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– Y se casó con Lydia…

Walter volvió a su ensoñación.

– Hubo más que eso.

Alma esperó, no queriendo parecer tan intrigada.

– Trabajé una semana con Lydia en el Empire y nos separamos -siguió Walter-. Tenía otro trabajo en el teatro dramático. Así que yo volví a mi número de adivinación sin ella. Era bastante deprimente, pero tenía que vivir, y no sabía hacer otra cosa. Entonces murió el padre de Lydia, dejándole una considerable fortuna, cuatro teatros y dos music-halls. Estaba muy ocupada como actriz y la dirección de esas cosas era demasiado para ella, pero lo tomó con ánimo. Se acordaba de mí y me contrató para el Canterbury -se rió-. Debo de haber sido terrible. Me convenció de que abandonara la escena y me casara con ella. Financió mi carrera de dentista. Decía que el mundo necesitaba más dentistas que clarividentes.

Alma no pudo contenerse.

– Perdóneme por decir esto, pero su matrimonio suena más como arreglo de negocios.

Walter echó pimienta a su escalope de ternera.

– Sí, eso es lo que es.

Se hizo un silencio. Alma no se animó a seguir adelante, pero su mente volaba.

– Al final Walter habló.

– Tal vez piense que me casé con ella por su dinero.

– Por supuesto que no -Alma se ruborizó-. Estoy segura de que se aman.

– ¿Amor? Muchas veces me pregunto qué quieren decir con eso.

– Es como algo mágico, ¿no cree? Es un poder que todo lo avasalla.

– Nunca fui bueno para la magia.

– Estoy segura de que cuando ocurre es inconfundible.

– Entonces tengo que pensar que nunca estuve enamorado de Lydia.

Al ver su sonrisa no pudo estar segura de si estaba haciendo el ingenuo.

– Es una mujer muy bella -exclamó Alma-. Y tiene una gran vitalidad.

– Es muy generosa con ella en vista de las circunstancias.

– Para ser justa, le diré que tenga razón en ofenderse. Vio su cuaderno en mi bolsa. Pensó que me lo había llevado a casa para examinarlo -hizo una pausa-. Tenía razón. Creí que podría haber algo sobre usted.

O ignoró o no oyó lo que Alma había dicho.

– Hace tiempo que Lydia está muy tensa -comentó-. No ha tenido un buen papel desde 1914. Va a las pruebas, pero le dan los papeles a actrices más jóvenes, con menos experiencia. Eso me hace sentir culpable.

– ¿Por qué?

– Mientras su carrera languidece, la mía se consolida día a día. Ella me metió en esto, pagó mis estudios, compró mi equipo y me instaló en Eaton Place. Todavía paga el alquiler del consultorio. Es mucho dinero.

– No tiene que culparse por tener éxito -le espetó Alma con ímpetu-. Usted justificó su confianza. Tiene que estar contenta.

– Sí, estoy seguro de que así es -su voz era generosa, hasta tierna.

Alma recordó su determinación de mantenerse tranquila.

– ¿Entonces por qué se siente culpable?

Walter la miró.

– Usted es muy buena. No le he explicado bien por qué la atacó en la floristería. La noche anterior tuvimos una discusión. Suele ocurrirle. Sufre muchas desilusiones y alivia sus tensiones volcando su furia sobre mí. Casi siempre puedo aguantarlo, pero esta vez salió con algo tan asombroso que no estuve a la altura. Dijo que está completamente desilusionada con el teatro inglés, así que piensa irse a los Estados Unidos para convertirse en estrella de cine.

Alma sintió palpitaciones.

– ¿Lo dice en serio?

– Temo que sí. Ya he hecho averiguaciones en la compañía naviera. Una vez trabajó con Charlie Chaplin, que es el dueño de una compañía cinematográfica llamada United Artists, junto con Mary Pickford y Douglas Fairbanks. Lydia confía en que Chaplin se acordará de ella y la ayudará a comenzar una carrera en el cine.

