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– Es por eso que es la mejor -aclaró Jack. Tenía un botellón en la mano-. ¿Qué prefieres con el gin, Poppy?

– Lo tomo solo, gracias.

– No puedes hacer eso, querida -interrumpió Kate con firmeza-. Deja que lo pruebe con agua tónica, Jack.

Poppy agarró su vaso y estornudó a causa de las burbujas.

– Nunca voy a pasar por alguien de la clase alta, si es eso lo que esperan -les dijo.

– Estarás perfecta como eres -Jack se dirigió a Kate-. Con el vestido queda divina.

Kate quiso verla y Poppy lo sostuvo delante de ella.

– Es muy audaz -comentó Kate-. ¿Lo elegiste tú?

Poppy decidió ignorar la pregunta. Sentía olas de celos de Kate, pero no podía entender sus razones. Guardó el vestido.

– ¿No van a decirme para qué me quieren?

– Ya verás -contestó Jack-. Elige una -surgido de la nada apareció en su mano derecha un mazo de cartas formando un perfecto abanico.

Poppy sacó una carta.

– ¿Digo lo que es?

Jack asintió.

– Siete de corazones.

Cerró el mazo y lo cortó.

– Vuelve a ponerlo.

Poppy vio cómo él cubría la carta con parte de mazo y lo mezclaba varias veces.

– ¿Ahora puedes decirme dónde está?

– ¿Es la de más arriba?

– Te engañó -rió Kate-. No está allí.

Poppy tomó el mazo y buscó el siete de corazones. Pasó las cartas lentamente. No estaba.

– ¡Fantástico! Así que es jugador…

– ¡Demonios!

– Tendrías que haber vigilado su mano izquierda -le aclaró Kate con voz hastiada- la escondió en la palma.

– Mira esto -pidió Jack. Dio dos manos de cinco cartas sobre la mesa de vidrio-. Mira la tuya.

Poppy tenía el ocho, nueve, diez, jack y reina de picas.

– Te acabo de dar una escalera servida. ¿Cuánto apostarías a eso, Poppy? ¿Tu nuevo vestido? No lo hagas, la mía es una escalera real -dio vueltas las cartas y descubrió un as, rey, reina, jack y diez de diamantes-. No, no soy prestidigitador. Sé algunas triquiñuelas, pero no las hago para divertir a la gente. Me gano la vida jugando a las cartas, lo mismo que Kate. Cuando puedes trabajar el mazo estás muy cerca del dinero.

– Oh, no -dijo Poppy molesta.

– ¿Qué pasa?

– ¿Me han comprado ese vestido porque necesitan ayuda?

– Pues, sí.

– ¿Saben?, no pudieron haber elegido peor. No podría jugar a las cartas ni aunque me fuera la vida en ello.

9

A la mañana siguiente hubo un violento incidente en la floristería al lado de la estación de Richmond. Cuando acababan de abrir entró una mujer con sombrero de terciopelo verde jade y abrigo negro con cuello de castor. Alma estaba eligiendo flores para la vidriera y reconoció a Lydia Baranov por las fotografías. El rostro había perdido la suavidad juvenil de Trilby en el teatro Royal de Windsor y la fragilidad de Dora Vane en Harbour Lights, pero todavía conservaba la elegancia de formas y una expresión de seguridad muy teatral.

Al acostarse la noche anterior, Alma había hojeado las páginas del álbum de recortes. Se sintió desilusionada al no encontrar ningún retrato de Walter más joven, en el día de su casamiento o con uniforme de soldado. No era más que una recopilación de la vida de Lydia en el teatro y casi todo de antes de la guerra. Esa mañana lo había llevado de vuelta a la floristería en una bolsa, cubierto con un pañuelo por si llovía. Al llegar a la floristería la había dejado colgada de un gancho detrás de ella.

Alma estaba acostumbrada a que los clientes la trataran como a una criada, sobre todo las mujeres. Para ella no era más que una vendedora y al verlas entrar daba por sentado que olerían las flores y le preguntarían el precio sin ni siquiera dirigirle una mirada. Sabía que repiquetearían con los dedos en el mostrador mientras atendía a otro cliente y que una vez elegido el ramo insistirían en que reemplazara algunas flores por otras más frescas. Pero no estaba preparada para Lydia Baranov.

