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Sarkar movía ligeramente la cabeza asombrado.

—Así es como podría funcionar la mente eternamente después de la muerte —dijo Peter—. No podría hacerlo por conexiones simples, como los chistes del tipo gallina que cruza la carretera. Al final se te acabarían las conexiones A y B. Pero Espíritu puede yuxtaponer de A hasta Z, más alfa hasta omega, más aleph hasta tau, hasta que en todas esas complejas combinaciones, aparece alguna nueva asociación fresca, emocionante y divertida.

—Increíble —dijo Sarkar—. Significa…

—Significa —dijo Peter—, que quizá la vida después de la muerte esté llena de chistes, pero chistes tan complejos y sutiles y obtusos que ni tú ni yo podríamos jamás entenderlos. —Hizo una pausa—. Al menos, no hasta que estemos muertos.

Sarkar silbó por lo bajo, pero luego cambió de expresión.

—Hablando de estar muerto, me tengo que ir a casa o Raheema me matará. Preparo la cena esta noche.

Peter miró el reloj.

—Jesús. Llego tarde para encontrarme con Cathy… salimos a cenar.

Sarkar rió.

—¿Qué es tan gracioso?

—Ya lo entenderás —dijo Sarkar—. Con el tiempo.

32

El sim había estado vigilando el ordenador de Food Food, esperando un pedido a la dirección de Churchill. Finalmente, allí estaba; lo mismo que Rod, como la criatura de hábitos que era, había pedido durante las últimas seis semanas.

Tan pronto como el pedido apareció en pantalla, el sim lo interceptó, y realizó una pequeña modificación, luego dejó que siguiese su camino por la línea telefónica hasta el local de Food Food en Steeles y Bayview, a seis manzanas de la casa de Rod Churchill.

Peter y Cathy habían cogido el coche de Cathy hasta Bayview Avenue. Esa parte, a unos diez kilómetros al sur de donde vivían los padres de Cathy, estaba completamente ocupada por tiendas, boutiques y restaurantes. Se detuvieron brevemente en El Detective de Baker Street, la librería de misterio de Toronto, y ahora buscaban un claro en el tráfico para cruzar al pequeño restaurante coreano que les gustaba a los dos y que estaba al otro lado de la calle.

Un hombre gordo con un mechón de pelo blanco y vestido con un abrigo azul marino, caminaba en sentido contrario por la acera. Peter notó que el hombre reaccionaba al pasar a su lado.

Lentamente se había acostumbrado a eso; habían informado tanto sobre él últimamente que la gente empezaba a reconocerle por la calle. Pero el hombre no siguió caminando. Al contrario, vino hacia ellos.

—Usted es Peter Hobson, ¿no? —dijo. Tenía unos sesenta años, con pequeñas venas visibles en la superficie de la nariz y mejillas.

—Sí —dijo Peter.

—¿Usted es el tipo que descubrió la señal del alma?

—Onda del alma —dijo Peter—. La llamamos la onda del alma. —Un parpadeo—. Sí, soy yo.

—Eso pensaba —dijo el hombre—. Pero sabe, a menos que su alma sea salvada irá al Infierno.

Cathy agarró a Peter por el brazo.

—Vamos —dijo ella.

Pero el hombre se movió para bloquearles el paso.

—Entréguese a Jesús, señor Hobson… es la única forma.

—Yo… ah, no estoy realmente interesado en discutir ese tema —dijo Peter.

—Jesús le perdona —dijo el hombre.

Metió la mano en el bolsillo del abrigo. Durante un horrible momento, Peter pensó que el hombre iba a sacar una pistola, pero en su lugar sacó una Biblia gastada, encuadernada en cuero rojo sangre.

—¡Escuche la palabra de Dios, señor Hobson! ¡Salve su alma!

Cathy le habló directamente al hombre.

—Déjenos en paz.

—No puedo dejarles ir —dijo el hombre.

Alargó un brazo y…

… conectó con el hombro de Cathy.

Antes de que Peter pudiese reaccionar, Cathy había clavado un zapato en el empeine del hombre.

Éste gritó de dolor.

