– Ya sé, ya sé… pero ella no debió haberle pegado -se volvió hacia Alma y rozó su brazo en un gesto de preocupación-, ¿Está usted bien?
– Muy bien. Fue más la sorpresa que el golpe… en realidad me sentí muy molesta.
– ¿No le manchó el vestido? Creo que derramó agua.
– No hubo ningún daño y no se lo he mencionado a nadie.
– Eso es más de lo que podemos esperar, gracias señorita Webster, y no sé cómo darle las gracias.
Alma contestó con la súbita temeridad de una mujer de carácter.
– Puede llamarme Alma.
Walter la miró y sus ojos se encontraron un instante. Parecía sorprendido, arrancado de pronto de sus propósitos. Estaba intrigado, y juntó las manos como para alejar la inconveniencia.
– Mire, Alma… Quiero explicarle por qué ocurrió esto. Es lo menos que puedo hacer.
– No es necesario.
– Insisto. Tendrá que hacerme el honor de cenar conmigo. ¿Le parece bien mañana por la noche? Creo que en Hill hay un buen restaurante francés. Es muy tranquilo y allí podremos hablar.
Aunque su corazón latía enloquecido, Alma logró aceptar sin perder su dignidad. Le dio su dirección y Walter prometió pasar a buscarla. Ahora sus ojos brillaban y tenía un aspecto más vivaz. La saludó levantando el sombrero y se alejó en dirección a la estación.
Alma siguió caminando por el parque, dando al fin rienda suelta a su excitación, a la alegría inexpresable que sólo había conocido en las páginas de los libros. ¡Qué compensación tan maravillosa para una bofetada! Estaba invitada a cenar con el hombre que amaba. El hecho de que fuera casado no hacía más que aumentar su sensación de triunfo. Ella no había hecho nada malo. Lo que ocurriese sería el precio que Lydia tendría que pagar por su falta de decoro.
Se dirigió tarareando una suave melodía hasta la peluquería de la calle Duke y concertó una cita. Cuando regresó a la floristería y la señora Maxwell le advirtió que no aprobaba que sus ayudantes recibieran amigos en el negocio. Alma contestó con tranquilidad que no volvería a suceder.
10
Walter llegó a buscarla a las siete y media. Alma le había pedido a la criada que se quedara para abrirle y estaba delante del tocador cuando oyó voces abajo. Se puso un poco de perfume en el cuello y poniéndose de pie alisó su vestido de crêpe amarillo oscuro y las cuentas de su collar de ámbar. Estaba lista. Era la noche más importante de su vida y se sentía tranquila y serena. Walter se sentiría impresionado ante tanta serenidad.
Se puso la capa sobre los hombros y bajó a recibirlo. Bridget le había servido un jerez seco. Walter, que tenía un aire formal, se adelantó un paso, inclinó la cabeza y la llamó señorita Webster. Esa noche el celeste de sus ojos era más profundo y con la corbata blanca y el traje de noche podía haber pasado por un pianista o un diplomático. Tenía un rubí en cada uno de sus gemelos de oro.
Había reservado una mesa en Black Grape, a sólo cincuenta metros de distancia de su casa. Alma pasaba por allí todas las mañanas cuando las persianas estaban cerradas. A veces cuando volvía del trabajo por la noche veía velas en las mesas y saleros y pimenteros de plata y servilletas rojas en forma de nenúfar. Nunca había entrado.
Los acompañaron hasta un rincón y les retiraron las sillas para que se sentaran. Mientras el camarero las volvía a poner en su lugar, Alma tuvo el extravagante pensamiento de que no era muy distinto a acomodarse en la cama. Les alcanzaron el menú. Entendía el francés, pero dejó que Walter la guiara. Él le preguntó su nombre al camarero y le pidió que informara a chef que esa noche cenaban allí la señorita Alma Webster y el señor Walter Baranov.
– Oh, no creo que me conozcan aquí -susurró Alma cuando el mozo se hubo alejado con su orden.
– De ahora en adelante la conocerán -replicó Walter sin bajar la voz-, A mí tampoco me conocen, pero piensan que deberían, y eso marca la diferencia entre un servicio de primera clase y una mera atención. Y ahora, tengo que agradecerle su tacto y consideración.
Frunció el ceño.
– No sé lo que quiere decir.
Él la miró con severidad.
– No se atreva a negar, jovencita, que podría haber leído el menú sin mi ayuda.
