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—Sarkar me preguntó lo mismo —dijo él, molesto—. Pero no puedo pensar en nadie.

—¿Qué hay… qué hay de mí? —dijo Cathy.

—¿Tú? Por supuesto que no.

—Pero te he hecho daño.

—Sí. Pero no deseo tu muerte.

Las palabras de Peter parecieron no calmarla.

—Cristo, Peter, ¿cómo habéis podido hacer algo tan estúpido?

—Yo… yo, no lo sé. No era nuestra intención.

—¿Qué hay de la detective?

—¿Qué pasa con ella?

—¿Qué pasará cuando se acerque demasiado a la verdad? —preguntó Cathy—. ¿También querrás que muera?

Sarkar llegó a la casa de Peter y Cathy a las 10.15 del día siguiente.

Se sentaron, los tres, mascando bagels pasados.

—Entonces, ¿qué hacemos ahora? —dijo Cathy, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Ir a la policía —dijo Sarkar.

—¿Qué? —Peter estaba sorprendido.

—La policía —dijo Sarkar una vez más—. Esto está completamente fuera de control. Necesitamos su ayuda.

—Pero…

—Llamar a la policía. Decirles la verdad. Éste es un fenómeno nuevo. No esperábamos este resultado. Decírselo.

—Si lo haces —dijo Cathy lentamente—, habrá repercusiones.

—Claro —dijo Peter—. Se presentarán cargos.

—¿Qué cargos? —dijo Sarkar—. No hemos hecho nada malo.

—¿Estás bromeando? —dijo Peter—. A mí quizá podrían acusarme de asesinato. O cómplice de asesinato. Y a ti podrían acusarte de negligencia criminal.

Los ojos de Sarkar se abrieron.

—Neg…

—Sin mencionar posibles acusaciones por piratería informática —le dijo Cathy—. Si lo entiendo bien, has creado un programa que está ahí fuera violando los ordenadores de otras personas y robando recursos. Eso es un delito.

—Pero no pretendíamos hacer daño —dijo Sarkar.

—El fiscal nos tendría en sus manos —dijo Peter—. Un hombre y su mejor amigo crean un software que mata a la gente que el hombre odiaba. Es muy fácil desestimar cualquier afirmación de que no teníamos eso en la cabeza desde el principio. ¿Y recuerdas el caso contra Consolidated Edison? Estatutos Frankenstein. Aquellos que buscan los beneficios de una tecnología deben soportar los costes de las consecuencias no previstas.

—Ésas son leyes americanas —dijo Sarkar.

—Sospecho que un tribunal canadiense adoptaría un principio similar —dijo Cathy.

—No importa —dijo Sarkar—, los sims tienen que ser detenidos.

—Sí —dijo Cathy.

Sarkar miró a Peter.

—Coge el teléfono. Marca nueve-uno-uno.

—Pero ¿qué podría hacer la policía? —preguntó Peter, extendiendo los brazos—. Estaría a favor de contárselo, quizá, si hubiese algo que pudiesen hacer.

—Podrían ordenar apagar la red —dijo Sarkar.

—¿Estás bromeando? Sólo el CSIS o la RCMP podrían hacerlo… y apuesto a que tendrían que invocar la Ley de Medidas de Guerra para poder suspender el acceso a la información a gran escala. Mientras tanto, ¿qué pasa si los sims se han ido a EE.UU.? ¿O han cruzado el Atlántico? —Peter negó con la cabeza—. No hay forma en que podamos limpiar toda la red.

Sarkar asintió lentamente.

—Quizá tengas razón.

Se quedaron en silencio durante un tiempo. Finalmente, Cathy dijo:

—¿No hay alguna forma en que vosotros pudierais limpiar la red?

La miraron expectantes.

—Ya sabéis —dijo—, crear un virus que los busque y los destruya. Recuerdo el worm de Internet de cuando estaba en la universidad… estaba por todo el mundo en cuestión de días.

Sarkar parecía apasionado.

—Quizá —dijo—. Quizá.

Peter lo miró. Intentó mantener la calma en la voz.

—Después de todo, los sims son enormes. No deben ser difíciles de encontrar.

Sarkar estaba asintiendo.

