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– Pero ya superamos eso -acotó Walter con una sonrisa indulgente.

– Sí -Alma tragó con dificultad-. Me convencí de que eras el camino a la felicidad eterna. Fui egoísta. Creí que te amaba, y nada, ni siquiera tu esposa legítima, podía interponerse en mi camino. Fue como una obsesión. Todos los sueños infantiles, las frustraciones y las fantasías que había ido creando durante la guerra se centraron en ti. Tengo veintiocho años, Walter, soy casi una solterona, y me he conducido peor que una colegiala.

– No tienes por qué avergonzarte.

– Sí… porque te he engañado a ti y a mí misma. Estos días en el mar me han devuelto el sentido común. ¿Cómo puedo decírtelo sin lastimarte?

– ¿Que ya no me amas? -preguntó Walter sin alterarse.

Alma bajó la cabeza.

– ¿Hay otro?

– Sí -empezó a sollozar.

Walter le acarició el pelo.

– Gracias por decírmelo. Para ser franco, es un alivio. ¿Sabes? Me sentía culpable. Me aproveché de tus sentimientos. Solo nunca hubiera logrado el coraje para hacer lo que hice. Lo afronté con tu ayuda. Yo también he aprendido con esta experiencia. Ahora puedo arreglármelas solo.

Estaba tranquilo y controlado. Estaba diciendo la verdad. Alma se inclinó y lo besó en la mejilla.

– Lo que ocurrió en este camarote es y será nuestro secreto. Lo llevaré a la tumba conmigo.

Walter se lo agradeció y se puso de pie.

– En la bodega hay algunos baúles de Lydia. Cuando lleguemos a Estados Unidos, ¿puedes reclamarlos? Si nadie se presenta comenzarán las preguntas.

– Por supuesto -asintió Alma. Cuando llegaron a la puerta agregó en un impulso-. Fue un crimen perfecto.

– Casi. Mucha suerte con el señor Finch.

Alma estaba sola otra vez.

22

Antes de las siete del miércoles, en la mañana en que el Mauretania debía atracar en el muelle de Nueva York, hubo una reunión en la oficina del capitán. Walter había sido anunciado por el camarero. En esa habitación donde por primera vez lo habían llamado para investigar el asesinato, estaban reunidos además del capitán, el señor Saxon, Paul Westerfield II, su novia Barbara y, con el rostro bañado en lágrimas, Marjorie Cordell. El capitán le señaló una silla y Walter se sentó. Estaba frente al señor Saxon, que lo miraba con aire mustio.

– Seré breve, inspector -comenzó el capitán-. Ha desaparecido otro pasajero. Desde ayer por la tarde el marido de esta señora ha desaparecido. Anoche no volvió a su camarote. La señora Cordell lo informó a las tres de esta madrugada y el señor Saxon y su equipo han efectuado una búsqueda. Tienen experiencia en este tipo de cosas. Saben dónde buscar polizones. Después de tres horas no han encontrado señales del señor Cordell. Por razones obvias, decidí que teníamos que avisarle.

Walter asintió con aire solemne.

– Está muerto -hipó Marjorie-, Livy está muerto. Lo sé.

Barbara se volvió hacia ella.

– No tienes ninguna razón para decir eso, mamá -le espetó con voz tranquila-. Es posible que esté jugando a las cartas en el camarote de algún otro. La gente pierde el sentido del tiempo cuando está jugando una buena partida. Va a aparecer a la hora del desayuno preguntado el porqué de todo este pánico.

– No hay pánico -corrigió el señor Saxon con agresividad.

Paul carraspeó.

– Creo que tenemos que informar mejor al inspector Dew. Ayer le pedí a Livy la mano de Barbara. Parecía un poco ausente, pero dio su consentimiento y tuvimos un agradable almuerzo con champagne para celebrarlo.

– ¿Bebió mucho? -preguntó el señor Saxon.

– No, que yo recuerde. Tal vez una copa y media. Estaba muy callado, pero eso no es raro. Cuando habla, es casi siempre para hacer algún comentario gracioso. Pero tengo que admitir que no estaba como de costumbre.