– ¡Qué idea tan extraordinaria! ¿Y usted? ¿Qué supone que hará?

Walter se encogió de hombros.

– Ni siquiera se ha preocupado por mí. Está obnubilada con la perspectiva de Estados Unidos. Para Lydia es el fin de estos últimos siete años penosos. Da por sentado que iré con ella.

– Pero usted tiene carrera…

– Se supone que debo dejarla y empezar de nuevo en los Estados Unidos.

– «Odontología Indolora Norteamericana».

La miró con sorpresa.

– ¿Se lo conté? Sí, tiemblo ante la sola idea de irme.

– ¿Se lo ha dicho?

– Lo intenté. No parece importarle si voy o me quedo. Ya estuvimos separados antes, por la facultad y la guerra. El nuestro nunca fue un matrimonio convencional. Pero ya ve, le debo todo a Lydia. A cambio siempre he tratado de darle mi apoyo, aunque no sea más que un oído dispuesto. Esta vez quedé asombrado al oírla. Y para colmo, había perdido su álbum de recortes. Más tarde recordé dónde estaba, pero para entonces Lydia ya había subido al piso de arriba furiosa. Temo que las consecuencias las sufrió usted.

Alma sonrió.

– ¿Así que es culpa suya?

– Sí, por supuesto.

Hablaron de otras cosas; floristerías, jardines, los paseos favoritos. El camarero limpió la mesa y llegaron los quesos y el café. Walter pagó la cuenta y dejó una generosa propina. Cuando salían, se acercó el gerente y le entregó una rosa roja a Alma, que se la acercó graciosamente, mientras cambiaba una mirada cómplice con Walter. Una vez fuera le confirmó que su floristería era la proveedora del restaurante.

Baranov la acompañó el corto trecho hasta su casa y ella le dio las gracias en la puerta por la velada. Expresó su deseo de que no se fuera muy pronto a Estados Unidos y cuando él le preguntó por qué, ella le recordó con buen humor que su tratamiento estaba sin terminar. Walter sonrió y las numerosas arruguitas que rodeaban sus ojos constituyeron un verdadero espectáculo. Le dijo a Alma que le había hecho bien pasar una noche sin actitudes teatrales y que, en lo que se refería a los Estados Unidos, todavía no estaba decidido.

Mientras Walter hablaba, Alma no había dejado de mirarlo. Esa velada le había enseñado mucho de él. Su calma externa era falsa; en realidad estaba en medio de un torbellino. Desde su infancia las circunstancias de la vida lo habían atrapado y las había sufrido con resignación. Para satisfacer a su padre había dedicado su juventud al music-hall, para el que no estaba hecho. Su matrimonio carecía de amor, pero lo había soportado por la oportunidad de una nueva carrera. Ahora su mujer, frustrada y amargada, se proponía destruir su vida, su tranquilidad, el respeto que sentía por sí mismo. Necesitaba ayuda urgente.

Alma lo amaba más que nunca y supo que no podría pasar mucho tiempo sin decírselo. Pero todavía no había llegado el momento. Tendría que conformarse con que él ejerciera sus poderes de clarividente para concertar otra cita.

– Ese paseo del que me habló -preguntó él-…en Richmond Park. Estoy tentado de probarlo el domingo. ¿Cómo era el nombre exacto, Alma?

– Sidmouth -ella tuvo la suficiente discreción como para dudar antes de seguir-. Puedo mostrárselo si quiere. ¿A qué hora piensa ir?

Walter hubiera podido mencionar cualquier hora del día o de la noche; Alma estaría allí.

11

Durante los meses de verano, en el París Carlton se servía el desayuno en la terraza. El calor del sol, la suave brisa y el aroma del café garantizaban los pensamientos románticos de Marjorie Cordell. Esa mañana tenían un impulso extra.