—Un virus que verificase todos los ficheros mayores de, digamos, diez gigabytes… Podría buscar dos o tres estructuras básicas de tus redes neuronales. Si las encuentra, borra el fichero. Sí… sí, creo que podría crear algo así. —Se volvió a Cathy—. ¡Brillante, Catherine!

—¿Cuánto tiempo llevaría crearlo?

—No lo sé con seguridad —contestó Sarkar—. No he escrito nunca un virus. Un par de días.

Peter asintió.

—Recemos para que funcione.

Sarkar lo miró.

—Miro hacia la Meca cinco veces al día y rezo. Quizá tendríamos mejor suerte si vosotros dos también rezáis. —Se puso en pie—. Mejor me voy. Tengo mucho trabajo que hacer.

39

Peter se había intentado preparar para el encuentro inevitable. Aun así, cada vez que sonaba el intercomunicador, su corazón se disparaba. Las primeras veces fueron falsas alarmas. Entonces…

—Peter —dijo la voz de su secretaria—, el inspector Philo desea verte, de la Policía Metropolitana.

Peter respiró hondo, contuvo el aliento durante unos segundos, y lo dejó escapar en un largo suspiro. Tocó el botón del intercomunicador.

—Dígale a ella que pase, por favor.

Un momento más tarde la puerta de su oficina se abrió y Alexandria Philo entró. Peter había esperado que vistiese un uniforme de policía. En su lugar, llevaba una chaqueta blazer profesional, pantalones a juego y una blusa color café. Llevaba dos diminutos pendientes verdes. El pelo corto era de un rojo vivo, sus ojos verde brillante. Y era alta. Llevaba un maletín negro.

—Hola, detective —dijo Peter, poniéndose en pie y extendiendo la mano.

—Hola —dijo Sandra, dándole un apretón firme—. ¿Doy por supuesto que me esperaba?

—Mm, ¿por qué lo dice?

—No pude evitar oírle hablar con su secretaria. Usted dijo «dígale a ella que pase». Pero no le había dicho mi nombre, ni le había dado ninguna indicación de que fuese mujer.

Peter sonrió.

—Es muy buena en su trabajo. Mi mujer me ha contado un par de cosas sobre usted.

—Entiendo. —Sandra estaba en silencio, mirándole expectante.

Peter rió.

—Por otra parte. Yo también soy muy bueno en mi trabajo. Y gran parte de él consiste en asistir a reuniones con figuras del gobierno, y todas han recibido clases en comunicación interpersonal. Va a necesitar algo más que un silencio prolongado para que le cuente todas mis intimidades.

Sandra rió. No le había parecido bonita a Peter cuando había entrado, pero cuando reía parecía muy agradable.

—Por favor, siéntese, señora Philo.

Ella sonrió y se sentó, alisándose los pantalones como si llevase faldas a menudo. Cathy tenía el mismo hábito.

Hubo un corto silencio.

—¿Le gustaría tomar café? —preguntó Peter—. ¿Té?

—Café, por favor. Doble. —Parecía incómoda—. Ésta es una parte de mi trabajo que no me gusta, doctor Hobson.

Peter se levantó y fue hasta la cafetera.

—Por favor… llámeme Peter.

—Peter —sonrió—. No me gusta cómo la gente implicada es tratada en casos como éste. En ocasiones los policías tratamos a la gente con poco respeto por la educación o la presunción de inocencia.

Peter le dio la taza.

—Por tanto, doctor… —Se detuvo y sonrió—. Por tanto, Peter, voy a tener que hacerle algunas preguntas, y espero que entienda que es sólo mi trabajo.

—Por supuesto.

—Como sabe, uno de los compañeros de trabajo de su mujer fue asesinado.

Peter asintió.

—Sí. Nos dejó aturdidos.

Sandra lo miró con la cabeza inclinada a un lado.

—Lo siento —dijo Peter confundido—. ¿He dicho algo incorrecto?

—Oh, nada. Es sólo que las pruebas demuestran que se usó un aturdidor para someter a la víctima. Su comentario de estar aturdidos me pareció gracioso. —Levantó la mano—. Perdóneme; este trabajo nos pone la piel muy dura. —Una pausa—. ¿Ha usado alguna vez un aturdidor?