A la mañana siguiente, la noticia corrió velocísima, toda Betania fue un loar y dar gracias al Señor, e incluso los que, pocos, empezaron a dudar del caso, creyendo que la aldea era demasiado pequeña para que en ella pudieran ocurrir grandes cosas, esos no tuvieron más remedio que rendirse, a la vista del milagro que benefició a Lázaro, de quien no podrá decirse que de ahora en adelante venderá salud, porque era de corazón tan generoso que la daría, si pudiese. Ya a la puerta de la casa se juntaban curiosos que querían ver, con sus propios y en consecuencia no mentirosos ojos, al autor del hecho celebrado y, pudiendo ser, para final y definitiva certeza, ponerle la mano encima. También, unos por su pie, otros traídos en angarillas o a las espaldas de parientes, vinieron los enfermos a la cura, hasta el punto de que era imposible dar un paso en la estrecha callejuela donde vivían Lázaro y las hermanas. Sabedor que fue del caso, mandó Jesús avisar que hablaría a todos en la plaza mayor de la aldea, que fueran andando, que ya iba él. Ora bien, quien tiene un pájaro en la mano no será tan loco que lo suelte, antes le hará con los dedos jaula más segura. Por causa de esta prudencia o desconfianza, nadie se alejó de allí, y Jesús tuvo que mostrarse y salir como uno más, igual que nosotros apareciendo en el vano de una puerta, sin música ni resplandor, sin que temblara la tierra o los cielos se moviesen de un lado a otro, Aquí estoy, dijo, intentando hablar en tono natural, pero, suponiendo que lo consiguiera, eran de aquellas palabras, por sí solas, salidas de quien salían, capaces de poner de rodillas en el suelo a la aldea entera, clamando piedad, Sálvanos, gritaban estos, Cúrame, imploraban aquéllos.
Jesús curó a uno que por ser mudo nada podía pedir, y a los otros los mandó a sus casas porque no tenían fe bastante, y que volvieran otro día, aunque primero debían arrepentirse de sus pecados, pues el reino de Dios estaba cerca y el tiempo a punto de completarse, doctrina ya conocida. Eres tú el hijo de Dios, le preguntaron, y Jesús respondió del modo enigmático que solía, Si no lo fuera, antes Dios te volvería mudo que consentir que me lo preguntases.
Con estos señalados actos se inició la estancia de Jesús en Betania, mientras llegaba el día del encuentro acordado con los discípulos que por distantes parajes andaban.
Claro es que no tardó en llegar gente de las ciudades y aldeas de alrededor, conocida que fue la noticia de que el hombre que hacía milagros en el norte estaba ahora en Betania. No necesitaba Jesús salir de casa de Lázaro porque todos acudían a ella como lugar de peregrinación, pero Jesús no los recibía, les mandaba que se reuniesen en un monte fuera de la aldea y allí iba él a predicarles el arrepentimiento y hacer algunas curas. Tanto se habló y dijo que las voces llegaron a Jerusalén, haciendo que se engrosaran las multitudes y Jesús se interrogase sobre si debía seguir allí, con riesgo de motines que siempre nacen de ajuntamientos excesivos. De Jerusalén llegó, primero, al rumor de una esperanza de salvación y cura, el pueblo menudo, pero pronto empezaron a llegar también gentes de clases que están por encima, e incluso unos cuantos fariseos y escribas que se negaban a creer que alguien, en su juicio, tuviera el atrevimiento, por así decir suicida, de llamarse con todas las letras Hijo de Dios.
Regresaban a Jerusalén irritados y perplejos porque Jesús nunca respondía afirmativamente cuando le preguntaban, y todo su hablar, por lo que toca a filiaciones, era denominarse a sí mismo Hijo del Hombre, y si, hablando de Dios, le acontecía decir Padre, se entendía que lo era de todos y no sólo suyo. Quedaba entonces, como cuestión difícilmente polémica, el poder curativo de que daba sucesivas pruebas, ejercido sin artificiosos pases de magia, del modo más simple, con una o dos palabras, Camina, Levántate, Habla, Ve, Sé limpio, un sutil toque con la mano, nada más que el roce suave de la punta de los dedos, y de inmediato la piel de los leprosos brillaba como el rocío al darle la primera luz del sol, los mudos y los tartamudos se embriagaban en el flujo torrencial de la palabra liberada, los paralíticos saltaban de las angarillas y danzaban hasta que se quedaban sin fuerzas, los ciegos no creían lo que sus ojos podían ver, los cojos corrían y corrían y después, de pura alegría, se fingían cojos para poder correr otra vez, Arrepentíos, les decía Jesús, arrepentíos, y no les pedía otra cosa. Pero los sacerdotes superiores del Templo, sabedores más que nadie de las confusiones y otras perturbaciones históricas a que habían dado impulso, en su tiempo, profetas y anunciadores de varia índole, decidieron, tras pesar y medir todas las palabras oídas a Jesús, que en este tiempo no se verían convulsiones religiosas, sociales y políticas como las del pasado, y que de hoy en adelante prestarían atención a todo lo que el galileo fuese diciendo o haciendo, para que, en caso de necesidad, y todo indica que hasta este punto llegaremos, sea cortado y arrancado de raíz el mal que se anuncia, porque, decía el sumo sacerdote, A mí no me engaña ese, el hijo del Hombre es el Hijo de Dios. Jesús no fue a sembrar grano en Jerusalén, pero en Betania forjaba y daba filo a la hoz con la que lo habrán de segar.