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– He sido un compañero muy aburrido. ¿Sabía que se puede ir hasta el río por Terrace Gardens? Alquilemos un bote por una hora y prometo no mencionar los dientes.

La tomó del brazo y caminaron por la empinada cuesta.

Walter cambió su modo de comportarse. Como el aire estaba más fresco cerca del agua, se sacó la chaqueta y la puso sobre los hombros de Alma.

No era un experto con los remos. La salpicó varias veces y le pidió infinitas disculpas. Alma rió. Estaba tan contenta que no le importaba que su vestido pudiera estropearse.

– La última vez que paseé en bote -explicó Walter- fue, según creo, hace seis años y había otras setenta personas en el bote, así que no tuve mucha ocasión de practicar.

– ¿Setenta en un bote a remo? -exclamó Alma, riendo-; ¿Qué estaban haciendo?

Walter también sonrió.

– Tratando de sobrevivir. Pero la verdad es que no era para reírse. Éramos náufragos del Lusitania.

– ¿El barco que torpedearon? ¿Usted estaba en el Lusitania?

– Con mi padre. Tenía una licencia especial para acompañarlo de regreso a Inglaterra.

– El Gran Baranov.

– Había sido grande. En 1915 ya estaba demasiado viejo para las giras. Cayó de la cuerda floja y se rompió la pierna. Tenía un ánimo increíble. La noche antes del desastre fue a ver al capitán para protestar porque no se les explicaba a los pasajeros las razones de algunas medidas contra los submarinos. Pobre papá…, siempre estaba dispuesto a pelear. Yo no…, siempre elijo el camino del menor esfuerzo.

– ¿Se ahogó su padre?

– No, sobrevivió. Tenía yeso hasta la cadera y estuvimos en el agua más de una hora. Al final uno de los botes salvavidas nos recogió.

– Usted debió mantenerlo a flote. Es más valiente de lo que admite. Salvó la vida de su padre.

– Sí… pero a veces desearía no haberlo hecho. Era un inválido. Sabía que nunca volvería a trabajar. Seis meses después se ahorcó. Usó un trozo de la cuerda que utilizaba para su número.

– ¡Walter, es algo horrible!

– Sí -bajó la vista-. Fue trágico.

Ninguno de los dos volvió a hablar durante un rato. Walter remó despacio hacia Twickenham hasta que llegaron a un tramo en el que una isla dividía el río. En la parte más angosta había un sauce que formaba un arco natural.

– Éste es el lugar ideal para recuperar el aliento -comentó Walter mientras dirigía el bote hacia una anilla de hierro clavada en la orilla. Ató el bote y metió dentro los remos-, ¿En ese almohadón hay sitio para uno más?

Alma sintió un cosquilleo de excitación, más exquisito aún por llegar después de una tarde decepcionante. Sonrió con timidez.

– Por supuesto -le hizo lugar-. Será mejor que le devuelva la chaqueta; se va a enfriar.

Agarrándose de las ramas del sauce, Walter caminó a lo largo del bote y se sentó junto a ella.

– Tengo calor. Toque mi mano.

De pronto Alma se dio cuenta de que los próximos minutos podrían significar el paso de la desesperación al éxtasis. Le tomó la mano entre las suyas, sintiendo su peso, acariciando el fino vello con la punta de los dedos. No la soltó.

– La gente del bote salvavidas estaría feliz de tenerlo allí.

– ¿Por qué?

– Por el apoyo y la seguridad que les brindaba. Usted irradia calma, aunque en su interior sienta otra cosa. Contagia fuerza a los demás.

– ¿Le doy fuerzas a usted? -preguntó con leve sorpresa.

Alma lo miró a los ojos, fijamente.

– Inmensas. Me hace sentir cada vez más confianza en mí misma.

Walter frunció el ceño, como si no estuviera seguro de adonde lo llevaba todo eso, pero sonrió.

– ¿Confianza en qué?

Ella dudó. En sus sueños nunca se había imaginado que tendría que indicarle con palabras que estaba lista para recibir un beso.

– Confianza en que, si cierro los ojos, no me arrepentiré.

