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— ¿Los va a dejar aquí hasta que llegue la policía?

— No. Tengo un plan muy superior. Los dejaré en libertad.

Stormgren se sintió aliviado de algún modo. Lanzó una mirada de despedida al cuartito y sus helados ocupantes. Joe se sostenía en un pie, mirando estúpidamente el vacío. De pronto Stormgren se echó a reír y se revisó los bolsillos.

— Gracias por la hospitalidad, Joe — dijo —. Quiero dejarle un recuerdo.

Examinó varias hojas de papel hasta que encontró los números que buscaba. Luego, en una hoja razonablemente limpia, escribió cuidadosamente:

BANCO DE MANHATTAN

Páguese a Joe la suma de ciento treinta y cinco dólares y cincuenta centavos (135,50).

R. Stormgren.

Mientras dejaba la hoja de papel al lado del polaco, oyó la voz de Karellen que preguntaba:

— ¿Qué está usted haciendo, exactamente?

— Los Stormgren siempre pagan sus deudas. Los otros dos hacían trampa, pero Joe jugaba con corrección. Por lo menos nunca lo sorprendí trampeando.

Stormgren caminó hacia la puerta aliviado y alegre, como con cuarenta años menos. La esfera de metal se apartó para dejarlo pasar. Pensó que se trataba de una especie de robot. Eso explicaba que Karellen hubiese podido entrar en el túnel subterráneo.

— Siga derecho cien metros — dijo la esfera, con la voz de Karellen —. Luego doble hacia la izquierda y recibirá nuevas instrucciones.

Stormgren se adelantó con rapidez aunque comprendía que no había por qué apresurarse. La esfera se quedó allí, suspendida en el corredor, cubriéndole, quizá, la retirada.

Un minuto después se encontró con una segunda esfera, que lo esperaba en un ramal del corredor.

— Le falta un kilómetro — dijo la esfera —. Conserve la izquierda hasta que volvamos a vernos.

Seis veces se encontró Stormgren con las esferas mientras caminaba hacia la salida. Al principio se preguntó si el robot estaría adelantándosele. Luego pensó que se trataba de un circuito de máquinas instalado en las profundidades de la mina. A la salida, algunos guardianes formaban un grupo de increíble estatuaria, vigilados por otra de las ubicuas esferas. En la falda de una loma, a unos pocos metros, descansaba la máquina volante que llevaba a Stormgren a la nave de Karellen.

Stormgren se detuvo un momento, parpadeando a la luz del sol. Luego vio las arruinadas maquinarias, y más lejos un camino abandonado que se perdía entre unos montes. A unos pocos kilómetros de distancia un bosque muy denso rozaba la base de los montes, y mucho más allá se podía ver el agua brillante de un extenso lago. Stormgren sospechó que se encontraba en algún lugar de Sudamérica, aunque no era fácil decir de dónde nacía esa impresión.

Mientras subía a la máquina volante, lanzó una última mirada a los hombres helados. Luego la puerta se cerró y Stormgren se dejó caer, con un suspiro de alivio, en el asiento familiar.

Esperó un rato, mientras recobraba el aliento, y luego emitió una expectante y única sílaba:

— ¿Bien?

— Lamento no haberlo rescatado antes. Pero usted comprenderá que era importantísimo que se reuniesen todos los jefes.

— ¿Quiere usted decir — balbuceó Stormgren — que supo siempre dónde estaba yo? Si lo hubiese pensado…

— No se apresure — dijo Karellen —. Por lo menos déjeme terminar.

— Muy bien — dijo Stormgren sombríamente —, escucho.

Estaba empezando a sospechar que había sido sólo un cebo en una trampa preparada de antemano.

