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Extemporáneas y fuera de propósito a primera vista, estas consideraciones deben ser recibidas como pertinentísimas, puesto que gracias a ellas nos será posible llegar a la invalidación objetiva de aquello que a algunos espíritus tanto les agradaría hallar aquí; por ejemplo, imaginar a nuestros viajeros, solos, atravesando aquellos parajes inhóspitos, aquellos descampados inquietantes, sin un alma próxima y fraterna, confiados sólo a la misericordia de Dios y al amparo de los ángeles. Ahora bien, inmediatamente después de salir de Nazaret se puede ver que no va a ser así, pues con José y María viajan otras dos familias, de las numerosas, en total, entre viejos, adultos y chiquillos, unas veinte personas, casi una tribu. Cierto es que no se dirigen a Belén, una de ellas se quedará a mitad del camino, mucha más al sur, hasta Bercheba, pero aunque hayan de separarse antes, porque vayan más deprisa unos que los otros, posibilidad siempre razonable, seguirán apareciendo en el camino nuevos viajeros, sin contar con los que vendrán andando en sentido contrario, quizá, quién sabe, a censarse en Nazaret, de donde ahora salen estos. Los hombres caminan delante, formando un grupo, y con ellos van los chicos que han cumplido ya trece años, mientras que las mujeres, las niñas y las viejas, de todas las edades, forman otro confuso grupo allá atrás, acompañadas por los chiquillos pequeños. En el momento en que iban a ponerse en camino, los hombres, en coro solemne, alzaron la voz para pronunciar las oraciones propias del caso, repitiéndolas las mujeres discretamente, casi en sordina, aprendido tienen que de nada vale que clame quien pocas esperanzas tiene de ser oído, aunque no pida nada y sólo esté alabando.

Entre las mujeres, la única que va encinta, y tan adelantada, es María, y sus dificultades son tales que de no haber dotado la Providencia de una paciencia infinita a los asnos que creó, y de no menor fortaleza, a los pocos pasos ya esta otra pobre criatura habría rendido el ánimo, rogando que la dejasen allí, a la orilla del camino, a la espera de su hora, que sabemos va a ser en breve, a ver dónde y cuándo, pero no es esta gente aficionada a las apuestas, que sería en este caso cuándo y dónde nacerá el hijo de José, sensata religión ésta que prohibió el azar.

Mientras llega el momento, y durante el tiempo que aún tenga que padecer la espera, la embarazada podrá contar, más que con las pocas y distraídas atenciones de su marido, entretenido como va en la conversación de los hombres, podrá contar, decíamos, con la probada mansedumbre y los dóciles lomos del animal, que va echando de menos, si mudanzas de vida y carga que pueden llegar al entendimiento de un asno, los golpes de vergajo, y sobre todo que le consientan caminar sin prisas, con su paso natural, suyo y de sus semejantes, que algunos como él van en la jornada. Por causa de esta diferencia, se retrasa a veces el grupo de las mujeres y, cuando tal acontece, los hombres, desde delante, se paran y permanecen a la espera de que ellas se aproximen, pero no tanto que lleguen a reunirse unas y otros, estos llegan incluso hasta el punto de fingir que se han parado sólo a descansar, no hay duda de que el camino a todos sirve, pero ya se sabe que donde cantan gallos no pían las gallinas, si acaso cacarean cuando han puesto un huevo, así lo ha impuesto y proclamado la buena ordenación del mundo en que nos cuadró vivir. Va pues María mecida por el suave andar de su corcel, reina entre las mujeres, que sólo ella va montada, la borricada restante transporta la carga general. Y para que no todo sean sacrificios, lleva en el regazo, ahora a uno, luego a otro, tres niños de pecho, con lo que descansan las madres respectivas y empieza ella a habituarse a la carga que la espera.

