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– Livy, querido -anunció al reunirse con su marido en una de las mesas de hierro blanco-. Acabo de enterarme de algo sensacional.

Livingstone Cordell no había podido acostumbrarse aún a los desayunos de París. Los panecillos frescos le producían indigestión si comía los suficientes como para satisfacer su apetito y, cuando pedía pomelo y algo de la cocina, el pedido tardaba tanto en venir que limitaba su capacidad para el almuerzo. No levantó la vista para mirar a su mujer.

– Ya que estás de pie, ¿puedes preguntarle a ese maldito camarero qué diantre pasa con mis riñones con bacon? Los he pedido hace más de veinte minutos.

La señora de Livingstone Cordell hizo una seña urgente al camarero en dirección a su marido. Livy no era el tipo de hombre que obtenía un servicio rápido de los camareros franceses. Parecía haberse instalado demasiado confortablemente en su silla. Era bajo y gordo y vestía una chaqueta barata de hilo que había comprado años antes en Chicago. Su pelo era claro con parches de gris que le daban un aspecto vulgar y tenía las cejas tan descoloridas y despobladas que no lograba transmitir más que docilidad. Los camareros franceses y el mundo en general -con excepción de Marjorie Cordell- ignoraban que las zonas de su cuerpo ocultas por la ropa estaban cubiertas de los tatuajes más sorprendentes y escandalosos.

El camarero contestó con una inclinación de cabeza que podía significar cualquier cosa. La señora de Livingstone Cordell se sentó.

– ¿Quieres oír mis novedades, Livy?

– Hay rebajas en las galerías Lafayette.

– ¿Sí? -estudió sus pequeños ojos grises para ver si sabía algo que ella ignoraba-. ¡Qué hombre tan incorregible! ¿Estás bromeando, no? Mis noticias son fidedignas. Escucha. Fui a la recepción para arreglar la hora de otro masaje y por pura casualidad alcancé a ver a los botones entrando equipaje. Cuatro o cinco baúles enormes y algunas maletas. Ya me conoces, Livy; no pude resistirme a espiar las etiquetas. No me vas a creer, ¡pertenecían a Paul Westerfield II!

– Ah, sí -Livy no dijo nada por unos minutos-. ¿Qué demonios crees que están haciendo con mis riñones con bacon?

– Paul Westerfield II, tesoro…

– Nunca lo oí nombrar.

– Es uno de los solteros más codiciados de Nueva York. Su padre es ese arquitecto millonario que diseñó esas preciosas casas del otro lado del Hudson, frente a Nueva Jersey -la señora Cordell cerró los ojos y suspiró-. Debe de ser la providencia la que pone a Paul aquí cuando Barbara acaba de terminar sus estudios y está libre para mostrarle París. Conoce la ciudad. Ésta es su gran oportunidad, Livy. ¿Si tuvieras veinticuatro años y éste fuera tu primer viaje a París, no te encantaría que una dulce chica norteamericana te sacara a pasear?

Livy sacudió la cabeza.

– Olvídalo. Puedes apostar lo que quieras a que ese muchacho no ha venido a París a ver el Louvre y los griegos antiguos. Además nos vamos a Inglaterra este fin de semana. Sé dé buena fuente que en el hotel Savoy se puede obtener un buen desayuno.

La señora Cordell hizo un mohín y emitió un quejido inaudible. Livy era tan insensible a las cosas que les importan a las mujeres. Podía perdonarle cuando pensaba en sus tatuajes, pero a veces deseaba que prestara más atención a lo que le decía.

– Parece que Barbara se ha estado ocupando del asunto -comentó Livy.

– ¿Qué quieres decir?

– Mira a tu derecha.

– ¡Dios mío! -susurró Marjorie Cordell.

Su hija Barbara estaba atravesando la terraza en dirección a su mesa de la mano de un joven muy alto, muy delgado y de aspecto muy inteligente, vestido con un traje con chaleco color crema. Al lado de él, con una falda marrón estrecha, Barbara tenía un aire absolutamente desaliñado, pero los ojos le brillaban de una manera que su madre nunca había visto.

