—¿Lo que significa? —dijo de nuevo Sandra. Le encantaba hablar con los médicos.
—Bien, posiblemente algo así podría matar a una persona joven y sana. Para alguien como Rod, que tenía una historia de problemas cardiovasculares, sería muy probablemente fatal; provocando un ataque masivo, un ataque cardíaco, un proceso neurológico o, como sugirió su examinador médico, un aneurisma. Supongo que comió algo que no era correcto. Pero se lo advertí.
Sandra inclinó la cabeza. Un error médico era siempre una posibilidad.
—¿Lo hizo?
—Sí, por supuesto. —Miller entrecerró los ojos—. No cometo ese tipo de errores, detective. De hecho… —Pulsó un botón en el intercomunicador de la mesa—. David, trae por favor el expediente del señor Churchill, por favor. —Miller miró a Sandra—. Cuando una medicación implica riesgos substanciales, mi compañía de seguros me obliga a tener la firma del paciente en una hoja de información. Las hojas para cada medicina vienen por duplicado. El paciente las firma, yo me guardo la copia, y él o ella se lleva el original, con todas las recomendaciones expresadas en inglés sencillo. Por lo tanto… ah. —La puerta de la oficina se abrió y un joven entró con un informe en la mano. Se lo entregó a Miller y se fue. Ella abrió la carpeta, sacó una hoja amarilla y se la pasó a Sandra.
Sandra la miró y se la devolvió.
—¿Por qué hay tantos riesgos asociados al uso de la fenelzina?
—Hoy en día, en su mayoría empleamos inhibidores reversibles de la MAO, pero Rod no respondía a ellos. La fenelzina solía ser el patrón oro de su clase, y buscando en MedBase, encontré que uno de sus parientes había sido tratado con éxito del mismo tipo de depresión con fenelzina, así que parecía que valía la pena probar.
—¿Y cuáles son exactamente los riesgos? Supongamos que comió la comida equivocada, ¿qué sucedería?
—Empezaría teniendo dolores occipitales y dolor retroorbital. —La doctora levantó la mano—. Perdóneme… dolores en la parte de atrás de la cabeza y dolor tras las cuencas oculares. Tendría también palpitaciones, sofoco, náusea y sudor. Luego, si no recibió tratamiento inmediato, hemorragia intracerebral, un ataque, un aneurisma, cualquiera de esas cosas, lo que acabaría con él.
—No suena como una forma agradable de morir —dijo Sandra.
—No —dijo Miller, moviendo la cabeza con tristeza—.
Si hubiese ido a un hospital, cinco miligramos de fentolamina le hubiesen salvado. Pero si estaba solo, es probable que se desmayase.
—¿Era Churchill paciente suyo desde hace mucho tiempo?
Miller frunció el ceño.
—Desde hace un año. Mire, Rod tenía más de sesenta años. Como sucede a menudo, su médico original era mayor que él, y murió el año pasado. Rod finalmente buscó un doctor nuevo porque necesitaba que le renovasen la receta de Cardizone.
—Pero dice que le trataba la depresión. ¿No vino a verla específicamente para eso?
—No… pero reconocí los síntomas. Dijo que había padecido de insomnio durante años y cuando empezamos a hablar de cosas parecía claro que estaba deprimido.
—¿Sobre qué se sentía triste?
—La depresión clínica es mucho más que estar triste, detective. Es una enfermedad. El paciente es incapaz física y psicológicamente de concentrarse y él o ella siente abatimiento y desesperanza.
—¿Y trató su depresión con medicamentos?
Miller suspiró, advirtiendo la crítica implícita en el tono de Sandra.
—No estamos conteniendo a esa gente, detective; intentamos que la química de sus cuerpos sea la que debe ser. Cuando funciona, el paciente describe el tratamiento como apartar la cortina de una ventana y dejar que el sol entre por primera vez en años. —Miller se detuvo, como pensando si debía continuar—. De hecho, admiro a Rod. Probablemente llevaba décadas sufriendo esa depresión; posiblemente desde que era muy joven. Su antiguo doctor simplemente no había reconocido los síntomas. Mucha gente mayor teme tratar sus depresiones, pero no Rod. Quería recibir ayuda.
