Robert J. Sawyer
El experimento terminal
Para Ted Bleaney con mi agradecimiento por veinte años de amistad
Agradecimientos
Esta novela nació con la ayuda de muchas buenas almas, incluyendo a Christopher Schelling y John Silbersack de HarperCollins, Stanley Schmidt de Analog, y Richard Curtís, mi agente. Los consejos de David Gotlib, doctor en medicina, fueron una enorme ayuda. Recibí maravillosos comentarios de colegas escritores como Barbara Delaplace, Terence M. Green, Edo van Belkom y Andrew Weiner. También amigos como Shaheen Hussain Azmi, Asbed Bedrossian, Ted Bleaney, David Livingstone Clink, Richard Gotlib, Howard Miller y Alan B. Sawyer me hicieron comentarios muy reveladores. Un agradecimiento especial al Ontario Arts Council por proveerme de una beca Writer's Reserve para ayudar en la creación de esta novela. Finalmente, mi más profundo agradecimiento a mi mujer, Carolyn Clink.
En el análisis final, es nuestra concepción de la muerte lo que determina nuestras respuestas a todas las preguntas que la vida nos plantea.
Prólogo
—¿En qué habitación se encuentra la detective Philo? –preguntó Peter Hobson, un hombre alto y delgado de cuarenta y dos años, con pelo negro y gris a partes iguales.
La enfermera regordeta que se hallaba tras el mostrador había estado absorta en lo que estuviese leyendo. Levantó la vista.
—¿Perdóneme?
—La detective Sandra Philo —dijo Peter—. ¿En qué habitación se encuentra?
—Cuatro doce —dijo la enfermera—. Pero el doctor ha ordenado que sólo la visiten los familiares cercanos.
Peter se dirigió al pasillo. La enfermera salió de detrás del mostrador y le dio caza.
—No puede ir ahí —dijo con firmeza.
Peter se volvió brevemente para mirarla.
—Tengo que verla.
La enfermera se puso frente a él.
—Se encuentra en condiciones críticas.
—Soy Peter Hobson. Soy doctor.
—Sé quién es usted, señor Hobson. También sé que no es doctor en medicina.
—Soy miembro de la Junta Directiva del North York General.
—Vale. Entonces vaya allí y métase con ellos. No va a montar ningún escándalo en mi planta.
Peter exhaló ruidosamente.
—Mire, es un asunto de vida o muerte que vea a la señorita Philo.
—Todo en la UVI es un asunto de vida o muerte, señor Hobson. La señorita Philo duerme y no permitiré que la moleste.
Peter siguió adelante.
—Llamaré a seguridad —dijo la enfermera, intentado hablar en voz baja para no alarmar a los pacientes.
Peter no volvió la vista atrás.
—Perfecto —respondió, mientras las largas piernas le llevaban con rapidez por el pasillo. La enfermera se contoneó hasta el mostrador y cogió el teléfono.
Peter encontró la 412 y entró sin llamar. Sandra estaba conectada a un ECG; no era una unidad Hobson, pero Peter no tuvo problemas para leer la pantalla. Una bolsa de solución salina colgaba de un soporte al lado de la cama.
Sandra abrió los ojos. Pareció llevarle un momento enfocar.
—¡Usted! –exclamó finalmente, con la voz ronca y frágil; los efectos del irradiador.
Peter cerró la puerta.
—Sólo tengo unos momentos. Ya han llamado a seguridad para que vengan y me saquen de aquí.
Cada palabra era una agonía para Sandra.
—Intentó… hacer que me… mataran —dijo.
—No —dijo Peter—. Le juro que no fue cosa mía.
Sandra se las arregló para lanzar un débil grito, demasiado bajo para que atravesase la puerta.
—¡Enfermera!
Peter miró a la mujer. Cuando la conoció por primera vez, sólo unas semanas antes, era una mujer saludable de treinta y seis años, de llameante pelo rojo. Ahora el pelo se le caía a puñados, tenía la tez cetrina, y apenas podía moverse.