Alma se ruborizó como una chiquilla culpable. Le gustaban sus modales autoritarios. Parecía salido de The Way Of The Eagle.
– ¿Cómo lo adivinó?
– No lo adiviné. Le miré los ojos. Antes de la guerra me ganaba malamente la vida como adivinador en el music-hall El noventa por ciento del número estaba basado en artimañas, pero se pueden aprender muchas cosas observando. Por ejemplo, ¿sabe que alguien ha estado hablando de nosotros?
– ¿Oh?
Acababa de aparecer un camarero y les dirigió la palabra desde detrás de Alma.
– El gerente le manda sus saludos, señor Baranov. Le gustaría ofrecerles a usted y a la señora una copa de champagne.
– La aceptaremos con gusto -respondió Walter-, Déle las gracias, por favor -se dirigió a Alma-. ¿Ya ve?
– Estoy impresionada.
– Estaba por decirle que estudiando los ojos de la gente y la manera en que reaccionan y se anticipan a mis comentarios, puedo descubrir cosas que no pensaban decirme.
Alma rió.
– Tendré que tener más cuidado.
– No tiene por qué preocuparse. No descubro demasiadas cosas, de otro modo ya hubiera hecho una fortuna jugando al póquer.
– ¿Cómo se convirtió en adivinador del pensamiento?
– Fue porque no tenía sentido del equilibrio. No podía caminar como mi padre por la cuerda floja. Ni andar en motocicleta, ni hacer malabarismos, ni arrojar cuchillos. La vida que se lleva en los music-halls hace que los hijos de los que trabajan allí terminen delante de las luces del escenario. No hay muchas probabilidades de aprender otra cosa. Yo era la planta de un mago cuando tenía ocho años.
– ¿La planta?
A Walter le brillaron los ojos.
– Nada que ver con los geranios, por cierto. Una planta es un ayudante que simula formar parte del público. No es muy fácil para un chico quedarse sentado quieto con un conejo y dos palomas bajo el traje. Hice eso un par de años hasta que fui lo bastante mayor como para que me admitiera un adivinador del pensamiento. Seguí siendo una planta.
– ¿Pero no un geranio?
– Más bien un nomeolvides, supongo -exclamó Walter sonriendo-. Era un trabajo más agradable y aprendí lo suficiente como para montar un número propio al cumplir diecisiete años: «Walter Baranov, Clarividente y Extraordinario Adivinador del Pensamiento».
– Suena impresionante.
– Ojalá el número hubiera sido la propaganda. Tengo que confesarle, Alma, que nunca fui muy bueno. Algo me pasaba cuando estaba frente al público. No era miedo a la escena, sino más bien al revés. Me volvía demasiado seguro y me equivocaba. En lugar de limitarme a mi charla, improvisaba, y nueve de cada diez veces me hacía un lío con ciertos trucos mecánicos esenciales en la actuación. Los mejores son los que tiemblan como flanes antes de salir a escena. Yo nunca fui así.
– Estoy segura de que no fue tan mal como cuenta.
– Querida, era grotesco. Seguí durante años, pero sólo gracias a la generosidad de los gerentes del music-hall que le debían favores a mi padre. Así fue cómo conocí a Lydia. Su padre era el dueño del Streatham Empire. Lydia había acabado su actuación en una obra y esperaba otra y para divertirse se unió al número como mi asistente. En una semana lo transformó. ¡Qué éxito tuvimos! -los ojos de Walter brillaban. Sacudió la cabeza mientras sonreía ante el recuerdo.
Alma sintió celos, pero los reprimió.
– ¿Cómo hizo para cambiar el número?
– Dijo que necesitaba dramatismo, así que se sentó entre el público e hizo como que no creía en mis poderes. Anunció que yo era un tramposo. Tendría que haber oído a la gente cuando se levantó de su asiento y caminó por el pasillo hasta el escenario para desenmascararme. Y cuando mi primera tentativa de clarividencia fracasó, se pusieron de pie par aplaudir a Lydia. Y luego, el silencio, cuando funcionó la segunda prueba. ¡Qué dramatismo! Las reacciones de Lydia eran magníficas, dignas del mejor melodrama. Mientras ella permanecía con la boca abierta, incrédula, yo me concentraba en mi actuación y terminaba con gran estilo. Al final de cada número me aplaudían a rabiar.