—¿Por qué tienen miedo? —preguntó Sandra, con genuina curiosidad.
Miller extendió los brazos.
—Piénselo, detective. Suponga que le digo que durante la mayor parte de su vida su habilidad para funcionar ha sido severamente entorpecida. Ahora bien, una persona joven como usted probablemente querría que se arreglase… después de todo, tiene décadas por delante. Pero la gente mayor a menudo se niega a creer que ha estado sufriendo una depresión clínica. El pesar sería demasiado para soportarlo… la idea de que su vida, que casi está ya acabada, podría haber sido mucho mejor y feliz. Prefieren ignorar esa posibilidad.
—¿Pero no Churchill?
—No, él no. Después de todo, era un profesor de educación física… daba clase de higiene sanitaria en el instituto. Aceptó la idea y estaba dispuesto a probar un tratamiento. Los dos nos sentimos molestos cuando los inhibidores reversibles no funcionaron con él, pero estaba dispuesto a probar la fenelzina… y sabía lo importante que era evitar la comida errónea.
—¿Cuál es?
—Bien, el queso curado. Está lleno de tiramina como producto de la descomposición del aminoácido tirosina. Tampoco podía comer carnes, pescados o caviar, si estaban ahumados, adobados o curados.
—Seguro que se daría cuenta si comiese algo de eso.
—Bien, sí. Pero también hay tiramina en el extracto de levadura, en extractos cárnicos como Marmite o Oxo. Y también en extractos de proteínas hidrolizadas como los que se usan habitualmente para sopas y salsas.
—¿Ha dicho salsas?
—Sí… tendría que haberlas evitado.
Sandra buscó en su bolsillo el pequeño trozo de papel manchado… el recibo de Food Food de la última cena de Rod Churchill. Se lo pasó por encima de la mesa de cristal a la doctora Miller.
—Eso fue lo que comió la noche de su muerte.
Miller lo leyó y luego negó con la cabeza.
—No —dijo—. Hablamos sobre Food Food la última vez que estuvo aquí. Me dijo que siempre pedía su salsa baja en calorías… dijo que lo había comprobado y que no tenía nada de lo que se suponía que debía evitar.
—Quizás olvidó especificar baja en calorías —dijo Sandra.
Miller le devolvió el recibo.
—Lo dudo detective. Rod Churchill era un hombre muy meticuloso.
Becky Cunningham llegó a Carlo's con diez minutos de antelación. Peter se puso en pie. No sabía qué tipo de recibimiento esperar: ¿una sonrisa, un abrazo, un beso? Al final recibió los tres, con el beso consistiendo en una larga caricia sobre la mejilla. Peter se sorprendió al sentir que el corazón se le aceleraba un poco. Ella olía de maravilla.
—Petey, tienes un aspecto maravilloso —dijo ella, sentándose en la silla frente a él.
—Tú también —dijo Peter.
En realidad, Becky Cunningham nunca había sido lo que se diría una mujer hermosa. Agradable, sí, pero no hermosa. Tenía una cabellera castaña hasta los hombros, un poco más corta que la moda actual. Pesaba veinte libras más que lo que las revistas de moda llamarían ideal, o diez libras más de lo que un árbitro menos severo sugeriría. Su rostro era ancho, con archipiélagos de pecas en ambas mejillas. Sus ojos verdes parpadeaban cuando hablaba, un efecto aumentado por la red de líneas que habían aparecido en los bordes desde la última vez que Peter la había visto.
Absolutamente maravillosa, pensó Peter.
Pidieron el almuerzo. Peter siguió el consejo de la recepcionista y tomó tortellini. Hablaron de muchísimas cosas, y hubo tantas risas como palabras. Peter se sintió mejor de lo que se había sentido en semanas.