Hacia esta hipótesis se inclinó Judas de Iscariote cuando, desanimados, se fueron quedando atrás, mientras Tomás, escéptico por decidida y renitente inclinación de espíritu, opinaba que se trataba de una simple repetición y, para colmo, impaciente, añadió.
De lo ocurrido sólo María de Magdala tuvo conocimiento aquella noche, nadie más, No se habló mucho, dijo Jesús, apenas habíamos acabado de saludarnos, él quiso saber si yo era aquel que ha de venir, o si debíamos esperar a otro, Y tú, qué le respondiste, Le dije que los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, y la buena nueva es anunciada a los pobres, Y él, No es necesario que el Mesías haga tanto, si hace lo que debe, Fue eso lo que él dijo, Sí, esas fueron sus palabras exactas, Y qué debe hacer el Mesías, eso fue lo que le pregunté, Y él, Me respondió que tendría que descubrirlo por mí mismo, Y luego, Nada más, me llevó al río, me bautizó y se fue, Qué palabras dijo para bautizarte, Bautizado estás con agua, que ella alimente tu fuego.
Después de esta conversación con María de Magdala, Jesús no habló más durante una semana.
Salió de casa de Lázaro y se fue a vivir fuera de Betania, donde los discípulos estaban, pero se recogió en una tienda apartada de las otras, pasaba todo el día dentro, solo, pues ni siquiera María de Magdala podía entrar, y salía por la noche para ir a los montes desiertos. Lo siguieron algunas veces los discípulos, a escondidas, dándose a sí mismos la disculpa de protegerlo de un ataque de las bestias salvajes, de las que en verdad no había noticia, y lo que vieron fue que él buscaba un claro despejado y allí se sentaba, mirando, no al cielo, sino adelante, como si de la sombra inquietante de los valles, o asomando en la arista de una colina, esperase ver surgir a alguien. Era tiempo de luna, quien viniera podría ser visto de lejos, pero nunca apareció nadie.
Cuando la madrugada pisaba el primer umbral de la luz, Jesús se retiraba y volvía al campamento. Comía sólo una pequeña parte del alimento que Juan y Judas de Iscariote, ahora uno, ahora otro, le llevaban, pero no respondía a sus saludos, una vez incluso aconteció que despidió rudamente a Pedro, que quería saber cómo estaba y recibir órdenes. No había errado del todo Pedro en el paso que dio, pero lo dio demasiado pronto, fue lo que fue, porque al cabo de los ocho días salió Jesús de la tienda en pleno día, se unió a los discípulos, comió con ellos y, habiendo terminado, dijo, Mañana subiremos a Jerusalén, al Templo, allí haréis lo que yo haga, que es tiempo de que el Hijo de Dios sepa para qué sirve la casa del Padre y de que el Mesías empiece a hacer lo que debe. Le preguntaron los discípulos qué cosas eran esas de las que hablaba, pero Jesús sólo les dijo, No tendréis que vivir mucho para saberlo. Ahora bien, los discípulos no estaban habituados a que les hablara en este tono ni a verlo con aquella expresión de dureza en la cara, que ni parecía el mismo Jesús que conocían, dulce y sosegado, a quien Dios llevaba por donde quería y apenas sabía quejarse. No podía haber duda de que la mudanza tenía su origen en las razones,por ahora desconocidas, que lo llevaron a separarse de la comunidad de los amigos y andar, como si estuviese poseso de los demonios de la noche, por aquellos cabezos y barrancos en busca de una palabra, que siempre es lo que se busca.
Por eso consideró Pedro, como el de más edad de cuantos allí estaban, que no era justo que sin más explicaciones hubiera Jesús ordenado, Mañana subiremos a Jerusalén, al Templo, como si ellos fueran sólo unos mandados, buenos para llevar y traer de un lado a otro, pero no para conocer los motivos de ir y de volver.
Y entonces dijo, Siempre reconoceremos tu poder y tu autoridad y con ellos nos conformamos, tanto por lo que dices como por lo que has hecho, tanto porque eres hijo de Dios como por el hombre que también eres, pero no está bien que nos trates como si fuésemos chiquillos sin tino o viejos caducos, sin comunicarnos tu pensamuiento, salvo que deberemos hacer lo que tú hagas, sin que el juicio que tenemos sea llamado a juzgar qué pretendes de nosotros, Perdonadme todos, dijo Jesús, pero ni yo mismo sé lo que me lleva a Jerusalén, sólo me ha sido dicho que debo ir, nada más, pero vosotros no estáis obligados a acompañarme, quién te dijo que tienes que ir a Jerusalén, Alguien que entró en mi cabeza para decidir lo que tendré que hacer y no hacer, Has cambiado mucho desde tu encuentro con Juan, He comprendido que no basta traer la paz, que es preciso traer también la espada, Si el reino de Dios está cerca, para qué la espada, preguntó Andrés, Dios no me dijo cuál será el camino por el que llegará a vosotros su reino, hemos probado la paz, probemos ahora la espada, Dios hará su elección, pero vuelvo a decirlo, no estáis obligados a acompañarme, Bien sabes que iremos contigo a dondequiera que tú vayas, dijo Juan, y Jesús respondió, No juréis, lo sabréis los que allí hayáis llegado.
