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– Por favor.

Alma lo miró a los ojos.

El doctor Baranov le señaló la boca.

– Ah, sí.

Mientras le insertaba el instrumento con la mano izquierda, Alma vio algo que brillaba a la luz de la lámpara: una alianza de oro. Pegó un respingo.

– Espero que no le haya dolido.

– No.

– ¿Se siente bien?

– Perfectamente.

Debido al brusco movimiento, el doctor Baranov se había manchado la mano con el colorete de la mejilla de Alma. Ahora tenía una marca rosada sobre la alianza.

Alma se mantuvo tranquila. Probablemente la mujer de él estaría muerta, asesinada por los bolcheviques. O tal vez su frágil salud no había resistido el largo viaje al exilio después de la revolución. Pobre criatura. Y pobre doctor Baranov, solo con su pena en un país extranjero.

Alma sabía lo que era la tristeza. Ella también la había soportado durante cuatro años. Un lunes después de Pascua, en 1914, cuando tenía veinte años, había ido con su mejor amiga a pasear entre los narcisos de Kew Gardens. Ambas llevaban sombreros blancos con enormes alas blandas que se balanceaban al moverse. Habían ignorado las nubes de lluvia que colgaban sobre sus cabezas. Las primeras gotas pesadas atravesaron sus vestidos de algodón, cuando estaban sobre el lado oeste del lago, lejos de los edificios y de los invernaderos. Cuando comenzó el diluvio profirieron fingidos gritos de pánico corriendo bajo la lluvia hasta refugiarse bajo un árbol. Al llegar se miraron y empezaron a reír. Sus sombreros nuevos colgaban como flores marchitas.

De pronto quedaron heladas; alguien se había aclarado la garganta con discreción. Era un joven con gorra y tweeds que se hallaba del otro lado del árbol. Tenía un enorme paraguas, y era tan apuesto como el príncipe de Gales. Levantando su gorra se presentó como Arthur. Luego les ofreció acompañarlas hasta la salida si no les importaba apretarse un poco bajo su paraguas. Volviendo a reír, se situaron a ambos lados del muchacho.

Todavía llovía cuando llegaron a Victoria Gate. Arthur insistió en invitarlas a tomar el té en el salón del otro lado de la calle. Se sentaron junto a la ventana mientras la lluvia corría por los paneles de vidrio. Arthur les contó que estudiaba en Cambridge pero que en ese momento estaba de vacaciones. En su casa se aburría, así que casi todas las tardes iba a Kew. Al mencionar esto su mano rozó la de Alma. Por un instante ella sintió la presión de los dedos de él. Su pulso se aceleró.

Esa noche casi no durmió. Al día siguiente se puso su vestido rosa pálido con medias blancas de seda y tomó el autobús hasta Kew. Se paró bajo el mismo árbol. Y esperó allí dos horas. Recorrió los jardines buscando a Arthur hasta que sonó la campana. Estaba desolada. El viernes volvió a ir. Llovía y él no estaba allí. Empapada, lloró silenciosamente en el autobús de regreso.

Al llegar a su casa se dio un largo baño bajo el agua caliente, desilusionada con el amor, convencida de que el destino la privaba de la encantadora compañía de los hombres jóvenes. Cuando el agua se enfrió salió de la bañera y se puso una bata. Sonó el timbre. Era su amiga Eileen que quería saber si iría al ensayo del coro. Alma le dijo que estaba cansada tras su paseo por Kew.

Por amor propio y para satisfacer la curiosidad de Eileen, Alma inventó un cuento. En cierto modo se lo debía a Ethel M. Dell. Dijo que Arthur la había invitado en secreto a encontrarse bajo el árbol. Y que cuando llegó allí no había nadie a la vista. Luego le había oído llamarla con suavidad por sobre su cabeza. Estaba sentado en una rama del árbol. Saltando sin decir otra palabra y tomándola en sus brazos la había besado con salvaje pasión. Ella había quedado helada, pero en seguida su sangre se precipitó por las venas y sacando fuerzas de donde no creía tenerlas había logrado alejarlo. Pero no había escapado. Enfrentándose a él con los labios ardiendo y el pecho agitado, lo había avergonzado con la mirada. Con el rostro acalorado él se había disculpado diciendo que su belleza lo había trastornado. Era la primera vez que cometía un acto indecoroso, pero no podía asegurarle que no volvería a suceder, tan incontrolable era su pasión por Alma. Su honestidad la había sorprendido. Detrás de la fuerza bruta de su acción y del candor de sus palabras podía sentir la vitalidad del hombre circundándola. Se había calmado hasta el punto de dejarlo que la acompañara al salón de té. Allí Arthur le había pedido que fuera su pareja en el baile de Cambridge en mayo. Como hipnotizada por sus ojos ardientes, ella había aceptado.

