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– Querida -susurró Walter-. Tengo algo bastante importante que discutir contigo.

6

El letrero en la puerta de la floristería decía «Cerrado». Las cortinas estaban bajas, la caja limpia y el dinero seguro en la caja fuerte. Alma estaba terminando con su última tarea del día; arreglando el ramo que llevaría al día siguiente una afortunada novia. Tenía la mente puesta en Walter Baranov de tal manera que casi había olvidado lo que tenía que hacer. Sus dedos temblorosos rompieron un clavel mientras le ponía el alambre. Buscó otro.

Estaba más excitada que nerviosa. La había tomado por sorpresa al entrar así en la floristería. Era tan asombroso y romántico como la llegada de Everad Monck al campamento del desierto durante la triste luna de miel de Stella en The Lamp in the Desert. Lo que Walter había dicho no podía significar mucho, en cambio el hecho de que hubiera aparecido decía a las claras que Alma le importaba tanto como para buscar el lugar en donde trabajaba.

Debió de haberle costado mucho. Ella no le había mencionado nunca la floristería. Ni siquiera se había referido a ella en la ficha que llenara para enfermera. Walter… -en sus pensamientos ya había eliminado el apellido- la había localizado para volver a verla, después de que ella no se presentara a su cita. No podía haberle dicho con más claridad cuánto la deseaba. Era un hombre casado, pero eso no importaba, la deseaba más que a su mujer.

Se sentía halagada, intrigada y excitada. Estaba poseída por esa especie de temeridad que tantas veces era característica de las heroínas en sus libros. Tiempo antes se había prometido a sí misma que en una situación como ésa se dejaría llevar por el destino. Tendría que ser ingeniosa, vivaz, agradable, exuberante, todos esos atractivos adjetivos utilizados al hablar de las heroínas.

Pero su primera reacción no había estado muy bien. Se le había trabado la lengua al verlo entrar en la floristería. Necesitaba adquirir confianza. Estaba convencida de su importancia en la vida de Walter Baranov, así que no tenía por qué comportarse como una colegiala nerviosa. Resistiría el impulso salvaje de dirigirse a casa de él esa misma noche con el álbum de recortes que había dejado con tan poco disimulo en el mostrador. Iba a esperar hasta la hora del almuerzo al día siguiente para llevarlo al consultorio.

Esa noche se lo llevaría a casa para ojearlo con atención.

7

Lydia tomó su borgoña y le cedió la iniciativa de la conversación a Walter. Muy pocas veces le daba esa oportunidad. Era difícil que un hombre que se pasaba sus días investigando bocas abiertas pudiera saber algo que valiera la pena contar. Esa noche era una excepción. Lo escuchó.

– Por supuesto que tú y yo sabemos el estado en que se encuentra el teatro moderno -dijo Walter, mientras echaba sal en su ensalada-. No necesitamos que un arrogante director de provincias nos diga que hoy en día el talento casi no cuenta. Piensa en lo que te has encontrado últimamente en las pruebas a las que te has presentado: soborno, nepotismo, la vieja corbata de la escuela, política y tráfico sexual. A veces me pregunto si no sería más inteligente emplear tu maravillosa experiencia en otra área de la producción…, por lo menos hasta que la cordura vuelva al teatro. Es curioso, pero Jasper hizo la misma sugerencia.

– ¿Que pruebe con algo distinto? -preguntó Lydia con tono tranquilo.

– Bueno, sí. Creo que vale la pena tenerlo en cuenta, al menos.

Lydia sonrió.

– Querido, yo también he llegado a la misma conclusión. No vale la pena seguir así. Cada prueba es una burla a mis años de teatro. Afecta mis nervios y mi digestión. Al final va a acabar con nuestro matrimonio. Tienes razón. No voy a ir a ninguna otra prueba en ningún teatro de Inglaterra. Me voy a Estados Unidos.

Walter se quedó boquiabierto.

– ¿A Estados Unidos?

– Pareces sorprendido.

– ¿Estás hablando en serio, querida?

– Completamente. Voy a ofrecer mi talento al cine.

– Dios mío.

– Es otra área de producción -estaba encantada con el efecto que había causado su anuncio. Walter estaba lívido.

– No es lo que yo tenía en mente.

