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Una segunda explosión más fuerte que la primera sacudió al Lusitania. No era otro torpedo, sino la carga secreta de aquél que había estallado en su interior. El capitán Turner dio orden de bajar los botes, pero se sintió horrorizado al notar una suave brisa en su rostro a través del humo y el polvo. Era increíble, pero el barco todavía seguía su rumbo, y mientras estuviera en movimiento era muy peligroso dejar caer los botes al agua.

El tercer ingeniero George Little escuchó la orden del capitán de dar toda marcha atrás para frenar el curso del barco. Se sintió descompuesto de miedo. Su última inspección de las válvulas de la turbina de baja presión le había revelado un defecto. Ya el capitán estaba prevenido de lo que podía suceder. Little no tenía salida; y obedeció la orden. Inmediatamente se produjo una fuerte sacudida, que rompió la cañería principal de vapor. Aturdido y asustado, Little reaccionó volviendo a poner los controles de la sala de máquinas a toda marcha hacia adelante. La explosión había reducido la potencia del vapor, pero el Lusitania seguía avanzando.

En un transatlántico jamás se apura el almuerzo y muchos de los pasajeros de primera clase estaban todavía en el comedor blanco y dorado cuando fueron torpedeados. Walter Baranov se encontraba con su padre en una mesa cerca de la escalera de entrada, y se dirigió rápidamente hacia cubierta para ver qué había pasado. La cubierta de proa ya estaba bajo el agua y era evidente que el barco se hundía. Volvió trabajosamente hasta donde estaba su padre. Baranov padre era acróbata. Durante su gira por los Estados Unidos había resbalado de la cuerda floja fracturándose la pierna. Su hijo era dentista del ejército y había obtenido licencia para acompañar a su padre de regreso a Inglaterra. Las muletas del padre hacían más lento su avance. Fueron los últimos en abandonar el salón.

En cubierta se producían escenas que suscitarían pesadillas a los supervivientes por el resto de sus días. La inclinación del buque había puesto fuera de alcance los botes de estribor, lo que produjo una desesperada avalancha humana para ocupar los botes de babor. Cuando el oficial responsable, el capitán Anderson, logró situar a sus hombres en los puestos correspondientes, los once botes convencionales y los trece plegadizos debajo de ellos ya estaban atestados de pasajeros aterrados, casi ochenta en cada uno. Cada bote estaba equipado con una cadena que lo sujetaba al borde interno de la cubierta, para evitar el peligroso bamboleo contra la superficie del barco. El tercer oficial Albert Bestic pidió ayuda para desenganchar el primer bote y comenzar a bajarlo por el costado del barco. Pesaba casi cinco toneladas vacío; y con la carga humana el doble.

Mientras los voluntarios empezaban a empujar, alguien soltó la cadena. El bote comenzó a bambolearse violentamente hasta hacer impacto sobre los indefensos voluntarios estrellándose contra la gente que estaba sentada en el bote plegadizo. Los restos de los dos botes y un centenar de heridos se deslizaron hacia adelante debido a la inclinación del buque y se estrellaron contra la estructura superior del puente.

En pocos segundos se repitió la misma escena con el siguiente bote. A pesar de que los oficiales pedían a gritos a los pasajeros que bajaran, otros tres botes salvavidas cayeron sobre la cubierta y pasaron a formar parte del sangriento cúmulo de astillas y cuerpos.

Mientras tanto, la camarera Katherine Barton permanecía en la cubierta B controlando que todos los pasajeros de primera clase se enteraran de lo ocurrido con el menor pánico posible. Muchas de las puertas de los camarotes estaban abiertas. El pasajero más rico del barco, Alfred Vanderbilt, había abandonado el número 8 y el productor teatral Carl Frohman el suyo, el número 10, pero alcanzó a oír algunos ruidos en el 12, que pertenecía a la señora Delia Hawkman, una dama de la alta sociedad neoyorquina. La camarera Barton se asomó al interior del camarote y vio a un joven de pie delante del tocador. No se trataba de la señora Hawkman, sino de un robusto joven vestido con traje oscuro que sin perder un instante le arrojó un joyero a la cabeza.

