Los guardias del templo y los soldados de Herodes llegaron para prender a Jesús con las primeras luces de la mañana. Después de cercar calladamente el campamento, entraron al asalto unos cuantos, armados de espada y lanza, el que los mandaba gritó, Dónde está ese que se dice rey de los Judíos, y otra vez, que se presente ese que dice ser rey de los Judíos, entonces salió Jesús de su tienda, estaba con él María de Magdala, que venía llorando, y djo, Yo soy el rey de los Judíos. En ese momento, se le acercó un soldado que le ató las manos, al tiempo que le decía en voz baja, Si, pese a ir hoy preso, llegaras a ser rey un día, acuérdate de que te prendo por orden de otro, entonces dirás que lo prenda a él, y yo te obedeceré, como ahora he obedecido. Y Jesús dijo, Un rey no prende a otro rey, un dios no mata a otro dios, para que hubiera quien prendiese y matase fueron hechos los hombres comunes.
Enlazaron también los pies de Jesús con una cuerda, para que no pudiese huir, y Jesús dijo para sí, porque así lo creía, Tarde llega, yo ya he huido.
Entonces María de Magdala dio un grito como si se le estuviera rompiendo el alma, y Jesús dijo, Llorarás por mí, y vosotras, mujeres, todas habéis de llorar, si llega una hora igual para estos que aquí están y para vosotras mismas, pero sabed que por cada lágrima vuestra se derramarían mil en el tiempo que ha de venir si yo no acabo como es mi voluntad. Y volviéndose hacia el que mandaba, dijo, Deja ir a estos hombres que estaban conmigo, yo soy el rey de los Judíos, no ellos, y sin más, avanzó hacia el centro de los soldados, que lo rodearon. El sol había aparecido y subía en el cielo por encima de las casas de Betania, cuando la multitud, con Jesús delante, entre dos soldados que sostenían las puntas de la cuerda que le ataba las manos, comenzó a subir el camino de Jerusalén.
Detrás iban los discípulos y las mujeres, ellos airados, ellas sollozando, pero tanto era lo que valían los sollozos de unas como la ira de los otros, Qué vamos a hacer, preguntaban con la boca pequeña, saltar sobre los soldados e intentar liberar a Jesús, muriendo quizá en la lucha, o dispersarnos antes de que venga también una orden de prisión contra nosotros, y como no eran capaces de escoger entre esto y aquello, nada hicieron, y fueron siguiendo, a distancia, al destacamento de la tropa. En un momento determinado vieron que el grupo de delante se paraba y no entendían por qué, salvo que hubiera venido contraorden y estuvieran desatando los nudos de Jesús, pero para pensar tal cosa era preciso ser muy loco, algunos había, aunque no tanto.
Realmente se había desatado un nudo, pero el de la vida de Judas de Iscariote, allí, en una higuera, a la orilla del camino por donde Jesús tendría que pasar, colgado por el cuello, estaba el discípulo que se presentó voluntario para que se pudiera cumplir la última voluntad del maestro.
El que mandaba la escolta hizo señal a dos soldados para que cortasen la cuerda y bajaran el cuerpo, todavía está caliente, dijo uno, bien podía ser que Judas de Iscariote, sentado en la rama de la higuera, ya con la cuerda al cuello, hubiera estado esperando pacientemente a que apareciese Jesús, a lo lejos, en la curva del camino, para lanzarse rama abajo, en paz consigo mismo por haber cumplido su deber. Jesús se acercó, no lo impidieron los soldados, y miró detenidamente la cara de Judas, retorcida por la rápida agonía, Todavía está caliente, volvió a decir el soldado, entonces pensó Jesús que podía, si quisiese, hacer con este hombre lo que no había hacho con Lázaaro, resucitarlo, para que tuviera en otro lugar y otro día, su propia e irrenunciable muerte, distante y oscura, y no la vida y la memoria interminables de una traición.
Pero es sabido que sólo el hijo de Dios tiene poder para resucitar, no lo tiene el rey de los Judíos que aquí va, de espíritu mudo y atado de pies y manos. El que mandaba dijo, Dejadlo ahí para que lo entierren los de Betania o se lo coman los cuervos, pero registradlo primero, a ver si lleva algo de valor, y los soldados buscaron y no encontraron nada, Ni una moneda, dijo uno, no tenía nada de extraño, el de los fondos de la comunidad era Mateo, que sabía del oficio por haber sido publicano en los tiempos en que se llamaba Levi. No le pagaron la denuncia, murmuró Jesús, y el otro, al oírlo, respondió, Quisieron, pero él dijo que tenía por costumbre pagar sus cuentas, y ahí está, ya no las paga más. Siguió adelante la marcha, algunos discípulos se quedaron mirando piadosamente el cadáver, pero Juan dijo, Dejémoslo, no era de los nuestros, y el otro Judas, el que también es Tadeo, acudió a enmendar, Lo aceptemos o no, siempre será de los nuestros, no sabremos qué hacer con él y sin embargo seguirá siendo siempre de los nuestros.
Sigamos, dijo Pedro, nuestro lugar no está junto a Judas de Iscariote, Tienes razón, dijo Tomás, nuestro lugar debería ser al lado de Jesús, pero ese lugar va vacío.
Entraron al fin en Jerusalén y Jesús fue llevado al consejo de los ancianos, príncipes de los sacerdotes y escribas.
Estaba allí el sumo sacerdote, que se alegró al verlo y le dijo, Te lo advertí, pero tú no quisiste oírme, ahora tu orgullo no podrá defenderte y tus mentiras te condenarán, Qué mentiras, preguntó Jesús, Una, que eres rey de los Judíos, Soy rey de los Judíos, La otra, que eres el hijo de Dios, Quién te ha dicho que yo digo que soy el hijo de Dios, todos por ahí, No les des oídos, yo soy el rey de los Judíos, Entonces, confiesas que no eres el hijo de Dios, Repito que soy el rey de los Judíos, Ten cuidado, mira que basta esa mentira para que seas condenado, Lo que he dicho, dicho está, Muy bien, te voy a enviar al procurador de los romanos, que está ansioso por conocer al hombre que quiere expulsarlo a él y arrebatarle estos dominios al poder de César. Los soldados se llevaron a Jesús al palacio de Pilatos y como ya había corrido la noticia de que aquel que decía ser rey de los Judíos, el que azotó a los cambistas y prendió fuego a sus tenderetes, había sido preso, acudía la gente a ver qué cara ponía un rey cuando lo llevaban por las calles a la vista de todos, con las manos atadas como si de un criminal común se tratara, siendo indiferente, para el caso, si era rey de los auténticos o de los que presumen de serlo. Y, como siempre acontece, porque el mundo no es todo igual, unos sentían pena, otros no, unos decían, Por qué no lo sueltan, que está loco, otros, al contrario, creían que castigar un delito es dar ejemplo y que, si aquéllos son muchos, estos no deben ser menos. En medio de la multitud, con ella confundidos, andaban medio perdidos los discípulos, y también las mujeres que los acompañaban, éstas se conocían de inmediato por las lágrimas, sólo una de ellas no lloraba, era María de Magdala, porque el llanto se le estaba quemando dentro.