Alma pensaba ir al consultorio a la hora del almuerzo a entregar el álbum. Deseaba dárselo a Walter en persona.

Así que cuando Lydia se precipitó dentro de la floristería y se lo pidió, Alma dudó un instante.

– ¿A qué álbum se refiere, señora?

– No se atreva a insolentarse conmigo.

– Lo siento señora, pero no recuerdo haberla visto antes.

Lydia adoptó el tono de alguien que habla con un imbécil.

– Mi marido, el señor Baranov, lo dejó aquí anoche.

Alma supo que tendría que entregarlo. Se volvió para sacarlo de su bolsa al tiempo que se daba cuenta con inquietud de que tendría que explicar por qué estaba allí, en su bolsa de compras. Estaba por decir que lo había puesto esa mañana para entregarlo en el consultorio del doctor Baranov, cuando Lydia le agarró el brazo.

– ¿Qué tiene allí? ¿Qué demonios está haciendo mi álbum en su bolsa de la compra?

Sin esperar respuesta arrancó la bolsa de las manos de Alma, sacó el álbum y arrojó la bolsa y el pañuelo a través de la floristería. Estos golpearon un florero con gladiolos del escaparate y lo volcaron. El agua corrió por el suelo sin que Lydia le prestara la menor atención. Cuando Alma salió de detrás del mostrador para levantar el florero, Lydia la tomó del cuello de la blusa y la empujó contra el mueble.

– Ya veo lo que ha estado haciendo. Se llevó mi álbum a su casa para mirarlo. Eso es una violación, una invasión de mi vida privada. Algo desagradable y asqueroso -la abofeteó.

Cuando a las diez y cuarto llegó la señora Maxwell, dueña de la floristería, el florero de gladiolos ya estaba otra vez en su pedestal en el escaparate limpio. Felicitó a Alma, dijo que unos pocos minutos de trabajo con el trapo y el balde por la mañana refrescaban el negocio todo el día. Siempre valía le pena. La señora Maxwell miró a Alma y vio que tenía la mejilla roja. Pensó que estaba ruborizada. Siempre había opinado que unas palabras de elogio eran el mejor premio para una empleada.

Alma había decidido no mencionar su incidente con Lydia Baranov. Se sentía humillada por el ataque, pero no necesitaba compasión. Poco tiempo después de que Lydia abandonara la floristería apretando el álbum contra su pecho, Alma sintió una sensación no del todo desagradable. La sangre invadiendo los capilares había dejado paso a un calor estimulante que atenuaba los pinchazos de la bofetada en la mejilla. Lydia era una mujer desesperada que estaba perdiendo el amor de su marido.

Cuando el negocio estaba tranquilo, Alma solía preparar las palmas y las coronas mortuorias en la trastienda. Hacia la hora del almuerzo sujetaba unas ramas de acebo en una cruz cuando oyó una voz conocida. Walter Baranov hablaba con la señora Maxwell en la floristería.

Alma contuvo la respiración.

La señora Maxwell apareció en la puerta y le dijo que un caballero deseaba verla por un asunto personal. En su voz se notaba un dejo de censura. Le sugirió además que sería más conveniente que adelantara su hora para almorzar.

Unos minutos después, Alma no cabía en sí por estar caminando bajo el sol con Walter. No hacía más que mirar los objetos familiares para convencerse de que era cierto; las palomas en el campo de cricket, la hilera de olmos, la cúpula verde del teatro, los callejones entre los edificios.

La voz de Walter tenía un dejo de preocupación. Se notaba la tensión en los músculos de su cuello y las mejillas, en el modo en que encorvaba los hombros. Sin embargo conservaba su dignidad y, para Alma, el hecho de tomar para sí las ofensas de otro lo hacía más atractivo.

– Vine en cuanto pude -dijo-. Lydia, mi mujer, me llamó al consultorio. Dijo que la había golpeado. ¿Es cierto?

Alma contestó con toda la calma de la que fue capaz.

– Creo que estaba muy perturbada. Vio su álbum en mi bolsa. Habrá pensado que lo llevé a mi casa para mirarlo…