– No hacía más que mirar a su alrededor como si algo lo molestara -acotó Barbara.

Marjorie lloriqueó.

– Será mejor que se lo diga, porque sé que el inspector lo sacará a flote si no lo hago. Antes del almuerzo… justo después de que usted nos visitara en el camarote, inspector… Livy y yo tuvimos la primera discusión en nuestro matrimonio. Han sido tres años de felicidad y justo ayer ocurrió esto… en el mismo día en que estos queridos chicos tendrían que habernos hecho tan felices. Fue terrible tener que representar una alegría que no sentíamos cuando acabábamos de destrozarnos uno al otro.

Barbara estiró la mano hacia Marjorie.

– Mamá, no lo sabía. ¿Qué pasó?

– No importa querida. Algunas estupideces que le dije al inspector. Estaba muy nerviosa.

– ¿Por qué?

– No me lo preguntes. No tiene importancia… ¿no es así, inspector? -Marjorie miró implorante a Walter, que sacudió la cabeza, apoyándola.

El capitán Rostron había detectado algo significativo en todo esto. Decidió que no podían dejarlo de lado.

– ¿Es cierto, inspector? ¿Usted entrevistó ayer a la señora y el señor Cordell?

– Así es, capitán.

– Todos esperaron que Walter ampliara esta declaración, pero no lo hizo.

El capitán insistió.

– ¿Así que tenía algo que ver con su investigación de la muerte de Katherine Masters?

– Yo no diría exactamente eso.

Marjorie cerró los ojos como si estuviera rezando.

– Pero tiene que haber tenido alguna razón para haber ido a verlos, inspector -siguió insistiendo el capitán.

– Sí, por supuesto.

– El disparo -soltó el señor Saxon-, Los fue a ver por el asunto del disparo.

– Exacto -replicó Walter enseguida-. El arma. Estaba buscando el arma.

Marjorie abrió los ojos.

– Sí, de eso se trababa. Del arma de Livy.

– ¿Su marido tiene un arma? -preguntó el capitán.

– Mamá, ¿qué estás diciendo? -exclamó Barbara con tono escandalizado.

– ¡Ay, que Dios me ayude! -murmuró Marjorie.

– ¿Y usted sospechaba esto, inspector? -preguntó el capitán.

– Más o menos -contestó Walter sin comprometerse.

– No sé cómo lo hizo -agregó el señor Saxon.

– Simple experiencia -Walter fue aplastante.

– ¿Pero no se la quitó?

– No fue necesario. No estaba allí.

– Supongo que la habrá tirado al mar -arriesgó Marjorie-. Era tan cuidadoso. Mi pobre Livy. Siempre tratando de enterrar su pasado y tenía que ser yo la que lo descubriera ante el inspector -se cubrió la cara con las manos, mientras Barbara se levantaba a consolarla.

– No nos dijo que sospechaba de él -recriminó el señor Saxon a Walter.

El capitán Rostron intervino.

– Señor Saxon, a usted no le corresponde cuestionar la manera de conducir la investigación del inspector. No me cabe duda de que tenía sus razones para actuar así -se volvió hacia Walter.

– Varias -contestó Walter.

– ¿Por favor, podría decirnos de qué se trata todo esto? -pidió Paul.

Walter sacudió la cabeza.

– Prefiero no mortificar a las señoras.

– Está bien -musitó Marjorie, secándose los ojos con un pañuelo-. Tienes derecho a saberlo, Paul. Te lo diré yo misma. Ayer vino el inspector a vernos. Como sabrán, hace un tiempo que nos vigila, y ya empezábamos a sentir la tensión. Es un gran detective, Paul, y sabía el momento exacto en que tenía que actuar. Con mucha astucia logró asustarme sugiriendo un hecho completamente estrafalario. Por supuesto que no era cierto, y ahora no tiene importancia de qué se trataba, pero nos socavó la moral. Empezamos a decirnos cosas que nunca nos habíamos dicho. Llamé a Livy ladronzuelo, delincuente. Era lo único que no debí haber dicho, pero en ese momento no lo sabía.

Barbara la interrumpió.