El número de muertos superó los mil doscientos. Muchos días después seguían apareciendo cuerpos en las playas irlandesas. La búsqueda se prolongó por los ofrecimientos de recompensa de la línea Cunard y de los parientes de las víctimas. Se ofreció una libra por cada cuerpo encontrado; dos por cada norteamericano y mil por Alfred Vanderbilt.
II Candilejas 1
El siguiente paso para la aparición del falso inspector fue dado en la primavera de 1921.
Sentada en el sillón de dentista, Alma Webster se concentró en la mano derecha del doctor Baranov e ignoró el instrumento que él sostenía. Estudió el vello fino y rubio de sus dedos y siguió su curso por el dorso de la mano hasta el puño de la camisa. En la muñeca crecían más espesos y salvajes.
Lo amaba hasta el punto de olvidarse de todo.
Ésta era la tercera cita en el curso de un tratamiento que duraría por lo menos seis semanas. «Pero no necesita preocuparse por el estado de sus dientes -había explicado Baranov-, para una joven de… ¿cuántos años tiene…? ¿veinticuatro…? están muy bien. Una caries aquí y allá, eso es todo. No habrá que extraerle nada. Yo soy de la opinión de conservar los dientes, señorita Webster, no de sacarlos. Trabajo lentamente, y no me disculpo por eso. Le haré perder algo de su valioso tiempo, pero tiene mi palabra de que los resultados no la desilusionarán.»
Alma no lamentaba perder ni un segundo de su valioso tiempo. Al entrar al consultorio de Eaton Place su desagrado por los tratamientos dentales casi se había evaporado. El consultorio estaba amueblado como un salón del Palacio de Invierno, con una araña resplandeciente, el fuego ardiendo en una gran chimenea de ladrillos y bronce, cuadros con marcos dorados de cosacos salvajes cabalgando en sus caballos negros, una alfombra afgana color dorado y sillones tapizados en cuero de un tamaño adecuado para Chaliapin. Se sentía el aroma de cigarrillos balcánicos. Cuando ella entró el doctor Baranov estaba trabajando en su escritorio de ébano y, levantándose en seguida, le había sonreído haciéndole una pequeña reverencia. Al cruzarse con los ojos de él, Alma había sentido un cosquilleo bajo la piel, una sensación extraña.
No corrigió su edad. En realidad tenía veintiocho años.
A los quince había descubierto las novelas románticas de Ouida, que luego se convirtieron en sus más preciadas posesiones; le sorprendió notar cuánto tenía en común con Vere Herbert, la heroína de Moths. También ella sentía pasión por los libros y los hermosos paisajes y no era muy consciente de su propia belleza. También ella tenía una madre indiferente que apenas la tenía en cuenta. Y había comprobado con absoluta claridad que no había más que dos clases de hombres en el mundo… individuos ejemplares como el brillante y vulnerable tenor Corréze, o brutos como el príncipe Zuroff, rufián decidido a lograr sus inconfesables propósitos a costa de las desventuradas jóvenes. Se necesitaba una escritora con gran fuerza para destronar a Ouida del corazón de Alma, pero a su debido tiempo Ethel M. Dell había triunfado, gracias al clima logrado en The Way of the Eagle, cuando Nick se declara a Muriel en la cima de una montaña mientras un meteoro cae del cielo.
Eso había sido antes de la guerra. La guerra había cambiado todo. Tuvo que dejar de leer novelas, comenzar a trabajar y cortarse el pelo como las mujeres de las fábricas de municiones. No había sido reclutada en una de esas fábricas porque no había ninguna a distancia de autobús desde su casa, pero tuvo que ocuparse de la correspondencia del Richmond and Twickenham Times. Al ir a su casa después de cortarse el pelo se había mirado en el espejo y había descubierto su cara cambiada. Ya no era hermosa. Era heroica. Tenía ojos profundos con largos párpados oscuros, capaces de contemplar lo peor del mundo con compasión. Se había dado cuenta de que su nariz era un poco larga, pero como ya no agachaba la cabeza ni se ruborizaba ante la presencia del sexo opuesto, eso no le importaba en lo más mínimo. Su boca ya no parecía un arco de Cupido. Era menuda y decidida. Tenía la tez pálida y el cuello y las orejas sin adornos. Vivía sola en una casa blanca de tres pisos en Richmond Hill, una casa que antes había pertenecido a su tía Laura. Y por la noche tejía medias y pasamontañas para los hombres que estaban en el frente.
