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– Es cierto -y agregó con tono cáustico-. Y ahora tengo que pagar.

– ¿No puedes convencerla de que sería más lógico que tú conservaras tu consultorio para tener algo adónde volver si sus esperanzas no se materializaran?

– Querida, cuando tú lo dices parece razonable, pero Lydia se niega a considerar la posibilidad de un fracaso.

Alma no se daba por vencida.

– Tal vez acepte ir sola y que tú vayas después. Supongo que habrá mucho de qué ocuparse con la venta de la casa y de tu instrumental.

Walter dijo que una inmobiliaria se ocuparía de todo. Alma insistió. Hablaron con tanta intensidad que el guiso de pato desapareció junto con los platos antes de que Walter pudiera felicitar a Alma por su comida. Todavía dudaba de que Lydia aceptara, pero aceptó la idea de sugerirle que era mejor que él se quedara en Inglaterra mientras ella se daba a conocer en Hollywood.

Quedaron en encontrarse para almorzar el viernes, así podría contarle la respuesta de Lydia.

– Es un momento difícil -gimió Walter mientras se ponía el sombrero-. No debería cargarte con mis problemas.

– Quiero compartirlos -le respondió Alma con franqueza.

Después de que Walter se hubo ido, encontró la colilla de uno de sus cigarros en el cenicero. Esa noche lo encendió en su dormitorio e imaginó que él estaba allí.

En algún momento de la noche le vino a la cabeza una posible solución. Era extravagante y peligrosa, un último recurso. Seguramente a la mañana siguiente le parecería ridículo, pero mientras pensaba en ello y lo planeaba paso a paso, le pareció cada vez más admisible.

14

El viernes, las novedades que le dio Walter eran peores de lo que había temido. La casa estaba casi vendida y Lydia ya tenía reservados dos pasajes en el Mauretania que salía de Southampton al cabo de quince días.

– ¿Para dos? ¿Todavía cree que irás con ella?

Walter desvió la vista hacia la hilera de olmos en el lado más alejado del parque. Alma lo asió de la manga.

– Walter, ¿qué le has dicho?

Él apoyó con suavidad su mano izquierda sobre la de Alma. Temblaba.

– Querida, has sido muy buena conmigo.

– ¿Te vas, no es cierto?

– No puedo hacer otra cosa. Ya está todo en marcha, hasta la venta de mis cosas.

– Pero te pertenecen.

– Legalmente son de Lydia. Cuando pagó por mi equipo firmé algunos papeles. Son de su propiedad.

– No -Alma enterró su rostro en la chaqueta de él y lo abrazó. Sollozaba.

Esa tarde Alma no volvió a la floristería y Walter telefoneó al consultorio para cancelar sus citas. Caminaron hasta Twickenham, y en el camino encontraron un lugar tranquilo al lado de un árbol caído. Walter se apoyó en el tronco y acunó la cabeza y los hombros de Alma. Hablaron mucho. Walter admitió que era casi seguro que el viaje a los Estados Unidos terminaría en un fracaso. Ni Chaplin ni nadie en Hollywood querría contratar a Lydia, y el dinero allí no les duraría mucho. No sería fácil para Walter volver a instalarse como dentista y Lydia terminaría furiosa y amargada.

– Pero no atiende a razones -le contó a Alma-. Toma todo lo que le digo como un ataque a sus habilidades artísticas. Dice que no va a dejarse privar de su porvenir.

– Así que se va, la acompañes o no.

– Sí.

Alma estaba luchando por el hombre que amaba. Pero la lucha no era contra Lydia, a la que sólo le importaba su carrera. Peleaba contra el fatalismo de Walter. Tenía que convencerlo de que podía elegir.

– Cuando hablaste de tu padre, que se suicidó poco después de salvarse del hundimiento del Lusitania, me dio la impresión de que te referías a él como a un fracasado.

– Y lo fue. Era lo mismo que si se hubiera ahogado.

– Si vas a los Estados Unidos, ¿no estarás desperdiciando tu vida?

– Querida, no podría sobrevivir aquí sin trabajo, sin un lugar donde vivir.

– Podrías vivir conmigo.

