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Y realmente su consciencia pesaría mucho sobre él durante el resto de los días de su vida.

Todos íbamos directamente al Cielo, todos íbamos directamente al otro lado.

Peter se volvió para encararse con su mujer.

—¿Alguna resolución de año nuevo?

Ella asintió. Sus ojos buscaron los suyos.

—Voy a dejar el trabajo.

Peter estaba sorprendido.

—¿Qué?

—Voy a dejar el trabajo en la agencia. Tenemos más dinero del que nunca imaginamos, y ganarás aún más con los contratos para el Detector de Almas. Voy a volver a la universidad y conseguir un máster.

—¿En serio?

—Sí. Ya he recogido los impresos.

Hubo silencio entre ellos mientras Peter intentaba decidir qué responder.

—Eso es maravilloso —dijo finalmente—. Pero… no tienes por qué hacerlo, ya lo sabes.

—Sí, lo sé. —Levantó una mano del regazo—. No es por ti. Es por mí. Ya es hora.

Él asintió una vez. Lo entendió.

La imagen principal de televisión mostraba un primer plano de un reloj digital gigante, los números estaban formados por una matriz de bombillas blancas: 23.58.

—¿Qué hay de ti? —preguntó.

—¿Sí?

—¿Tienes alguna resolución de año nuevo?

Pensó por un momento, luego se encogió de hombros ligeramente.

—Sobrevivir al 2012.

Cathy tocó su mano. Once cincuenta y nueve.

—Sube el sonido —dijo.

La multitud rugía de emoción. Al llegar la medianoche, la maestra de ceremonias, una bonita videojockey de Mucha-Música, la estación de música por cable, dirigió a la horda en la cuenta atrás.

—Quince. Catorce. Trece.

En el pequeño recuadro dentro de la imagen principal, la bola de Time Square había comenzado a bajar.

Peter se inclinó sobre la mesa y llenó dos copas con burbujeante agua mineral.

—Diez. Nueve. Ocho.

—Por el año nuevo —dijo, dándole a ella una copa.

Las entrechocaron.

—¡Cinco! ¡Cuatro! ¡Tres!

—Por un año mejor —dijo Cathy.

Miles de voces por los altavoces estéreos:

—¡Feliz año nuevo!

Peter se acercó y besó a su mujer.

Comenzó a sonar Auld Lang Syne.

Cathy miró directamente a los ojos de Peter.

—Te quiero —dijo, y Peter supo que las palabras eran sinceras, supo que no había engaños. Confiaba completa y absolutamente en ella.

Él la miró maravillado, con los ojos abiertos, y sintió una emoción, el tipo de emoción alocada triste/feliz que es tanto biológica como intelectual, simultáneamente cuerpo y mente… el tipo de emoción hormonal impredecible que formaba parte del ser humano.

—Y yo te amo a ti también —dijo él. Se reunieron en un abrazo cálido—. Te amo con todo mi corazón, y con toda mi alma.

Espíritu sabía cuál era la elección que había tomado Peter Hobson. Es decir, el otro Peter Hobson. El que resultaba ser de carne y hueso. Cualquier respuesta que existiese a las preguntas sobre la vida y la muerte, acabaría teniéndola con el tiempo. Espíritu lloraría a su hermano cuando éste muriese, pero también lloraría por sí mismo… el ser artificial que nunca podría obtener las mismas respuestas.

Sin embargo, el Peter biológico acabaría enfrentándose a su creador, Espíritu, la simulación del alma, se había convertido en creador. La red había crecido exponencialmente a lo largo de los años. Tantos sistemas, tantos recursos. Y de ese enorme cerebro, como en los cerebros bioquímicos originales de la humanidad, sólo se usaba una diminuta fracción. Espíritu no tuvo problemas para encontrar y reclamar todos los recursos que necesitaba para crear su nuevo universo.

Y, como hacen todos los creadores, al final hizo una pausa para admirar su obra.

Cierto, era vida artificial.

Pero, por otra parte, también lo era él. O, más exactamente, era vida artificial después de la muerte. Pero a él le parecía real. Y quizás, en el análisis final, eso era todo lo que importaba.

Peter —el Peter de carbono— había dicho que en su corazón, él sabía que la vida simulada no era tan real, no estaba tan viva, como la vida biológica.

Pero Peter no había experimentado lo que Espíritu había experimentado.

Cogito ergo sum.

Pienso luego existo.

Espíritu no estaba solo. Su ecología artificial había seguido evolucionando, con Espíritu como árbitro de lo adecuado, espíritu imponiendo los criterios de selección, Espíritu modelando la dirección que tomaría la vida.

Y, al menos, había encontrado el algoritmo genético que había estado buscando, la estructura de éxito que era más adecuada para su mundo simulado.

En la realidad de Peter y Cathy Hobson, la mejor estrategia de supervivencia era esparcir los genes como una escopeta de perdigones, distribuirlos lo más ampliamente posible. Ése era el único hecho que modelaba el comportamiento humano —en realidad, el que modelaba el comportamiento de toda la vida de la Tierra— desde el comienzo.

Pero esa realidad se había producido aparentemente por azar. La evolución en la Tierra, por lo que Espíritu sabía, no tenía meta ni propósito, y el criterio de éxito cambiaba con el entorno.

Pero aquí, en el universo que Espíritu había creado, la evolución estaba dirigida. No había selección natural. Sólo había Espíritu.

Su vida artificial había desarrollado la consciencia y la cultura, y el lenguaje y las ideas. Esos seres rivalizaban con los humanos en capacidad y complejidad. Pero diferían en un aspecto importante. Para los hijos de Espíritu, la única estrategia que funcionaba, la única que garantizaba la supervivencia de los propios genes de una generación a la siguiente, era no diluir la unión original entre dos individuos.

Le había llevado mucho tiempo a su evolución simulada desarrollar organismos que funcionasen de esa forma, organismos para los que la monogamia era la estrategia de supervivencia de mayor éxito, organismos que se desarrollaban en la sinergia de dos, y sólo dos seres, que se reunían en una verdadera unión de por vida.

Había consecuencias sutiles y otras que no lo eran tanto. En el macronivel, Espíritu se sorprendió al descubrir que sus nuevas criaturas no hacían la guerra, no aspiraban a conquistar a sus vecinos o poseer la tierra de sus vecinos.

Pero había algo bueno.

Una vida de unión. Una vida sin traición.

Espíritu contempló su nuevo mundo, el mundo que había creado, el mundo del que era Dios.

Y por primera vez en mucho tiempo comprendió que quería realizar una acción física; quería hacer algo que exigía carne y hueso, músculo y sangre.

Quería sonreír.

Epílogo

Peter y Cathy Hobson tuvieron la fortuna de compartir otras cinco décadas de vida… décadas de alegría y tristeza, de felicidad y dolor, décadas vividas al máximo, saboreando cada minuto. Pero, al final, acabó. Cathy Hobson murió tranquilamente mientras dormía el 29 de abril de 2062, a la edad de noventa y un años.

Y, como sucede a menudo con parejas que han estado juntas durante mucho tiempo, Peter Hobson, solo en casa, sintió un dolor agudo en el pecho tres semanas después. El ordenador doméstico lo vio caer al suelo y pidió una ambulancia, pero incluso al hacerlo, el ordenador consideró poco probable que la ayuda llegase a tiempo.

Peter cayó de lado. El dolor era insoportable.

La elección de Hobson, pensó.

El caballo más cercano a la puerta.

Una puerta que se abría para él…