Apenas lo dijo cerró los ojos, más por el shock que le causó su audacia que por otra cosa. Le pasó por la mente el pensamiento mortificante de que él podía rechazarla. Fue tan vivido y terrible que tiró de su mano y se inclinó hacia él.

Al hacerlo las dos caras chocaron bruscamente. Sintió la aspereza de su bigote y mantuvo los ojos cerrados. Lo oyó hablar.

– Vaya, ¿la he lastimado?

Abrió los ojos.

– No… pero me siento tan ridícula… -estaba a punto de llorar.

Él pareció entender.

– Por favor. No hay razón para eso. Fue una sorpresa para los dos, eso es todo. Eche atrás la cabeza y relájese. Ahora quédese quieta. Completamente quieta.

Alma obedeció como si estuviera en el sillón del consultorio.

Walter acercó la cara y sus labios se rozaron un segundo. Era la primera vez que un hombre la besaba en la boca. No hubo ninguna música ni meteoros que atravesaran su visión, pero estaba muy satisfecha.

– Y ahora -susurró Walter- creo que será mejor que reme de vuelta.

Antes de que Walter la dejara en su casa, Alma le dijo que le gustaría cocinar algo para él en pago por la cena. Él aceptó, pero no para esa noche. Le prometió ir el martes, dos días después.

Una vez sola, Alma rememoró mil veces el beso bajo el sauce. ¿Qué había significado para él? ¿Había tratado de negarse al placer que un hombre casado sólo debe obtener de su mujer? ¿Su actitud tranquila ocultaba un fermento de culpa y pasión? ¿O la había besado por compasión, para salvarla de la vergüenza?

Recordó a Trevor Mordaunt, el imperturbable héroe de The Rocks of Valpré. Era parecido a Walter, ocultando sus emociones, exudando fuerza a pesar de su indiferencia, pero honesto, generoso y digno de confianza. Era extraño, Trevor no le había gustado a Alma al leer el libro, pero en ese momento le resultó mucho más atractivo.

13

El martes no hubo besos. Pero sí charla entusiasta y seria. Y mientras hablaban, Alma se dio cuenta de que esto los unía más que un beso, porque Walter la estaba introduciendo en la crisis de su matrimonio. Le dijo que Lydia todavía pensaba irse a los Estados Unidos.

– Se niega a discutirlo -se quejó Walter-. Hace los arreglos hora a hora. Le ha escrito a Chaplin avisándole de su llegada. Ha estado mostrando la casa… ya está en venta, ¿sabes? Incluso está regalando los adornos a los amigos y vecinos porque no quiere llevarlos con ella. Y se ha comprado muchísima ropa para el viaje.

– ¿Ya reservó el pasaje?

– Lo va a reservar apenas tenga un comprador para la casa. Por lo que me dice, ya hay dos ofertas -se detuvo un instante-. Y además quiere que me deshaga del consultorio.

Alma lo miró desde el aparador, a punto de servir la comida.

– Walter, eso es ridículo. ¿Todavía no se da cuenta ella de que eso significa que debes abandonar todo lo que te ha costado tanto esfuerzo?

– Sí, por supuesto que se da cuenta.

A Alma le pareció escuchar una nota de resignación en su voz.

– No piensas hacerlo, ¿no? -preguntó, sin poder ocultar su ansiedad. Trató de disimular ocupándose de los platos.

– Creo que no estoy en posición de negarme. Créeme Alma, para mí es una agonía, pero sin el dinero de Lydia no podría seguir. Mis honorarios no alcanzan para pagar el alquiler y seguir viviendo. Dentro de unos años puede ser, pero no ahora.

– ¿No puedes mudarte a un consultorio más barato?

– No tengo capital para volver a instalarme. Ni pensarlo.

Alma estaba estupefacta. Walter la iba a dejar. Luchó con las lágrimas.

– Todo este asunto de ir a los Estados Unidos no tiene sentido.

– Ya lo sé, querida. Es quijotesco. Está arriesgando todo lo que tenemos.

¡Y él había capitulado! ¿Por qué no luchaba? Tenía que persuadirlo de que aún se podía hacer algo.

– Walter, la otra noche me dijiste que tu matrimonio con Lydia había sido una transacción comercial.