Pasados unos días, Jesús se unió con los discípulos, y María de Magdala fue con él, Miraré tu sombra si no quieres que te mire a ti, le dijo, y él respondió, Quiero estar donde mi sombra esté, si es allí donde están tus ojos. Se amaban y decían palabras como éstas, no sólo porque eran bellas o verdaderas, si es posible que sean lo mismo al mismo tiempo, sino porque presentían que el tiempo de las sombras estaba llegando a su hora, y era preciso que empezaran a acostumbrarse, todavía juntos, a la oscuridad de la ausencia definitiva.
Llegó entonces al campamento la noticia de la prisión de Juan el Bautista. No se sabía más que esto, que había sido preso, y también que lo mandó encarcelar el propio Herodes, motivo por el que, no imaginando otras razones, Jesús y su gente pensaron que la causa de lo sucedido sólo podía estar en los incesantes anuncios de la llegada del Mesías, que era la sustancia final de lo que Juan proclamaba en todos los lugares, entre bautismo y bautismo, Otro vendrá que os bautizará por el fuego, entre imprecación e imprecación, Raza de víboras, quién os ha enseñado a huir de la cólera que está por venir. Dijo entonces Jesús a los discípulos que estuvieran preparados para todo tipo de vejámenes y persecuciones, pues era de creer que, corriendo por el país, y desde no poco tiempo, noticia de lo que ellos mismos andaban haciendo y diciendo en el mismo sentido, concluyese Herodes que dos y dos son cuatro y buscase en un hijo de carpintero que decía ser hijo de Dios, y en sus seguidores, la segunda y más poderosa cabeza del dragón que amenazaba con derribarlo del trono. Sin duda, no es mejor una mala noticia que ausencia de noticia, pero se justifica que la reciban con serenidad de alma aquellos que, habiendo esperado y ansiado por un todo, se vieron, en los últimos tiempos, colocados ante la nada. Se preguntaban unos a otros, y todos a Jesús, qué era lo que debían hacer, si mantenerse juntos, y juntos enfrentarse a la maldad de Herodes, o dispersarse por las ciudades, o, incluso, refugiarse en el desierto, manteniéndose de miel silvestre y saltamontes, como hizo Juan antes de salir de allí, para mayor gloria de Dios y, por lo visto, para su propia desgracia. Pero, como no había señal de que estuvieran ya en marcha los soldados de Herodes camino de Betania para matar a estos otros inocentes, pudieron Jesús y los suyos pensar y ponderar con calma las diferentes alternativas, en esto estaban cuando llegaron la segunda y la tercera noticia, que Juan había sido degollado, y que el motivo del encarcelamiento y ejecución nada tenía que ver con anuncios de Mesías o reinos de Dios, sino con el hecho de clamar y vociferar contra el adulterio que el mismo Herodes cometía, casándose con Herodías, su sobrina y cuñada, en vida del marido de ésta.
Que Juan estuviese muerto fue causa de numerosas lágrimas y lamentaciones en todo el campamento, sin que se notara, entre hombres y mujeres, diferencia en las expresiones de pesar, pero que él hubiera sido muerto por el motivo que se decía, era algo que escapaba a la comprensión de cuantos allí estaban, porque otra razón, esa sí suprema, debería de haber prevalecido en la sentencia de Herodes, y, finalmente, era como si ella no tuviera existencia hoy ni debiera tener ninguna importancia mañana, decía encolerizado Judas de Iscariote, a quien, como recordamos sin duda, había bautizado Juan, Qué es esto, preguntaba a toda la compañía, mujeres incluidas, anuncia Juan que viene el Mesías a redimir al pueblo y lo matan por denuncias de concubinato y adulterio, historias de cama de tío y cuñada, como si nosotros no supiéramos que ese fue siempre el vivir corriente y común de la familia, desde el primer Herodes hasta los días que vivimos, Qué es esto, repetía, si fue Dios quien mandó a Juan a anunciar al Mesías, y yo no dudo, por la simple razón de que nada puede ocurrir sin que lo haya querido Dios, si fue Dios, explíquenme entonces los que de él saben más que yo por qué quiere él que sus propios designios sean así rebajados en la tierra, y, por favor, no argumentéis que Dios sabe y nosotros no podemos saber, porque yo os respondería que lo que quiero saber es precisamente lo que Dios sabe.