—¡Váyase! —gritó Cathy, agarró con firmeza el brazo de Peter y tiró de él hacia el otro lado de la calle.

—Eh —dijo Peter, todavía alterado pero impresionado—. Muy bueno.

Cathy se echó atrás el pelo negro.

—Nadie se mete con mi marido —dijo, sonriendo con su sonrisa de megawatios. Ella lo guió las pocas puertas que quedaban hasta el restaurante—. Ahora, deja que te invite a cenar.

Llamaron a la puerta. Rod Churchill miró el reloj. Veintiséis minutos. Todavía no había conseguido una comida gratis, aunque la profesora de historia de su instituto contaba que había tenido suerte dos veces seguidas. Al contrario de lo habitual, Rod miró a la imagen de la cámara de seguridad en su televisor. Sí, un repartidor de Food Food, bien: el uniforme naranja y blanco era bastante evidente. Rod caminó hacia la entrada, se miró en el espejo de la entrada para asegurarse de que seguía teniendo el pelo correctamente peinado sobre la calva y abrió la puerta. Firmó el recibo del repartidor quien le dio una copia, y luego se llevó la comida empaquetada al comedor. Rod abrió los contenedores reciclables con cuidado, se sirvió una copa de vino blanco, conectó la televisión —que era perfectamente visible desde todos los puntos alrededor de la mesa del comedor— y se sentó a disfrutar de la comida.

La carne asada estaba bien, aunque un poco fibrosa, pensó Rod, pero la salsa estaba particularmente buena esta noche. Limpió el plato, usando un trozo de patata para absorber el resto de la salsa. Estaba a mitad del trozo de pastel cuando comenzó el dolor: una palpitación intensa en la parte de atrás de la cabeza, y una sensación de pinchazo, como si le clavasen agujas en los ojos. Sintió que el corazón se le disparaba. Tenía la frente brillante por el sudor y pensó durante un momento que iba a vomitar. Le llegó un relámpago de calor. Se puso de pie, esperando llegar al teléfono para pedir ayuda, pero de pronto hubo un momento de insoportable dolor, se fue hacia atrás, tirando la silla, y se cayó sobre la moqueta, muerto como una piedra.

Peter y Cathy ya se habían ido a la cama, pero el Monitor Hobson sabía que ninguno de los dos estaba todavía dormido, y por tanto dejó que el teléfono sonase.

No había videófono en el dormitorio, por supuesto. En la oscuridad, Peter buscó el auricular sobre la mesa de noche.

—¿Hola?-dijo.

Una mujer lloraba.

—Oh, ¡Peter! ¡Peter!

—¿Bunny?

Al oír el nombre de su madre, Cathy se sentó en la cama inmediatamente.

—¡Luces! —gritó ella.

El ordenador de la casa encendió las dos lámparas de pie de la habitación.

—Peter… Rod está muerto.

—Oh, Dios mío —dijo Peter.

—¿Qué pasa? —dijo Cathy, preocupada—. ¿Qué pasa?

—¿Qué sucedió? —preguntó Peter con el corazón desbocado.

—Volví del curso y me lo encontré tendido en el suelo del comedor.

—¿Has llamado a una ambulancia? —preguntó Peter.

—¿Qué pasa? —dijo Cathy de nuevo horrorizada.

Bunny había estado llorando tanto que tuvo que detenerse para sonarse la nariz.

—Sí. Sí, está de camino.

—También nosotros —dijo Peter—. Estaremos ahí tan pronto como podamos.

—Gracias —dijo Bunny aterrorizada—. Gracias. Gracias.

—Aguanta —dijo Peter—. Ya vamos. —Colgó.

—¿Que ha pasado? —dijo Cathy.

Peter miró a su mujer, los enormes ojos abiertos por el terror. Dios mío, ¿cómo iba a decírselo?

—Era tu madre —dijo. Él sabía que ella ya lo sabía, pero estaba ganando tiempo, tomando una decisión—. Tu padre… piensa que tu padre está muerto.

El horror bailó en el rostro de Cathy. Tenía la boca abierta y movió la cabeza ligeramente de izquierda a derecha.

—Vístete —dijo Peter amablemente—. Tenemos que irnos.