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Era verdad. La nave de Karellen, aquel invariable símbolo de los superseñores, ya no estaba en el cielo. Examinó el espacio, hasta donde le alcanzaba la vista, y no vio ni una huella de la nave. Y luego, pareció como si la noche hubiese caído de pronto. Desde el norte, con su vientre sombrío tan negro como una nube de tormenta, la enorme nave volaba a baja altura sobre los rascacielos de Nueva York. Involuntariamente, Van Ryberg se encogió como esquivando la embestida del monstruo. Sabía que las naves de los superseñores eran realmente muy grandes; pero contemplarlas en lo alto del cielo no era lo mismo que verlas pasar sobre la propia cabeza como una nube de demonios.

Envuelto por la oscuridad de ese eclipse parcial Van Ryberg siguió con los ojos puestos en el horizonte hasta que la nave y su monstruosa sombra se perdieron en el sur. No se oía ningún ruido, ni siquiera el silbido del aire y Van Ryberg comprendió que la nave, a pesar de su aparente cercanía, había pasado por lo menos a un kilómetro de altura. En seguida una ola de aire estremeció el edificio. En alguna parte una ventana estalló hacia adentro, y se oyó el ruido de unos vidrios rotos.

Todos los teléfonos de la oficina habían comenzado a sonar, pero Van Ryberg no se movió. Apoyado en el borde de la ventana, clavaba los ojos en el sur, paralizado por la presencia del poder ilimitado.

Stormgren hablaba con la impresión de que su mente recorría a la vez dos caminos distintos. En uno de ellos desafiaba a los hombres que lo habían capturado, en el otro esperaba que estos hombres lo ayudasen a descubrir el secreto de Karellen. Era un juego peligroso. Sin embargo, y ante su sorpresa, estaba gozando con ese juego.

El galés ciego había dirigido casi todo el interrogatorio. Era fascinante ver cómo esa mente ágil probaba una puerta tras otra, examinando y rechazando todas las teorías abandonadas ya por Stormgren. Al fin se echó hacia atrás con un suspiro.

— Así no vamos a ninguna parte — dijo resignada. mente —. Necesitamos más hechos, y estos requieren acción y no discusiones. - Los ojos ciegos parecieron fijarse pensativamente en el secretario. Luego, durante un momento, sus dedos tamborilearon nerviosamente sobre la mesa. El primer indicio de inseguridad advirtió Stormgren. Al fin el galés continuó: — Estoy un poco sorprendido, señor secretario, de que no haya tratado usted de saber algo más acerca de Karellen.

— ¿Y qué sugiere usted? — preguntó Stormgren fríamente, tratando de ocultar su interés —. Ya le he dicho que ese cuarto tiene una sola salida… y que esa salida conduce directamente a la Tierra.

— Me imagino que seria posible — reflexionó el otro — diseñar algunos instrumentos capaces de ayudarnos.

No soy hombre de ciencia, pero el problema merece investigarse. ¿Si le devolvemos la libertad colaborará con nosotros?

— De una vez por todas — dijo Stormgren agriamente, aclaremos mi posición. Karellen está trabajando por un mundo unido, y yo no voy a ayudar a quienes lo combaten. No sé cuáles serán los propósitos del supervisor, pero creo que son buenos.

— ¿Qué pruebas tiene usted?

— Todos sus actos, desde que las naves aparecieron en el cielo. Lo desafío a que me mencione uno solo que no haya resultado, en última instancia, beneficioso. - Stormgren calló unos instantes dejando que su mente recorriera los sucesos de los últimos años y al fin sonrió. - Si quiere usted una sola prueba de la esencial… cómo diría… benevolencia de los superseñores, recuerde aquella orden que lanzaron al mes escaso de su llegada prohibiendo la crueldad con los animales. Si hubiese tenido hasta entonces alguna duda sobre Karellen esa orden la hubiese borrado del todo, aunque le aseguro que me costó más preocupaciones que ninguna otra.

Esto era apenas una exageración, pensó Stormgren. El incidente había sido en verdad extraordinario, el primer indicio del odio que los superseñores sentían por la crueldad. Ese odio, y su pasión por la justicia y el orden, parecían ser las emociones que dominaban sus vidas… si uno podía juzgarlos por sus actos.