En ese mismo corredor se encontraba el camarero Hamilton, revisando los camarotes de numeración impar sin saber lo que había pasado. De pronto oyó que una puerta se golpeaba y vio a un joven que no conocía avanzando hacia él. Hamilton le recordó que se pusiera un chaleco salvavidas, pero el hombre lo empujó con violencia y desapareció por el corredor. Hamilton continuó con su trabajo pero al llegar al final del pasillo cayó en la cuenta de que la camarera no había seguido controlando los camarotes de numeración par. Retrocedió y encontró cerrada la puerta del número 12. Al abrirla encontró a la joven, tumbada en el suelo, inconsciente, con la nariz y la boca cubiertas de sangre. Tanto Hamilton como Barton sobrevivieron al naufragio.

En la cubierta superior, el oficial Anderson había logrado persuadir a suficientes pasajeros de salir de un bote salvavidas para poder empujarlo sobre la borda del barco. Mientras lo bajaban al nivel de la cubierta inferior, más gente trató de subir a bordo. Los ocupantes comenzaron a rechazarlos con los remos y en plena desesperación alguien del bote gritó a la tripulación que soltaran las amarras. Algo anduvo mal. Los soportes cedieron y éste giró de tal modo que arrojó a toda la gente al mar. Por un momento quedó suspendido de uno de los soportes pero en seguida terminó de romperse. La chalupa de cinco toneladas cayó encima de los pasajeros que estaban en el agua.

Otros tres botes se rajaron al golpear contra los remaches sobresalientes del costado del Lusitania, y al tocar el agua se hundieron.

El oficial Anderson fue uno de los muertos del Lusitania.

Un pasajero neoyorquino, Isaac Lehman, que había alcanzado a llevar consigo un revólver que tenía en su camarote, se acercó a un bote salvavidas que todavía estaba en cubierta, lleno de pasajeros. Había un marinero con un hacha en la mano esperando para cortar las cuerdas cuando el segundo nivel del barco tocara el agua. Lehman insistió en que bajaran el bote enseguida. Sacó el revólver y amenazó con matarlo. El marinero soltó la cadena y el bote cayó sobre otro plegadizo y se deslizó como los demás por la pendiente de la cubierta. Unas treinta personas murieron aplastadas. Lehman sobrevivió.

Muchos de los pasajeros y algunos miembros de la tripulación se negaron a unirse a la lucha por los botes salvavidas. Alfred Vanderbilt y el matrimonio Frohman fueron vistos atando chalecos salvavidas a las cunas de paja en las que varios bebés dormían la siesta después del almuerzo. Vanderbilt, los Frohman y los bebés en sus cunas murieron ahogados.

Unos quince minutos después de la explosión la proa del Lusitania chocó contra el fondo de granito del océano. La popa sobresalió del agua con las hélices todavía dando vueltas. Había cientos de personas aún a bordo. Algunos luchaban sin esperanzas para liberar más botes salvavidas, mientras otros esperaban tranquilos a que la popa se apoyara para arrojarse a las olas y comenzar a nadar. Entre ellos estaban Walter Baranov y su padre inválido. Se mantuvieron a flote hasta que los recogió un bote.

De pronto se oyó la explosión de una caldera, lo que ocasionó la caída de una de las cuatro enormes chimeneas en medio de una nube de vapor y chispas. En unos segundos el buque había desaparecido bajo el agua. El capitán William Turner permaneció aferrado al puente de navegación hasta que las aguas lo barrieron. Fue uno de los supervivientes. Cuando más tarde se presentó ante la comisión investigadora, alguien le entregó una pluma blanca.

La cifra de supervivientes del Lusitania ascendió a setecientos sesenta y cuatro en total. Muchos de ellos habían caído, o saltado al agua, siendo recogidos por la media docena de botes botados con éxito desde la cubierta de estribor. Otros se mantuvieron a flote aferrados a alguno de los restos del naufragio. Un oficial y su madre se mantuvieron a flote sobre el piano del salón principal.