—No quiero ser desagradable, Sandra —dijo Peter—, pero por favor, cállese y escuche.
—¡Enfermera!
—¡Escúcheme, maldita sea! No tengo nada que ver con los asesinatos. Pero sé quien lo hizo. Y puedo darle una oportunidad para que lo atrape.
En ese momento la puerta se abrió de golpe. La enfermera rechoncha entró flanqueada a cada lado por un enorme guardia de seguridad.
—Llévenselo —dijo la enfermera.
Los guardas se adelantaron.
—Maldita sea, Sandra —dijo Peter—. Ésta es su única oportunidad. Deme cinco minutos. –Uno de los guardas agarró a Peter por el antebrazo—. Cinco minutos, ¡por amor de Dios! Es todo lo que pido.
—Vamos —dijo el guarda.
El tono de Peter era de súplica.
—Sandra, ¡dígales que quiere que me quede! –Se odió por lo que dijo a continuación, pero no pudo pensar en nada más efectivo—: Si no lo hace, morirá sin haber podido resolver los asesinatos.
—Vamos, amigo —dijo el otro guarda con voz ronca.
—¡No… espere! Sandra, ¡por favor!
—Vamos…
—¡Sandra!
Finalmente, se oyó una voz débil y baja:
—Dejen… que… se quede.
—No podemos hacerlo, señora —dijo uno de los guardas.
Sandra reunió algo de fuerza.
—Asunto policial… dejen que se quede.
Peter se liberó de la tenaza del guarda.
—Gracias —le dijo a Sandra—. Gracias.
La enfermera frunció el ceño.
—No me quedaré mucho tiempo —le dijo Peter—. Lo prometo.
Sandra se las arregló para girar ligeramente la cabeza en dirección a la enfermera.
—Está… bien —dijo, de forma apagada.
La enfermera estaba furiosa. El cuadro se mantuvo durante algunos segundos, luego la mujer asintió.
—Está bien —dijo, quizá lo de asunto policial y crímenes sin resolver la habían convencido de que aquello estaba por encima de su nivel.
—Gracias —le dijo Peter, tranquilizado, a la enfermera—. Muchísimas gracias.
La enfermera frunció el ceño, giró sobre los pies y se fue, seguida inmediatamente por uno de los guardas.
El otro guarda se echó atrás, el rostro convertido en una máscara de rabia, apuntándole en todo momento con un dedo de advertencia.
Cuando estuvieron solos, Sandra dijo:
—Cuénteme…
Peter encontró una silla y se sentó a su lado.
—Primero, déjeme decirle que siento mucho, muchísimo, lo sucedido. Créame, nunca quise que usted u otra persona sufriese daños. Todo… todo esto está fuera de control.
Sandra no dijo nada.
—¿Tiene familia? ¿Hijos?
—Una hija —dijo Sandra, sorprendida.
—No lo sabía.
—Con quien ahora es mi ex —dijo ella.
—Quiero que sepa que voy a ocuparme financieramente de ella. Todo lo que necesite: ropa, coches, universidad, vacaciones en Europa, lo que sea. Lo pagaré todo. Crearé un fondo de fideicomiso.
Lo ojos de Sandra se abrieron.
—Nunca pretendí que nada de esto sucediese, y le juro que he intentado detenerlo muchísimas veces.
Peter se detuvo, pensando en cómo había comenzado todo. Otra habitación de hospital, intentando confortar a otra mujer valiente que se moría. Se repetía la historia.
—Sarkar Muhammed tenía razón: debía haber acudido a usted antes. Necesito su ayuda, Sandra. Esto tiene que parar. –Peter exhaló, preguntándose por dónde empezar. Habían pasado tantas cosas—. ¿Sabía —dijo finalmente— que es posible escanear toda la red neuronal de un cerebro humano y producir en un ordenador un duplicado exacto de la mente del sujeto?