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Cathy no dijo nada.

—Estuvo en la Universidad de Toronto en la misma época que usted.

—Eso fue hace mucho tiempo.

—Cierto. Déjeme que se lo diga más directamente: cuando hablé con Jean-Louis Desalíe, él reconoció su nombre. No Catherine Hobson… Catherine Churchill. Y recordaba también a su marido: Peter Hobson.

—El nombre —dijo Cathy cuidadosamente—, me resulta vagamente familiar.

—¿Ha visto a Jean-Louis Desalíe desde la universidad?

—Dios, no. No sé que ha sido de él.

Sandra asintió.

—Gracias, señora Hobson. Muchísimas gracias. Esto es todo por ahora.

—Espere —dijo Cathy—. ¿Por qué me ha preguntado por Jean-Louis?

Sandra cerró el palmtop y lo metió en la cartera.

—Él es el médico cuya cuenta fue usada.

36

Espíritu, la simulación del alma inmortal de Peter Hobson, continuaba viendo cómo evolucionaba la vida artificial de Sarkar. El proceso era fascinante.

No era un juego.

La vida.

Pero el pobre Sarkar… carecía de visión. Sus programas eran triviales. Algunos autómatas celulares simples, otros eran meramente formas evolucionadas que se parecían a insectos. Oh, los peces azules eran impresionantes, pero los de Sarkar no eran ni de lejos tan complejos como los peces de verdad y, además, los peces no habían sido la forma dominante de vida sobre la Tierra en más de trescientos millones de años.

Espíritu quería más. Mucho más. Después de todo, ahora podía manejar situaciones infinitamente más complejas que las concebidas por Sarkar, y tenía todo el tiempo del universo.

Sin embargo, antes de empezar, pensó durante mucho tiempo… pensó exactamente en lo que quería.

Y luego, con los criterios de selección definidos, se puso a crearlo.

Peter había decidido dejar las novelas de Spenser, al menos temporalmente. Le había avergonzado un poco el hecho de que la versión Control de sí mismo estuviese leyendo a Thomas Pynchon. Buscando en los estantes del cuarto de estar, encontró un viejo ejemplar de Una historia de dos ciudades que su padre le había dado cuando era niño. Nunca lo había leído, pero, para su vergüenza, era el único clásico que pudo encontrar en la casa; sus días de Marlowe y Shakespeare, Descartes y Spinoza habían pasado hacía mucho. Por supuesto, podía haberse bajado casi cualquier cosa de la red; algo bueno de los clásicos: todos eran ya de dominio público, libres de derechos. Pero últimamente había pasado demasiado tiempo relacionándose con la tecnología. Y un viejo libro mohoso era lo que necesitaba.

Cathy estaba sentada en el sofá con un lector en la mano. Peter se sentó a su lado, abrió la rígida portada y leyó:

Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, era la época de la sabiduría, era la época de la estupidez, era la edad de las creencias, era la edad de la incredulidad, era la estación de la Luz, era la estación de la Oscuridad, era la primavera de la esperanza, era el invierno de la desesperación, lo teníamos todo frente a nosotros, no teníamos nada delante de nosotros, todos íbamos directamente al Cielo, todos íbamos directamente al otro lado.

Peter sonrió para sí: una frase digna del sim Espíritu. Quizá que te pagasen por palabras eran tan bueno como estar muerto para extender una idea.

No avanzó mucho más antes de ser consciente, en su visión periférica, de que Cathy había dejado el lector y lo estaba mirando. Peter la miró expectante.

—La detective, Philo, vino a verme de nuevo al trabajo —dijo, echándose el pelo negro tras la oreja.

Peter cerró el libro y lo puso sobre la mesa.

—Me gustaría que te dejase en paz.

Cathy asintió.

—Yo también… no podría decir que es mala; parece muy cortés. Pero cree que hay alguna conexión entre la muerte de mi padre y la muerte de Hans.

Peter movió la cabeza sorprendido.