– Mami y Livy -los saludó-. Quiero que conozcáis a un compañero de colegio, Paul Westerfield. ¿Qué os parece? Acabo de encontrar a Paul en la recepción. Estábamos en la misma clase de matemáticas. ¿No es increíble?

– ¿Conocías al señor Westerfield? -preguntó la señora en un susurro.

– No le hagas caso a mi madre -le comentó Barbara a Paul Westerfield-, Piensa que cualquier hombre de menos de cincuenta años que esté a un kilómetro a la redonda de mi persona es un posible candidato a marido. No sabe que preferiría caerme muerta antes de casarme con uno de los monstruos de la clase de matemáticas. Este es Livy. Es mi padrastro; es decir el segundo.

– ¿Qué está haciendo en París, Paul? -preguntó Livy.

– Curioseando un poco. Voy camino a Londres para entrevistar al doctor Bertrand Russell sobre el libro que escribió con A.N. Whitehead.

– Principia Mathematica -acotó Barbara.

– …y pensé que podía pasar por París para conocer a algunos de los profesores de matemáticas de la Sorbona.

– Barbara le puede presentar a un montón de profesores -intervino la señora Cordell.

– Mami, no te olvides de que estuve estudiando arte. Paul no necesita que le presente a nadie. Es conocido en todo el mundo por sus escritos sobre permutaciones y el teorema binomial. Yo no era más que la mocosa que se sentaba detrás de él y le avisaba cuando tenía agujeros en los calcetines.

Paul Westerfield rió, carraspeó y se ruborizó, todo al mismo tiempo.

– Bueno, ya está -exclamó Barbara- éstos son mis padres. No quiero entretenerte. Ha sido una magnifica sorpresa encontrarte por aquí.

– Pues ha sido mutua -replicó Paul-, ¡Hasta luego! -se alejó con rapidez.

– ¿A alguien se le ocurre algo para pasar el día? -preguntó Barbara con animación.

12

Alma estaba segura de poder convencer a Walter de que no acompañara a su mujer a los Estados Unidos. Estaba segura de que él se enamoraría de ella y había aprendido en las novelas de Ethel M. Dell que el verdadero amor supera cualquier obstáculo. No la desalentaba la diferencia de edades, ni el hecho de que Walter estuviera casado. No se había casado por amor y, si Lydia lo abandonaba para irse a los Estados Unidos, él tenía todo el derecho del mundo a aceptar otro amor. Recurriría a Alma y la felicidad de ambos sería inimaginable, llegando al más alto nivel del amor; dos mentes en armonía. Cuando la besara, ella sentiría la música del universo.

De todas maneras tuvo que reconocer que escuchar la música del universo en su paseo del domingo siguiente sería un poco apresurado tal vez, pero no imposible. Mientras caminaran por los tranquilos senderos se confiarían más detalles de sus vidas y poco a poco descubrirían nuevas coincidencias, las esperanzas, miedos y gustos que la providencia les permitía compartir.

Pero el paseo fue decepcionante. Walter no intentó nada que se pareciera a una charla íntima. Habló del cuidado de los dientes. Describió la estructura de un diente como si el más profundo deseo de Alma fuera saber la diferencia entre un canino y un incisivo. Le recomendó que se lavara los dientes por lo menos dos veces al día y enumeró los productos que podía usar. Explicó por qué unos eran buenos y otros carcomían el esmalte de los dientes. Le previno que no debía usar ácidos o un tónico con hierro, a menos que fuera en forma de píldoras.

Tal vez había tratado de impresionarla con sus conocimientos, pero de ser así, se equivocaba. Alma se sintió abandonada. No había ido a Richmond Park para eso. Mientras él hablaba, ella trataba de explicarse el motivo de esa charla intrascendente. Tal vez estuviera luchando con su conciencia, alejándose de una familiaridad que podría conducirlo a una relación peligrosa. Tal vez no quisiera dejarse llevar por su pasión oculta.

Alma habló poco. Era imposible llevarlo a un terreno más personal.

Sin embargo cuando terminó el paseo Walter se dirigió a ella en el mismo tono discursivo que había usado toda la tarde.