Pasó un frío de miedo por toda la asamblea, como si la ira del Señor viniera ya en camino para fulminar al osado y a todos los demás que, inmediatamente, no le habían hecho pagar la blasfemia. Con todo, no estando Dios allí presente para dar satisfacción a Judas de Iscariote, el desafío sólo podía ser recogido por Jesús, que era quien más cerca andaba del supremo interpelado. Si fuese otra la religión, y la situación otra, tal vez las cosas se hubieran quedado aquí, con esta sonrisa enigmática de Jesús, en la que, pese a ser tan vaga y fugitiva, fue posible reconocer tres partes, una de sorpresa, otra de benevolencia, otra de curiosidad, lo que, pareciendo mucho, no era nada, por ser la sorpresa instantánea, condescendiente la benevolencia, fatigada la curiosidad. Pero la sonrisa, así como vino, así se fue, y lo que en su lugar quedó fue una palidez mortal, un rostro súbitamente demacrado, como de quien acaba de ver, en figura y en presencia, su propio destino. Con voz lenta, en la que casi no había expresión, Jesús dijo al fin, Que se vayan las mujeres, y María de Magdala fue la primera en levantarse. Después, cuando el silencio, poco a poco, se convirtió en muralla y techo para encerrarlos en la más profunda caverna de la tierra, Jesús dijo, Pregunte Juan a Dios por qué lo hizo morir así, por una causa tan mezquina, a quien tan grandes cosas había venido a anunciar, lo dijo y se calló durante un momento, y como Judas de Iscariote parecía querer hablar, levantó la mano para que esperara, y concluyó, Mi deber, acabo de entenderlo ahora, es deciros lo que sé de lo que Dios sabe, si el mismo Dios no me lo impide. Entre los discípulos creció un rumor de palabras cambiadas con voz alterada, un desasosiego, una excitación inquieta, temían saber lo que saber ansiaban, sólo Judas de Iscariote mantenía la expresión de desafío con que provocó el debate. Dijo Jesús, Sé cuál es mi destino y el vuestro, sé el destino de muchos de los que han de nacer, conozco las razones de Dios y sus designios, y de todo esto debo hablaros porque a todos toca y a todos tocará en el futuro, Por qué, preguntó Pedro, por qué tenemos nosotros que saber lo que te fue transmitido por Dios, mejor sería que callases, Estaría en el poder de Dios hacerme callar ahora mismo, Entonces, callar o no callar tiene la misma importancia para Dios, es la misma nada, y si Dios ha hablado por tu boca, por tu boca seguirá hablando, hasta cuando, como ahora, creas contrariar su voluntad, Tú sabes, Pedro, que seré crucificado, Me lo dijiste, Pero no te dije que tú mismo, y Andrés, y Felipe, lo seréis también, que Bartolomé será desollado, que a Mateo lo matarán los bárbaros, que a Tiago, hijo de Zebedeo, lo degollarán, que el segundo Tiago, hijo de Alfeo, será lapidado, que Tomás morirá alanceado, que a Judas Tadeo le aplastarán la cabeza, que Simón será troceado por una sierra, esto no lo sabías, pero lo sabes ahora y lo sabéis todos. La revelación fue recibida en silencio, ya no había motivo para tener miedo de un futuro que se les daba a conocer, como si, en definitiva, Jesús les hubiese dicho, Moriréis, y ellos le respondieran, a coro, Gran novedad esa, ya lo sabíamos.
