidieron ir a Betania, que está cerca de Jerusalén, y así, si decirlo no falta al respeto, mataban dos pájaros de un tiro, visitando a la familia de María, que ya era hora de que se reconciliasen los hermanos y se conocieran los cuñados, y yendo después el grupo, reunido otra vez, a Jerusalén, pues Jesús había citado a todos sus amigos en Betania al cabo de tres meses. De lo que hicieron los doce en tierras de Israel no hay mucho que decir, en primer lugar porque, salvo algunos pormenores de vida y circunstancias de muerte, no es la historia de ellos la que fuimos llamados a contar, y en segundo lugar, porque no les era concedido más que el poder de repetir, aunque según el modo de cada uno, las lecciones y las obras del maestro, lo que quiere decir que enseñaban como él, pero curaban como podían. Fue una pena que Jesús les hubiese ordenado taxativamente que no siguieran por el camino de los gentiles ni entrasen en ciudad de samaritanos, porque con esa manifestación de sorprendente intolerancia que no era de esperar en persona tan bien formada, se perdió la oportunidad de abreviar futuros trabajos, pues teniendo Dios el propósito, con bastante claridad expresado, de ampliar sus territorios e influencia, más tarde o más temprano tendría que llegarles el turno, no sólo a los samaritanos, sino sobre todo a los gentiles, bien a los de aquí, bien a los de otras partes. Les dijo Jesús que curasen enfermos, resucitasen muertos, limpiasen leprosos, expulsasen demonios, pero, en verdad, fuera de alusiones vagas y muy generales, no se observa que haya quedado registro ni memoria de tales acciones, si es que algo hicieron, lo que sirve, en definitiva, para mostrar que Dios no se fía de cualquiera, por muy buenas que sean las recomendaciones.
Cuando vuelvan a encontrarse con Jesús, algo, sin duda, tendrán los doce que contarle acerca de los resultados de aquella predicación de arrepentimientos en que anduvieron, pero muy poco podrán contar en lo que a curas se refiere, salvo la expulsión de unos cuantos demonios subalternos, de esos que no necesitan exorcismos particularmente imperiosos para saltar de una persona a otra. Lo que sí dirán es que algunas veces fueron expulsados o mal recibidos en caminos que no eran de gentiles y ciudades que no eran de samaritanos, sin más consuelo que sacudirse a la salida el polvo de los pies, como si la culpa fuera del polvo que todos pisan y que de nadie se queja. Pero Jesús les había prevenido que eso era lo que debían hacer en tales casos, como testimonio contra quien no quisiera oírles, deplorable, resignada respuesta, es verdad, pues de lo que se trataba era de la propia palabra de Dios de este modo rechazada, ya que el mismo Jesús fue muy explícito, No os preocupéis de lo que vais a decir, llegado el momento os será inspirado.
Aunque quizá las cosas no puedan ser exactamente así, tal vez en éste como en otros casos, la solidez de la doctrina, que está encima, depende del factor personal, que está debajo, la lección, si no es temerario adelantarlo, parece buena, aprovechémosla.
Ocurrió que estaba el tiempo como de rosas acabadas de cortar, fresco y perfumado como ellas, y los caminos limpios y amenos como si por allí anduvieran ángeles salpicándolos de rocío para barrerlos después con escobas de laurel y arrayán. Jesús y María de Magdala viajaron de incógnito, no pernoctaron nunca en los caravasares, evitaron unirse a las caravanas, donde era mayor el riesgo de encontrar quien lo reconociese. No es que Jesús estuviea descuidando sus obligaciones, que no se lo consentiría la minuciosa vigilancia de Dios, más bien parecía que el mismo Dios decidió concederle unas vacaciones, pues al camino no bajaban leprosos implorando curas ni posesos rechazándolas y las aldeas por las que pasaban se complacían bucólicamente en la paz del Señor, como si, por virtud suya y propia, se hubieran adelantado en la vía de los arrepentimientos. Dormían donde les caía la noche, sin más preocupaciones de bienestar que el regazo del otro, teniendo alguna vez por único techo el firmamento, el inmenso ojo negro de Dios cribado de luces que son el reflejo dejado por las miradas de los hombres que contemplaron el cielo, generación tras generación, interrogando al silencio y escuchando la única respuesta que el silencio da. Más tarde, cuando se quede sola en el mundo, María de Magdala querrá recordar estos días y estas noches, y cada vez que recuerde se verá obligada a luchar para defender la memoria de los asaltos del dolor y de la amargura, como si estuviera protegiendo una isla de amores de las embestidas de un mar tormentoso y de sus monstruos.