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Y luego, de pronto, no hubo más dolor.

Peter sabía que el corazón se le paraba. Sintió que el pánico crecía en su interior, pero eso también quedó de pronto a un lado, anónimo, como si perteneciese a otra parte de él.

Y, a la vez, todo fue diferente.

No podía ver.

No podía oír.

En realidad, no podía sentir nada en ninguna forma normal humana… ni tacto, ni olfato, ni gusto, ni siquiera el extraño sentido de tener un cuerpo, de saber cómo estaban situados los miembros.

Ningún sentido en absoluto, excepto…

Excepto un… un tropismo, una atracción hacia algo… algo lejano, algo grande.

Él todavía era Peter Hobson, todavía era un ingeniero, un hombre de negocios, y… bien, seguro que también era otras cosas.

Sí, todavía era… Hobson, eso era. Peter G. La G era por… bien, no importaba. Recordaba…

Nada. Nada en absoluto. Ahora todo se había ido.

Por supuesto. La memoria era bioquímica, codificada en redes neuronales. Se había quedado separado del medio de almacenamiento.

Él… pronombre equivocado. Ello era más apropiado. Sin género. Un intelecto…

Un intelecto sin memoria, sin cambios de humor hormonales, sin venenos de la fatiga, o endorfinas o… o miles de otros compuestos químicos cuyo nombre ya no podía recordar. Apartado de la química, divorciado de la biología, separado de la realidad material.

El tropismo continuaba, llevándole, moviéndole hacia… algo.

¿Qué quedaba de una persona una vez que el cuerpo y todo lo que había sido el cerebro físico era eliminado?

Sólo una cosa… lo único que podía sobrevivir.

Sólo la esencia. La chispa. El núcleo.

El alma.

Sin género, sin identidad, sin memoria, sin emociones.

Y sin embargo…

Se acercaba aún más ahora.

Algo grande. Algo vibrante.

Corrección: algos. Plural. Docenas… no, miles. No… más que eso. Órdenes de magnitud más. Billones. Billones, todos juntos, todos funcionando a la vez.

El alma sabía lo que era ahora, comprendía por fin, todas las preguntas tenían respuestas. Era un trozo, una viruta, una iota, la parte más diminuta, el bloque indivisible fundamental.

Un átomo de Dios.

Finalmente, el alma se reunió con el cuerpo padre, se reunió con la vastedad, se mezcló con ella, tocando todo lo que alguna vez había sido humano, y todo lo que alguna vez lo sería.

No era el Cielo. No era el Infierno.

Era el hogar.

Presentación

Es evidente que Robert J. Sawyer se configura ya como el fenómeno indiscutible de la ciencia ficción canadiense. Desde la aparición de su primera novela, Golden Fleece, a la que el mismo Orson Scott Card calificó de mejor novela de 1990, Sawyer ha desarrollado una espectacular carrera repleta de éxitos y premios.

Con sus dos últimas obras, El experimento terminal (1995) que hoy presentamos, y Starplex (1996), Sawyer se incluye ya en las listas de los finalistas del premio Hugo y del Nébula, tras haber obtenido en diversas ocasiones el premio Aurora de la ciencia ficción canadiense, el Homer (del Forum de ciencia ficción de Compuserve), y otros premios diversos como el Gran Prix de l'Imaginaire francés, el Seiun japonés, el Arthur Ellis o una mención honorífica en el premio UPC de 1996.

La carrera fulgurante de este autor que, desde Canadá y en sólo seis años, se proyecta en todo el mundo, justifica la cita de The Montreal Gazette que presentamos en la portada: «¿Es Sawyer la respuesta canadiense a Michael Crichton? Muy posiblemente, sí.»

Ese éxito se basa en unas novelas que deben mucho a la elección de unos personajes normales envueltos en unas tramas de misterio que se resuelven brillantemente con las técnicas habituales en los mejores thriller. En el caso de Sawyer, no obstante, la temática es la de la ciencia ficción hard complementada con una interesante reflexión sobre las cuestiones morales y sobre la inevitable subjetividad de los comportamientos éticos.

En unos tiempos en que la tecnociencia y sus realizaciones modifican y alteran rápida y globalmente las condiciones de vida en todo el planeta, no es ocioso preguntarse sobre la moralidad y el componente ético de la actividad de científicos e ingenieros. Ésa parece ser la gran especialidad de Robert J. Sawyer, quien cuenta además con una capacidad especulativa superior y con una facilidad para explicar y divulgar la ciencia que recuerda a la del mejor Asimov.

Estoy convencido de que Sawyer está llamado a ser una referencia importante de la ciencia ficción mundial. Sus obras son amenas, lineales, sencillas y fáciles de leer, sus personajes son gente normal, poco atormentada tal vez, pero que sufren contratiempos y situaciones en las que pueden reconocerse la mayoría de los lectores. Por otra parte, las especulaciones científico-tecnológicas de Sawyer siempre resultan interesantes.

Por diversas razones que ahora no vienen a cuento, tuve la oportunidad de realizar personalmente la traducción de Hélice, la novela corta con la que Sawyer ganó la mención honorífica en el premio UPC de 1996. El trabajo de traductor, mucho más dilatado y profundo que el de lector, me permitió entonces comprobar, entre otras muchas cosas, la soltura con que Sawyer hace llegar al lector, creo que incluso al no experto, los elementos centrales de las ideas científicas más complejas (ingeniería genética y paleontología en aquel caso). El lector de El experimento terminal puede comprobarlo, por ejemplo, en la efectiva exposición del concepto de «evolución acumulativa» que encontrará en el capítulo 24 de esta novela.

Por experiencia sé que la tarea del divulgador científico no es nada fácil y, en cierta forma, el autor de ciencia ficción hard está obligado a realizar esa actividad aunque sólo sea porque se mueve siempre en el borde mismo de la ciencia y la tecnología del futuro. Sawyer se desenvuelve muy bien en esta labor.

Debo decir que, en un principio, me sorprendió la forma en que Orson Scott Card valoró la primera novela de Robert J. Sawyer, Golden Fleece (1990). Tras considerarla la mejor novela de ciencia ficción del año, Card añadía: «Condenadamente buena. Compré dos ejemplares: uno para leer y guardar, y el otro para animar a los amigos diciendo: “¡Léelo! ¡Ahora mismo!”»

Tal vez por ser catalán, sólo adquirí un ejemplar de Golden Fleece cuando en enero de 1991 estuve unos días en la Universidad Politécnica de Virginia, en ocasión de un viaje como vicedecano de la Facultad de Informática de la UPC. Por cierto, Golden Fleece («El vellocino de oro») estaba en la lista de los títulos de ciencia ficción más vendidos en la librería del campus, lo que dice bastante a favor de la novela, y mucho más sobre el peso de las opiniones de un autor querido y respetado como Card.

Leí Golden Fleece (de lectura fácil y rápida) en el vuelo de regreso y me pareció interesante aunque, tal vez, no excepcional. Lo que me sorprendió, y de pasada me hizo comprender las razones de la valoración de Card, fue el tratamiento moral del tema. Mezclando ciencia ficción y el más clásico misterio policíaco, Sawyer intentaba mostrar un conflicto a través de dos puntos de vista: el de un humano y el de una inteligencia artificial, tratando a ambos con la misma honestidad y deferencia. El lector, ante las razones expuestas, debía llegar a su propio juicio sobre cuál de los dos posee la razón moral en el enfrentamiento. Un planteamiento interesante que, a mi entender, explica el interés de Card por la obra.