— Yo tenía un… quizá «rastreador» es la palabra más apropiada… que lo seguía a usted a todas partes — comenzó a decir Karellen —. Aunque sus últimos amigos suponían correctamente que yo no podría seguirlo bajo tierra, logré mantener el contacto hasta que lo metieron a usted en la mina. El traspaso en el túnel fue algo ingenioso, pero cuando el primer automóvil dejó de reaccionar el plan quedó al descubierto y volví a localizarlo a usted inmediatamente. Luego todo se redujo a esperar. Era indudable que tan pronto como creyesen que yo lo había perdido, los jefes vendrían a la mina y podríamos capturarlos.

— ¡Pero los dejó escapar!

— Hasta ahora — continué Karellen — yo no podía decir quiénes eran, entre los dos billones que habitan en este planeta, las verdaderas cabezas de la organización. Ahora que han sido identificados podré seguir con facilidad sus movimientos y estudiar detenidamente, si así lo deseo, todos sus actos. Será mejor que meterlos en la cárcel. Si dejan de actuar traicionarán a sus otros camaradas. Están totalmente neutralizados, y no lo ignoran. El rescate les parecerá inexplicable, pues usted se habrá desvanecido ante ellos.

Los ecos de aquella risa profunda llenaron la minúscula habitación.

— El asunto parece una comedia, pero tiene un propósito muy serio. Más que los hombres de esta organización me importa el efecto moral que esto ejercerá en otros grupos.

Stormgren se quedó callado unos instantes. No estaba totalmente satisfecho, pero comprendía el punto de vista de Karellen, y ya no se sentía tan irritado.

— Lamento tener que hacerlo en estos últimos días — dijo al fin —, pero voy a instalar una guardia permanente en mi casa. Que la próxima vez secuestren a Peter. A propósito, ¿cómo se ha portado?

— Lo he observado con atención durante esta última semana sin mezclarme en sus asuntos. En general ha llevado todo muy bien, pero no es hombre para ese puesto.

— Suerte para él — dijo Stormgren, aún un poco molesto —. Y a propósito, ¿le ha llegado algún mensaje de sus superiores… acerca de esa ocultación? He visto que sus enemigos se apoyan principalmente en ese argumento. «Nunca creeremos en los superseñores hasta que se muestren en público» me decían, una y otra vez.

Karellen suspiró.

— No. No he recibido nada. Pero ya sé cuál será la respuesta.

Stormgren, como otras veces, no insistió; pero se le ocurría que ahora podía esbozar un plan. Recuerdo las palabras del galés. Sí, quizá podían inventar algunos instrumentos…

Se había rehusado ante la presión de aquellos hombres, y ahora lo intentaría quizá voluntariamente.

4

Nunca se le hubiera ocurrido a Stormgren, aun unos pocos días antes, que hubiese podido considerar seriamente la acción que estaba planeando. Ese melodramático y ridículo rapto, que ahora le parecía un folletín de televisión de tercera categoría, era probablemente una de las causas principales de su cambio de opinión. Stormgren, enemigo hasta de las batallas verbales de la sala de conferencias, había estado expuesto por primera vez a la violencia física. El virus debía de haberle contaminado la sangre, o simplemente estaba acercándose con demasiada rapidez a la segunda infancia.

Motivos también muy importantes eran su curiosidad y la determinación de devolver el golpe. Indudablemente lo habían utilizado como cebo, y aunque la mejor de las razones hubiese guiado a Karellen, Stormgren no estaba dispuesto a perdonarlo en seguida.

Pierre Duval no se sorprendió cuando Stormgren entró en su oficina sin anunciarse. Eran viejos amigos y nada tenía de raro que el secretario visitase personalmente al jefe del departamento científico. Si Karellen, o algún subordinado, apuntase sus instrumentos de vigilancia hacia esta determinada oficina no tendría, en verdad, por qué sorprenderse.

Los dos hombres hablaron un rato de generalidades e hicieron algunos comentarios políticos. Al fin, Stormgren se decidió a encarar la cuestión. El viejo francés se reclinó en su silla y mientras su visitante hablaba las cejas se le fueron levantando milímetro a milímetro hasta confundírsele casi con la melena. Una o dos veces estuvo a punto de interrumpir a Stormgren, pero lo pensó mejor y continuó escuchando en silencio.