—La muerte de tu padre sólo fue un aneurisma o algo así.

—Eso era lo que yo pensaba. Pero la detective dice que puede que lo matasen deliberadamente. Tomaba un antidepresivo llamado fenelzina, y…

—¿Rod? ¿Antidepresivos?

Cathy asintió.

—A mí también me sorprendió. La detective dice que comió algo que no debía y que eso hizo que se le disparase la presión sanguínea. Con su historial médico, fue suficiente para matarle.

—Pero seguro que fue un accidente —dijo Peter—. No prestó atención, o quizá no entendió las órdenes del médico.

—Mi padre era muy meticuloso, lo sabes. La detective Philo cree que alteraron su pedido de comida.

—¿Sí? —Peter se sentía incrédulo.

—Eso es lo que dice. —Un parpadeo—. ¿Recuerdas a Jean-Louis Desalíe?

—Jean-Louis… ¿quieres decir Ataque?

—¿Ataque?

—Ése era su mote en la universidad. Tenía una vena en la frente que le palpitaba. Siempre pensábamos que estaba punto de sufrir un ataque. —Peter miró por la ventana de la sala de estar—. Ataque Desalíe. Dios, no había pensado en él en años. ¿Me pregunto qué ha sido de él?

—Parece ser que es médico. Puede que su cuenta fuese usada para acceder a los registros médicos de mi padre.

—¿Qué podría tener Ataque contra tu padre? Es decir, cono, presumiblemente ni siquiera se conocían.

—La detective cree que otra persona usaba la cuenta de Desalíe.

—Oh.

—Y —dijo Cathy—, la detective sabe lo mío con Hans.

—¿Se lo dijiste?

—No, por supuesto que no. No es asunto suyo. Pero alguien lo hizo.

Peter expulsó aire.

—Sabía que todos en la compañía lo sabían. —Golpeó con la mano el brazo del sofá—. ¡Maldita sea!

—Créeme —dijo Cathy—, estoy tan avergonzada como tú.

Peter asintió.

—Lo sé. Lo siento.

La voz de Cathy era cautelosa, como probando las aguas.

—Intento pensar quién podría tener algo contra Hans y papá.

—¿Alguna idea?

Ella lo miró durante un lago rato. Al final, simplemente, dijo:

—¿Lo hiciste tú, Peter?

—¿Qué?

Cathy tragó saliva.

—¿Hiciste que mataran a Hans y a mi padre?

—No puedo creer esta puta situación —dijo Peter.

Cathy lo miró sin decir nada.

—¿Cómo puedes preguntarme algo así?

Ella agitó la cabeza ligeramente. Las emociones jugaban en su rostro… nerviosismo por tener que hacer la pregunta, miedo por la posible respuesta, un toque de vergüenza por siquiera pensar en la posibilidad, la rabia burbujeando.

—No lo sé —dijo en un tono que no tenía bajo su completo control—. Es sólo que… bien, tenías motivos, más o menos.

—Quizá para Hans, ¿pero para tu padre? —Peter extendió los brazos—. Si matase a todos los que me parecen idiotas, tendríamos cadáveres apilados hasta el techo.

Cathy no dijo nada.

—Además —continuó Peter, sintiendo la necesidad de llenar el silencio—, probablemente hay un montón de maridos furiosos a los que les gustaría ver muerto a Hans.

Cathy lo miró directamente.

—Pero si lo que dices de esos maridos es cierto, ninguno de ellos tendría nada contra mi padre.

—Esa estúpida detective te está poniendo paranoica. Te lo juro, no maté a tu padre o a… —dijo el nombre entre dientes— Hans.

—Pero si la detective tiene razón, fueron obra de un asesino a sueldo.

—Tampoco pagué a nadie. Dios mío, ¿quién crees que soy?

Ella movió la cabeza.

—Lo siento. Sé que no harías nada así. Es sólo que, bien, parecía algo que alguien en tu posición podría hacer… es decir, si ese alguien no hubieses sido tú.