– ¿Qué? -por un instante sus ojos brillaron con sorpresa rayana en el pánico-. No, no podría.

Alma lo miró con tanta calma como pudo, considerando lo que estaba por decirle.

– Walter, te amo.

– Temía que sucediera esto.

– ¿Lo temías?

– Querida, he sido muy egoísta. Me aproveché de tu bondad para descargar mis problemas y me has ayudado a afrontarlos. Pero ahí se acaba todo. Los dos sabemos por qué, ¿no es así?

Muchas veces Alma había suspirado y derramado lágrimas leyendo un libro, pero ahora que le estaba sucediendo a ella, se sentía más enojada que romántica.

– No espero que me digas que me amas. Tengo veintiocho años y ninguna experiencia con los hombres. Pero sé lo que estoy diciendo. No dejaré que esa fanática mujer te destruya.

Walter sacudió la cabeza.

– Te destruirá a ti, Alma. Créeme, estoy muy emocionado por lo que me acabas de decir, pero aun así soy un hombre casado, tengo casi veinte años más que tú y nada de dinero. Imagina el escándalo que puede llegar a producirse.

– Ya lo he imaginado -replicó Alma con vehemencia- y no me importa. La gente que no sabe de lo que está hablando no hace más que dañarse a sí misma con los chismes. Por favor, entiende que estoy hablando en serio.

Volvieron por el sendero y Alma abogó por su causa durante todo el camino hasta su casa. Con suavidad pero también con firmeza, Walter se negaba a ser persuadido. Una vez delante de la puerta, Alma le pidió que entrara.

– No. Ahora debemos separarnos con dignidad.

Alma vio que los ojos de él estaban húmedos, pero lo único que podía hacer era tratar de adivinar los pensamientos de ese hombre triste, poco comunicativo.

– ¿No te volveré a ver? -preguntó, incrédula.

Él negó con la cabeza y luego la besó. Alma apretó sus labios contra los de él, en un esfuerzo por conservar ese beso para siempre. Walter le tomó el rostro con las manos y la alejó de sí con suavidad.

– Creo que podría matar a esa mujer -exclamó Alma amargamente.

Walter frunció el ceño y la miró. Su gesto se borró y fue reemplazado por una fugaz expresión que a Alma le pareció de sorpresa. En seguida recuperó su gesto adusto y sacudió la cabeza.

– Nunca te olvidaré -se despidió.

Alma estiró la mano, pero él ya estaba bajando a paso rápido la cuesta.

15

Livingstone Cordell y familia llegaron al hotel Savoy de Londres el sábado y Marjorie recibió un masaje de un hombre que lo llamaba «fricción» y que dijo ser el masajista de un equipo de fútbol. Nunca había sentido la piel tan irritada, pero esa noche bailó con la orquesta del Savoy hasta el final de la actuación y luego persuadió a Livy para que la llevara al Silver Slipper, donde continuó bailando hasta las tres sobre el famoso suelo de cristal. A causa de esto Livy perdió su desayuno inglés el domingo. Para calmarlo, Marjorie compró entradas para un espectáculo que acababa de estrenarse, The Co-Optimists.

– Conseguí tres entradas en primera fila para el próximo viernes -anunció el lunes.

– ¿Hay chicas guapas?

Marjorie le guiñó un ojo a su hija Barbara.

– Me han dicho que hay un tenor, un tal Gideon, cuya voz es pura miel…

– Mami, no quiero ser desagradecida, pero si no te importa prefiero no ir -Barbara retorció la servilleta.

– ¿Ah, sí? Livy, ¿no vas a decir nada?

Livy no levantó la vista del Daily Mail; le gustaban bastante los diarios ingleses.

– Bien, lo haré yo -aceptó Marjorie-. Me gustaría decirte, jovencita, que de esta manera la vida te dejará de lado. Tienes la cabeza tan llena de logaritmos y ollas viejas que ya no sabes conversar. Tal vez el espectáculo no te atraiga, pero si vas a verlo por lo menos tendrás de qué hablar. Estoy segura de que debe de haber algunos encantadores jóvenes ingleses a los que les gustaría oírte hablar de eso, aunque lo hagas pedazos. Supongo que el viernes por la noche tendrás algo mejor que hacer.