Peter pagó la cuenta. Dejó una propina del veinticinco por ciento y luego la ayudó a ponerse el abrigo… algo que no había hecho por Cathy en años.
—¿Qué vas a hacer hasta que salga tu vuelo? —preguntó Becky.
—No lo sé. Ver monumentos, supongo. Lo que sea.
Becky lo miró a los ojos. Aquél era el punto de separación natural. Dos viejos amigos se habían encontrado para almorzar, habían rememorado los viejos tiempos, intercambiado historias de varios conocidos. Pero ahora era momento de ir cada uno por su camino, seguir con sus vidas separadas.
—No tengo nada importante que hacer esta tarde —dijo Becky, todavía mirándole directamente a los ojos—. ¿Te importa si voy contigo?
Peter rompió el contacto visual durante un momento. No podía pensar en nada que quisiese más en el mundo.
—Eso sería… —y, después de una breve pausa, decidió no censurarse—, perfecto.
A Becky le bailaban los ojos. Se puso a su lado y pasó el brazo debajo del de él.
—¿Adonde te gustaría ir? —le preguntó.
—Es tu ciudad —dijo Peter con una sonrisa.
—Lo es —dijo Becky.
Hicieron todas las cosas que no habían interesado a Peter antes. Vieron el cambio de la guardia, visitaron algunas pequeñas boutiques, el tipo de tiendas a las que Peter nunca iba en Toronto; y acabaron paseando por la sala de dinosaurios del Museo Canadiense de Historia Natural, maravillándose ante los esqueletos.
Era como estar vivo, pensó Peter. Era exactamente como solía ser.
El Museo de Historia Natural estaba, muy apropiadamente, situado en una gran extensión arbórea. Para cuando salieron del museo, eran alrededor de las cinco y estaba oscureciendo. Corría una brisa fría. El cielo estaba despejado. Caminaron hasta llegar a unos bancos bajo un grupo de enormes arces, ahora, a principios de diciembre, desnudos de hojas.
—Estoy agotado —dijo Peter—. Me levanté a las cinco y media para coger el avión.
Becky se sentó a un extremo del banco.
—Échate —dijo—. Hemos caminado durante toda la tarde.
La primera idea de Peter fue rechazar la idea, pero entonces decidió, ¿por qué demonios no? Estaba a punto de estirarse en la parte libre del banco cuando Becky habló.
—Puedes usar mi regazo de almohada.
Lo hizo. Ella era maravillosamente suave, cálida y humana. Él la miró. Ella colocó cuidadosamente un brazo sobre su pecho.
Era tan relajante, tan tranquilizante. Peter pensó que podría quedarse así durante horas. Ni siquiera notaba el frío.
Becky le sonrió, una sonrisa sin condiciones, una sonrisa de aceptación, una sonrisa hermosa.
Por primera vez desde el almuerzo, Peter pensó en Cathy y Hans y en lo que su vida se había convertido en Toronto.
Comprendió, también, que finalmente habían encontrado un ser humano de verdad —no un simulacro generado por ordenador— con el que podría hablar sobre aquello. Alguien que no le consideraría menos hombre porque su mujer le había engañado, alguien que no le pondría en ridículo, que no se reiría. Alguien que lo aceptaba, que se limitaría a escuchar, que entendería.
Y en ese momento Peter comprendió que no necesitaba hablarle a nadie sobre aquello. Ahora podía lidiar con ello. Todas las preguntas tenían respuestas.
Peter había conocido a Becky cuando los dos estudiaban en el primer año de la Universidad de Toronto, antes de que Cathy apareciese en escena. Había habido una atracción extraña entre ellos. Ambos carecían de experiencia y él, al menos, era virgen en aquel momento. Ahora, sin embargo, dos décadas más tarde, las cosas eran diferentes. Becky se había casado y divorciado; Peter se había casado. Sabían sobre el sexo, sobre cómo se hacía, sobre cuándo sucedía, cuándo era el momento adecuado. Peter supo que fácilmente podría llamar a Cathy, decirle que la reunión se había alargado y que iba a pasar la noche allí, decirle que no volvería hasta mañana. Y luego él y Becky podrían ir a su apartamento.