Y sólo aquella vez se mostró Karellen enojado o al menos con la apariencia del enojo. «Pueden matarse entre ustedes si les gusta — había dicho el mensaje, «ese es un asunto que queda entre ustedes y sus leyes. Pero si matan, salvo que sea para comer o en defensa propia, a los animales con quienes ustedes comparten el mundo… entonces tendrán que responder ante mí».

Nadie sabía exactamente la amplitud que podía tener este edicto o qué haría Karellen para asegurar su cumplimiento. No hubo mucho que esperar.

La plaza de toros estaba colmada cuando los matadores y sus acompañantes iniciaron su desfile. Todo parecía normal. La brillante luz del sol chispeaba sobre los trajes tradicionales, la muchedumbre, como tantas otras veces, alentaba a sus favoritos. Sin embargo, aquí y allá algunos rostros estaban vueltos ansiosamente hacia el cielo, hacia la lejana sombra de plata que flotaba a cincuenta kilómetros por encima de Madrid.

Los matadores habían ocupado ya sus lugares y el toro había entrado bufando en la arena. Los flacos caballos, con las narices dilatadas por el terror, daban vueltas a la luz del sol mientras sus jinetes trataban de que enfrentasen al enemigo. Se dio el primer lanzazo — se produjo el contacto — y en ese momento se oyó un ruido que jamás hasta entonces había sonado en la Tierra.

Era la voz de diez mil personas que gritaban de dolor ante una misma herida; diez mil personas que, al recobrarse de su sorpresa, descubrieron que estaban ilesos. Pero aquel fue el fin de la corrida y en verdad de todas las corridas, pues la novedad se extendió rápidamente. Es bueno recordar que los aficionados estaban tan confundidos que sólo uno de cada diez se acordó de pedir que le devolvieran el dinero, y que el diario londinense Daily Mirror empeoró aún más las cosas sugiriendo que los españoles adoptaran el cricket como nuevo deporte nacional.

— Quizá tenga usted razón — replicó el viejo galés —. Posiblemente los motivos de los superseñores son buenos, de acuerdo con sus puntos de vista, que a veces pueden ser similares a los nuestros; pero son unos entrometidos. Nunca les pedimos que viniesen a poner el mundo patas arriba, a destrozar ideales (sí, y naciones) que tantos sacrificios costaron.

— Soy de un pequeño país que ha tenido que luchar duramente por su libertad — replicó Stormgren —. Sin embargo, estoy de parte de Karellen. Usted podrá molestarlo, hasta oponerse al cumplimiento de sus fines, pero al fin todo será igual. Creo que es usted sincero. Teme que la tradición y la cultura de los pequeños países puedan desaparecer cuando el Estado Mundial sea una realidad. Pero se equivoca. Aún antes que los superseñores llegasen a la Tierra el Estado soberano ya estaba agonizando. Los superseñores no han hecho más que apresurar su fin. Nadie puede salvarlo ahora… y nadie tiene que tratar de salvarlo.

No hubo respuesta. El hombre sentado ante Stormgren no se movió ni habló. Se quedó allí, inmóvil, con los labios entreabiertos, y los ojos ciegos ahora sin vida. Los otros parecían también petrificados, con unas posturas forzadas y antinaturales. Con un gemido de horror Stormgren se incorporó y retrocedió hacia la puerta. Y de pronto algo rompió el silencio.

— Un hermoso discurso, Rikki. Gracias. Y ahora creo que podemos irnos.

Stormgren giró sobre sus talones y clavó los ojos en el sombrío corredor. Una esfera de metal, pequeña y lisa, flotaba a la altura de sus ojos; la fuente, sin duda alguna, de las misteriosas fuerzas a que habían recurrido los superseñores. Era difícil estar seguro, pero Stormgren creía oír un débil zumbido, como una colmena de abejas en un somnoliento día de verano.

— ¡Karellen! ¡Gracias a Dios!¿Pero qué ha hecho usted?

— No se preocupe. Todos están bien. Puede llamarlo una parálisis, aunque es algo mucho más sutil. Están viviendo mil veces más lentamente que de costumbre. Cuando nos hayamos ido no sabrán qué pasó.