En este primer día de viaje, como las piernas aún no estaban hechas al camino, la etapa no ha sido extremadamente larga, no hay que olvidar que van en la misma compañía viejos y chiquillos, unos que, por haber vivido, han gastado ya todas sus fuerzas y no pueden ahora fingir que las tienen, otros que, por no saber gobernar las que empiezan a tener, las agotan en dos horas de carreras desatinadas, como si acabara el mundo y hubiera que aprovechar sus últimos instantes. Hicieron alto en una aldea grande, llamada Isreel, donde se situaba un caravasar que, por ser estos días, como dijimos, de intenso tráfago, encontraron en un estado de confusión y algarabía que parecía de locos, aunque, a decir verdad, era la algarabía mayor que la confusión, por lo que, al cabo de algún tiempo, habituados la vista y el oído, se podía presentir, primero, y luego reconocer, en aquel conjunto de gente y animales en constante movimiento dentro de los cuatro muros, una voluntad de orden no organizada ni consciente, como un hormiguero asustado que intentase reconocerse y recomponerse en medio de su propia dispersión.

Tuvieron la suerte las tres familias de poder acogerse al abrigo de un arco, arreglándoselas los hombres por un lado y las mujeres por otro, pero esto fue más tarde, cuando la noche cerró y el caravasar, animales y personas, se entregó al sueño.

Antes tuvieron las mujeres que preparar la comida y llenar los odres en el pozo, mientras los hombres descargaban los asnos y los llevaban a beber, pero en una ocasión en que no hubiera camellos en el bebedero, porque estos, en sólo dos sorbos brutales, lo dejaban seco y era necesario llenarlo un sinfín de veces antes de que se dieran por satisfechos. Al cabo, dispuestos los asnos en el comedero, se sentaron los viajeros a cenar, empezando por los hombres, que las mujeres ya sabemos que en todo son secundarias, basta recordar una vez más, y no será la última, que Eva fue creada después que Adán y de una costilla suya, cuándo aprenderemos que hay ciertas cosas que sólo comenzaremos a entender cuando nos dispongamos a remontarnos a las fuentes.

Después de que los hombres cenaran y mientras las mujeres, allá en un rincón, se alimentaban con las sobras, ocurrió que un anciano entre los ancianos, que viviendo en Belén iba a censarse a Ramalá y se llamaba Simeón, usando de la autoridad que le confería la edad y de la sabiduría que se cree es su efecto, interpeló a José sobre cómo pensaba que habría que proceder si se verificaba la posibilidad, obviamente razonable, de que María, pero no pronunció su nombre, no diera a luz antes del último día del plazo impuesto para el censo. Se trataba, evidentemente, de una cuestión académica, si tal palabra es adecuada al tiempo y al lugar, porque sólo a los agentes del censo, instruidos en las sutilezas procesales de la ley romana, cabría decidir sobre casos tan altamente dudosos como éste de presentarse una mujer con una barriga tan abultada en las oficinas del censo, Venimos a inscribirnos, y no es posible averiguar, in loco, si lleva dentro varón o hembra, sin hablar ya de la nada desdeñable probabilidad de una camada de gemelos del mismo o de ambos sexos. Como perfecto judío que se preciaba de ser, tanto en la teoría como en la práctica, jamás el carpintero pensaría en responder, usando de la simple lógica occidental, que no es a aquél que tiene que soportar una ley a quien incumbe suplir los fallos que en ella se encuentren, y que si Roma no fue capaz de prever éstas y otras hipótesis, será porque está mal servida de legisladores y hermeneutas.

Colocado, pues, ante la difícil cuestión, José se detuvo a pensar, buscando en su cabeza el modo más sutil de darle respuesta, una respuesta que, demostrando a la asamblea reunida en torno a la fogata sus dotes de argumentador, fuese, al mismo tiempo, formalmente brillante.

Finalizada la sufrida reflexión, y alzando lentamente los ojos que, en el tiempo que duró la gestación de la respuesta, mantuvo fijos en las ondeantes llamas de la hoguera, dijo el carpintero, Si llegado el último día del censo no hubiera nacido aún mi hijo, será porque el Señor no quiere que los romanos sepan de él y lo pongan en sus listas. Dijo Simeón, Fuerte presunción la tuya, que así te arrogas la ciencia de lo que el Señor quiere o no quiere.