Para darle más asidero a su fantasía, persuadió a Eileen a acompañarla al día siguiente a Gosling’s para elegir la tela para un vestido de baile. Eso alivió enormemente su desilusión.

Continuó con su engaño. A fines de mayo le contó a Eileen lo que había pasado en el baile. Arthur se había comportado de manera impecable hasta la madrugada, cuando en una barcaza, bajo el puente Magdalene, le había pedido que se casara con él, mientras rozaba la mejilla de ella con sus labios. En un súbito impulso, atrayéndolo hacia ella, le había entregado sus trémulos labios, casi olvidando decir que sí. Iba a ser un compromiso secreto hasta Navidad, fecha en que los padres de Arthur estarían de vuelta del Amazonas, donde estaban al frente de una misión.

Alma misma se sorprendió por su facilidad para inventar los detalles. Ya tenía pensado cómo explicaría la falta del anillo de compromiso en Navidad. Los padres de Arthur iban a desaparecer en la jungla. Arthur iría a rescatarlos y sería atacado por una enfermedad tropical incurable. O tal vez una flecha envenenada terminaría con él.

La vida real le proporcionó a Alma un argumento mejor. En agosto de ese año Alemania invadió Bélgica, y al día siguiente Inglaterra estaba en guerra. En todo el país miles y miles de jóvenes se alistaron. Los estudiantes de las universidades abandonaron sus carreras para pelear por el Rey y la patria. En la mente de Alma no existían dudas de que Arthur estaba entre ellos. En septiembre le dijo a Eileen que acababa de recibir una carta desde Francia. Arthur estaba en los Fusileros Reales. Se daba cuenta de que podía terminar el engaño cuando quisiera alegando que Arthur era uno de los caídos, pero no tenía ganas de hacerlo. Quería ser una de las valerosas mujeres que rezaban por la vida de sus hombres. Tejía pasamontañas para la Cruz Roja y les dijo a los miembros del comité local que la haría feliz que el marido o el novio de alguien se sintiera consolado en las trincheras por su esfuerzo. Cuando uno de ellos le hizo la pregunta, contestó sin vacilar que el hombre con el que estaba comprometida se encontraba muy lejos.

Y mientras promediaba la guerra, Arthur adquirió una distinción tras otra en el servicio. Estuvo dos años en las trincheras. Alma le concedió la Cruz Militar por su valentía en Neuve Chapelle. A fines de 1916 lo trasladó a la Real Fuerza Aérea, donde al mando de una escuadrilla realizó varias incursiones arriesgadas sobre Alemania. Una de las señoras de la Cruz Roja tenía un hermano que trabajaba en Handley-Page y le preguntó en qué tipo de avión volaba Arthur. Alma contestó que nunca mencionaba esas cosas en sus cartas. Escribía con pasión sobre los pocos y preciosos días que habían pasado juntos en Inglaterra antes de la guerra. En lo único que pensaba era en volver a casa para casarse.

Alma esperaba el armisticio con tanta ansiedad como los demás, pero cuando llegó, se dio cuenta que Arthur todavía estaba vivo. Eileen estaba encantada por los dos. Quería saber cuándo fijarían fecha. Alma consideró el asunto. Dijo que tal vez las cosas se atrasaran un poco. Arthur se encontraba en el hospital sufriendo de la gripe que asolaba Europa. En su carta se la había descrito como un caso leve, pero molesto.

Cuando Eileen volvió a ver a Alma, estaba de luto. Se comportaba con mucha valentía.