– Piénsalo. Las únicas películas de calidad se hacen en los Estados Unidos. Y me parece obvio que el cine está escaso de actrices de mi experiencia. Mira el caso de Mary Pickford. ¿Qué hizo en el teatro? O las hermanas Gish. O Theda Bara. Las conocen millones, Walter, ¿y qué saben del arte de actuar?

– Más bien pienso que actuar en el teatro no es lo mismo que en el cine. Bernhardt no tuvo mucho éxito en películas.

– Bernhardt es una vieja.

– Pero el cine es otro tipo de arte, Lydia. No hay sonido. Tu voz es de gran importancia en el teatro. Sería una pérdida.

Había esperado que este argumento la disuadiera. Pero no había modo de lograrlo.

– Usaré los gestos y las expresiones. Lo he decidido, Walter. Ya me has oído esta tarde por teléfono. He puesto la casa en venta y ya he hecho averiguaciones para el pasaje. Quiero irme lo antes posible.

La bandeja temblaba cuando Walter la apoyó en la mesa.

– ¿Y yo? ¿Y mi profesión?

– ¿No he sido clara? Quiero que vengas conmigo. Podemos vender el consultorio y abrir otro en Hollywood. Ese sitio estará lleno de actores de cine que querrán mejorar su dentadura. Las cámaras se acercan mucho.

Walter se puso de pie y miró por la ventana. Estaba muy perturbado.

Lydia podía entenderlo. Ella también había sufrido bastantes golpes en las entrevistas. Desde hacía mucho tiempo Walter llevaba una vida muy estable y rutinaria. Para la mayoría de la gente la vida de un dentista podía parecer muy aburrida, pero Walter la disfrutaba. Tenía éxito. Sus beneficios todavía no justificaban el consultorio de Eaton Square, pero tenía perspectivas de independizarse en un año o dos. Abandonar todo para marchar hacia los Estados Unidos sería un sacrificio inútil.

Walter era muy inocente. Se enfrentó a su mujer diciendo que había leído que la vida en California era muy peligrosa. Describió la violencia entre las compañías cinematográficas. Habló de matones contratados y de tiroteos, y de los estudios protegidos por altos muros, patrullados por guardias armados y perros.

A Lydia no se le movía un pelo. Dijo que estaba segura de que las compañías protegían a sus actores principales.

Walter se puso más nervioso. Recordó los esfuerzos hechos para alcanzar una posición como dentista. Sería una locura abandonar a sus distinguidos pacientes y su hermoso consultorio.

Lydia acotó que si a él le asustaba tanto podía quedarse y dejarla enfrentar sola los peligros de California. Notando un extraño brillo en su mirada, se apresuró a añadir que tendría que arreglarse sin su dinero.

Walter volvió a hablar de su carrera. Que sentía como un deber el hecho de hacerle notar que su reputación en el teatro inglés era algo que nadie ponía en duda, pero que era difícil que su fama hubiera llegado a Estados Unidos.

Lydia sonrió.

– Querido -murmuró-, creo que estás mal informado. Es hora de que te diga que te he estado ocultando algo. Tengo un socio en Hollywood. No es un nombre nuevo para el cine. El señor Charles Chaplin.

– ¿Chaplin? ¿Conoces a Chaplin?

– Desde antes de la guerra, cuando trabajaba con la troupe Karno. Charlie y yo estábamos en el mismo programa en el Streatham Empire. Eso era cuando papá era propietario del Empire, antes de que me convirtiera en una actriz seria. Estaba en un grupo que cantaba y bailaba llamado las Yankee Doodle Gils y Charlie era el cómico borracho en Mumming Birds. Tendría unos dieciocho años, no más, y era un mariposón. Solía mirarnos desde el costado del escenario. Parecía tan gracioso allí parado con los ojos como platos, con esa nariz roja y el frac, que nos hacía reír. Una noche me reí tanto que resbalé y caí en las tablas con un ruido tremendo. Mi amiga Hetty Kelly le guiñó el ojo y se enamoró perdidamente de ella. Hetty tenía apenas quince años y él se le declaró. Ah, sí, conozco muy bien a Charlie. En mi álbum tengo un recorte que lo prueba. ¿Por qué no vas a traerlo?, te lo mostraré.