Pero Juan y Judas de Iscariote no oyeron que se hablara de ellos, y por eso preguntaron, Y yo, y Jesús dijo, Tú, Juan, llegarás a viejo y de viejo morirás, en cuanto a ti, Judas de Iscariote, evita las higueras, porque te vas a ahorcar en una con tus propias manos, Moriremos por tu causa, dijo una voz, pero no se supo de quién había sido, Por causa de Dios, no por mi causa, respondió Jesús, Qué quiere Dios en definitiva, preguntó Juan, Quiere una asamblea mayor que la que tiene, quiere el mundo todo para sí, Pero si Dios es señor del universo, cómo puede el mundo no ser suyo, y no desde ayer o desde mañana, sino desde siempre, preguntó Tomás, Eso no lo sé, dijo Jesús, Pero tú, que durante tanto tiempo viviste con todas esas cosas en el corazón, por qué vienes a contárnoslas ahora, Lázaro, a quien yo curé, murió, Juan el Bauista, que me anunció, murió, la muerte está ya entre nosotros, Todos los seres tienen que morir, dijo Pedro, los hombres y los otros, Morirán muchos en el futuro por voluntad de Dios y su causa, Si es voluntad de Dios, es causa santa, Morirán porque no nacieron antes ni después, Serán recibidos en la vida eterna, dijo Mateo, Sí, pero no debería ser tan dolorosa la condición para entrar allí, Si el hijo de Dios dijo lo que dijo, a sí mismo se negó, protestó Pedro, Te equivocas, sólo al hijo de Dios le es permitido hablar así, lo que en tu boca sería blasfemia, en la mía es la otra palabra de Dios, respondió Jesús, Hablas como si tuviésemos que escoger entre tú y Dios, dijo Pedro, Siempre vuestra elección tendrá que ser entre Dios y Dios, yo estoy como vosotros y los hombres, en medio, Entonces, qué mandas que hagamos, Que ayudéis a mi muerte ahorrando las vidas de los que han de venir, No puedes ir contra la voluntad de Dios, No, pero mi deber es intentarlo, Tú estás a salvo porque eres hijo de Dios, pero nosotros perderemos nuestra alma, No, si decidís obedecerme, porque estaréis obedeciendo todavía a Dios. En el horizonte, en los últimos confines del desierto, apareció el borde de una luna roja. Habla, dijo Andrés, pero Jesús esperó a que la luna toda se alzara de la tierra, enorme y sangrienta, la luna, y después dijo, El hijo de Dios tendrá que morir en la cruz para que así se cumpla la voluntad del Padre, pero, si en su lugar pusiéramos a un simple hombre, ya no podría Dios sacrificar al Hijo, Quieres poner un hombre en tu lugar, a uno de nosotros, preguntó Pedro, No, yo ocuparé el lugar del Hijo, En nombre de Dios, explícate, Un simple hombre, sí, pero un hombre que se hubiese proclamado a sí mismo rey de los Judíos, que anduviera alzando al pueblo para derribar a Herodes del trono y expulsar de la tierra a los romanos, eso es lo que os pido, que corra uno de vosotros al Templo, proclamando que yo soy ese hombre, y tal vez si la justicia es rápida, no tenga tiempo la de Dios de enmendar la de los hombres, como no enmendó la mano del verdugo que iba a degollar a Juan. El asombro hizo que todos callaran, pero por poco tiempo, que luego salieron de todas las bocas palabras de indignación, de protesta, de incredulidad, Si eres el hijo de Dios, como hijo de Dios tienes que morir, clamaba uno, Comí del pan que repartiste, cómo podría ahora denunciarte, gemía otro, No quiera ser rey de los Judíos quien va a ser rey del mundo, decía éste, Muera quien de aquí se mueva para acusarte, amenazaba aquél. Fue entonces cuando se oyó, clara, distinta, sobre el alboroto, la voz de Judas de Iscariote, Yo voy, si así lo quieres. Le echaron los otros las manos encima, había ya cuchillos saliendo de los pliegues de las túnicas, cuando Jesús ordenó, Dejadlo, que nadie le haga mal. Después se levantó, lo abrazó y lo besó en las dos mejillas, Vete, mi hora es tu hora. Sin una palabra, Judas de Iscariote se echó la punta del manto sobre el hombro y, como si lo hubiera engullido la noche, desapareció en la oscuridad.