A la mañana siguiente, habiendo ido Jesús a casa de Lázaro, no tanto para despedirse como para dar buena señal de que regresaba a la convivencia de todos, le dijo Marta que su hermano estaba en la sinagoga. Entonces Jesús y los suyos tomaron el camino de Jerusalén, y María de Magdala y las otras mujeres los acompañaron hasta las últimas casas de Betania, donde se despidieron gesticulando adioses, a ellas les bastaba con hacerlo, porque los hombres ni una sola vez se volvieron hacia atrás. El cielo está nublado, amenaza lluvia, tal vez sea ese el motivo de que haya poca gente en el camino, los que no tienen especiales urgencias para ir a Jerusalén se quedan en casa, a la espera de lo que los astros decidan. Avanzan, pues, los trece por un camino muchas veces desierto, mientras las nubes gruesas y cenicientas ruedan sobre las alturas de los montes como si, al fin y para siempre, fueran a ajustarse el cielo y la tierra, el molde y lo moldeado, el macho y la hembra, lo cóncavo y lo convexo. No obstante, cuando llegaron a las puertas de la ciudad, vieron en seguida que mayores diferencias en cuanto a variedad y número en la multitud no las había, y que, como de costumbre, sería necesario mucho tiempo y mucha paciencia para abrirse camino y llegar al Templo, Pero no fue así. El aspecto de los trece hombres, casi todos descalzos, con sus grandes cayados, las barbas sueltas, los pesados y oscuros mantos sobre túnicas que parecían haber visto la creación del mundo, hacía que la gente se apartara temerosa, preguntándose unos a otros, Quiénes son éstos, quién es el que va delante, y no sabían responder, hasta que uno que vino de Galilea dijo, Es Jesús de Nazaret, el que se dice hijo de Dios y hace milagros, Y adónde van, se preguntaban, y como la única manera de saberlo era seguirlos, fueron muchos tras ellos, de modo que al llegar a la entrada del Templo, por la parte de fuera, no eran trece, eran mil, pero estos se quedaron por allí, esperando que los otros les satisficieran la curiosidad. Fue Jesús a la parte donde estaban los cambistas y les dijo a los discípulos, Esto es lo que hemos venido a hacer, a continuación empezó a derribar las mesas, empujando y golpeando a los que vendían y compraban, con lo que se formó un tumulto tal que no habría dejado oír las palabras que decía si no se hubiera producido el extraño caso de que su voz natural sonara como una voz de bronce, estentórea, así, De esta casa que debiera ser de oración para todos los pueblos, habéis hecho un cubil de ladrones, y seguía tumbando mesas, esparciendo y tirando las monedas, con gozo enorme de unos cuantos de los mil, que corrieron a beneficiarse de aquel maná. Andaban los discípulos en el mismo trabajo, ya los tenderetes de los vendedores de palomas estaban también por el suelo y las palomas libres revoloteaban sobre el templo, girando enloquecidas alrededor del humo del altar donde no iban a ser quemadas porque había llegado su salvador.
Vinieron los guardias del Templo, armados de garrotes, para castigar y prender o expulsar a los revoltosos, pero, para su desgracia, se encontraron con trece rudos galileos que, cayado en mano, barrían a quien osaba hacerles frente y gritaban, Vengan más, vengan todos, que Dios se basta para todos, y cargaban contra los guardias, destrozaban las bancas de los cambistas, de pronto apareció un hachón encendido, en poco tiempo empezaron a arder los toldos, otra columna de humo se alzaba en el aire, alguien gritó, Llamad a los soldados romanos, pero nadie hizo caso, ocurriera lo que tuviese que ocurrir, los romanos, era de ley, no entraban en el Templo.
Acudieron más guardias, gentes de espada y lanza, a los que vinieron a unirse algún que otro cambista y vendedor de palomas, resueltos a no dejar en manos ajenas la defensa de sus intereses, la suerte de las armas, al poco tiempo, empezó a cambiar, que si esta lucha, como en las cruzadas, la quería Dios, no parecía que el mismo Dios pusiera en ella empeño suficiente para que ganaran los suyos. En esto estábamos, cuando en lo alto de la escalinata apareció el sumo sacerdote, acompañado de sus pares y de los ancianos y escribas que fue posible reunir a toda prisa, y dio una voz que en nada quedó por debajo de aquella de Jesús, dijo él, Dejadlo ir por esta vez, pero si vuelve, entonces lo cortaremos y lo echaremos del templo, como la cizaña que crece entre las mieses y amenaza con ahogar al grano.