Cuando llegó el armisticio a Alma le costó mucho adaptarse. Había aprendido a comportarse en un país en guerra. No era pobre y no necesitaba trabajar, así que renunció a su puesto en el diario. Pero muy pronto aceptó un trabajo de pocas horas tres veces por semana en una floristería cerca de la estación del tren. De nuevo se sentía útil. Le daba la oportunidad de consolar a los acongojados cuando venían a encargar coronas y palmas. Les decía que su hombre no había vuelto de Francia. También le gustaba la floristería porque los caballeros con polainas y bastones entraban a comprar flores para colocarse en la solapa. Empezó a usar un poco de colorete. Parecía tan pálida entre las rosas…
Al quejarse Alma de dolor de muelas, la señora Maxwell, gerente de la floristería, le había recomendado acudir al doctor Baranov. En Richmond trabajaban varios dentistas, pero ninguno de ellos era recomendable. La señora Maxwell no entendía por qué tantas chicas modernas no eran más cuidadosas en la elección de sus dentistas. Si se le estropeaba una perla de su collar no iría a un joyero de Richmond High para que se la reemplazara. Iría a Londres, a Bond Street o Regent. ¿Y no eran los propios dientes más preciosos acaso que una perla?
El doctor Baranov le había causado una fuerte impresión a Alma desde el principio. Era completamente distinto a los jóvenes que siempre habían poblado sus sueños. Para empezar no era joven. Parecía tener por lo bajo cuarenta y cinco años. Su pelo y bigote estaban salpicados de plata. Sus párpados formaban pliegues allí donde la piel se superponía. Se podían adivinar sus penas y alegrías en las finas líneas que partían de su boca y en sus ojos celestes brillaba una mirada de profunda serenidad. Era extremadamente feliz con su trabajo.
En esa primera consulta había hecho sentar a Alma en uno de los sillones obteniendo con unas pocas preguntas corteses su historial dental. Habló de sus honorarios. Alma apenas escuchaba. Oía sólo la música de su voz, que era tan lenta y resonante como un preludio de Rachmaninov.
Estaba fascinada. Se sentaba con la espalda muy recta y sus manos enguantadas de blanco cruzadas sobre el bolso de cocodrilo, temiendo desmayarse de excitación si él llegaba a pedirle que se pusiera en pie. ¿Sería lo bastante rápido como para sostenerla? Y mientras se quejaba con la cabeza apoyada en su pecho, ¿podría sentir los latidos de su corazón?
– ¿Está lista, señorita Webster?
– ¿Lista?
– Para el examen… Por supuesto que si se siente nerviosa podemos conversar un poco más.
– Oh, no. Estoy lista, gracias.
– Perfecto. Veamos lo que hay que hacer.
En ese momento la cortina de terciopelo que estaba detrás del escritorio del doctor Baranov fue corrida por una enfermera, una mujer oriental de edad indefinida y facciones comunes, maquillada con meticulosidad y vestida con un uniforme celeste. Por sus modales solemnes no parecía ni la mujer ni la amante del doctor Baranov.
Detrás de la cortina había un sillón dental sobre un zócalo de mármol negro y rodeado de luces ajustables y aparatos dentales, además de un carrito de acero cubierto con una tela celeste. El doctor Baranov extendió su mano hacia el sillón con una sonrisa tranquilizadora. La tela celeste resultó ser un babero que extendieron sobre Alma cuando se sentó en el sillón. El carrito de instrumentos ya no estaba a la vista, y la enfermera tampoco. Sólo el doctor Baranov, ahora con una chaqueta de hilo blanco. Se acercó y permaneció mirándola con aire aprobador. Alma sostuvo su mirada sin ruborizarse. No estaba molesta. Sabía lo que era el sexo. Había leído a Marie Stopes.