Podría hacerlo, pero no iba a hacerlo. Ahora tenía la respuesta a esa pregunta sin plantear. Dada la misma oportunidad que Cathy había tenido, él no engañaría, no traicionaría, no se vengaría.
Peter le sonrió a Becky… podía sentir cómo la herida en su interior comenzaba a cicatrizar.
—Eres una persona maravillosa —le dijo—. Algún tipo va a ser muy afortunado al estar contigo.
Ella sonrió.
Peter exhaló, dejando que todo se fuese, todo expulsado lejos de él.
—Tengo que ir al aeropuerto —dijo.
Becky asintió y sonrió de nuevo, quizá, sólo quizás, un poco triste.
Peter estaba listo para volver a casa.
35
Sandra fue por la avenida Don Valley hasta Cabbagetown, aparcando en la primera tienda Food Food en la esquina de Parliament con Wellesley. Según la guía, las oficinas centrales de procesado de pedidos estaban localizadas en la parte alta de aquella tienda. Sandra subió la inclinada escalera y, sin llamar, simplemente entró en la habitación. Había dos docenas de personas que llevaban auriculares telefónicos de cabeza sentadas frente a terminales de ordenador. Todas parecían estar muy ocupadas recibiendo pedidos, aunque sólo eran las dos de la tarde.
Una mujer de mediana edad con pelo rubio metálico se acercó a Sandra.
—¿Puedo ayudarla?
Sandra enseñó la placa y se presentó.
—¿Y usted es?
—Danielle Nadas —dijo la rubia—. Soy la supervisora.
Sandra miró a su alrededor, fascinada. Había pedido comidas a Food Food muchas veces desde su divorcio, pero realmente no había tenido una imagen mental de lo que había al otro lado del teléfono… en el videófono, todo lo que veías eran anuncios visuales de las especialidades de Food Food. Finalmente, dijo:
—Me gustaría ver los registros de uno de sus clientes.
—¿Sabe el número de teléfono?
Sandra empezó a cantar:
—Nueve-seis-siete…
Nadas sonrió.
—No nuestro número. El teléfono del cliente.
Sandra le dio un trozo de papel con el número escrito. Nadas fue a una terminal y tocó en el hombro al joven que la estaba operando. Él asintió, terminó de coger el pedido que estaba procesando y luego se apartó. La supervisora se sentó y tecleó el número de teléfono.
—Aquí está —dijo ella, echándose a un lado para que Sandra pudiese ver claramente la pantalla.
Rod Churchill había pedido la misma comida que los seis miércoles anteriores; excepto…
—Pidió salsa baja en calorías en todas las ocasiones menos en la última —dijo Sandra—. En la última, aparece salsa normal.
La supervisora miró.
—Pues sí —sonrió—. Bien, la baja en calorías es bastante mala, si quiere mi opinión. Ni siquiera es salsa de verdad: está hecha con gelatina de vegetales. Quizá decidió probar la normal.
—O quizás uno de sus empleados se equivocó.
La supervisora negó con la cabeza.
—No es posible. Siempre asumimos que la persona quiere lo mismo que pidió la última vez; nueve de cada diez veces, eso es cierto. El RSC no hubiese reescrito el pedido a menos que hubiese habido un cambio específico.
—¿RSC?
—¿Representante de Servicio al Cliente?
Increíble, pensó Sandra.
—Si no hay cambios —dijo Nadas—, el RSC simplemente pulsa F2; ésa es nuestra tecla para «repetir pedido».
—¿Puede decirme quién recibió el último pedido?
—Claro. —Señaló a un campo en la pantalla—. RSC 054… es Annie Delano.
—¿Está aquí? —preguntó Sandra.
La supervisora miró por la habitación.
—Es aquélla de allí, la de la cola de caballo.
—Me gustaría hablar con ella —dijo Sandra.