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— ¡Adiós, Rikki!

Karellen le había tendido una trampa. Quizá era ya muy tarde. La parálisis de Stormgren duró sólo un momento. En seguida, con un movimiento rápido, bien ensayado, encendió la linterna y la apretó contra el vidrio.

Los pinos llegaban casi a la orilla del agua, dando paso a una estrecha franja de hierba de unos pocos metros de ancho. Todas las noches, cuando aún hacía bastante calor, Stormgren, a pesar de sus noventa años caminaba rápidamente a lo largo de esta franja de hierbas hasta el desembarcadero, y observaba cómo el sol se ponía sobre el lago. Luego, antes que el viento frío se levantara desde el bosque, volvía a su casa. Este rito sencillo le proporcionaba una gran satisfacción, y esperaba repetirlo mientras le durasen las fuerzas.

Allá lejos, sobre el lago, algo venía desde el oeste, volando a baja altura y a gran velocidad. Los aeroplanos eran raros en esta región. Sólo las líneas transpolares pasaban por allá arriba a toda hora, de día y de noche. Pero nada se advertía de su presencia, salvo una ocasional estela de vapor que atravesaba el azul de la estratosfera. Esta máquina era un pequeño helicóptero, y estaba viniendo hacia él con una innegable determinación. Stormgren miró a lo largo de la playa Y vio que era imposible escapar. Se encogió de hombros y se sentó en el banco de madera, en la punta del muelle.

El periodista se mostró tan deferente que Stormgren se sorprendió. Había olvidado que no era sólo un viejo estadista sino casi un mito.

— Señor Stormgren — comenzó a decir el intruso —, lamento molestarlo; pero quisiéramos hacerle una pregunta sobre algo que acabamos de saber. Se trata de los superseñores.

Stormgren frunció levemente el ceño. Después de tantos años aún compartía el desagrado de Karellen por esa palabra.

— No creo — dijo — que pueda añadir mucho a lo que ya se ha escrito.

El periodista lo observaba con mucha curiosidad.

— Creo que podría. Ha llegado recientemente a nosotros una historia bastante rara. Parece que, hace unos treinta años, uno de los técnicos del departamento científico construyó para usted un equipo notable. ¿Qué puede decirnos sobre ese asunto?

Stormgren guardó silencio mientras rememoraba aquellos días. No era raro que se hubiese descubierto el secreto. Al contrario, le sorprendía que no se hubiese sabido antes.

Se incorporó y echó a caminar a lo largo del muelle. El periodista lo seguía a unos pasos de distancia.

— La historia — dijo Stormgren — encierra una parte de verdad. En mi última visita a la nave de Karellen llevé conmigo cierto aparato, con la esperanza de ver al supervisor. Era una actitud bastante tonta pero… bueno, yo no tenía más de sesenta años. - Stormgren rió entre dientes y luego continuó: — No es una historia de tanto valor como para justificar el viaje de usted. Pues verá, no obtuve ningún resultado.

— ¿No vio nada?

— No, absolutamente nada. Temo que tendrá que esperar; pero al fin y al cabo faltan sólo veinte años.

Veinte años. Sí, Karellen tenía razón. Para ese entonces el mundo estaría preparado. No lo estaba cuando Stormgren le había dicho la misma mentira a Pierre, treinta años atrás.

Karellen había confiado en Stormgren y éste no había traicionado esa confianza. Estaba totalmente seguro. El supervisor había conocido el plan desde un principio, y había previsto todos los momentos de aquella última entrevista.

¿Por qué si no aquel enorme asiento vacío, cuando el círculo de luz cayó sobre él? Stormgren había movido en seguida la linterna. Quizá ya era tarde. La puerta metálica, dos veces más alta que un hombre, estaba cerrándose con rapidez… pero no con bastante rapidez.

Sí, Karellen había confiado en Stormgren; no había querido que se hundiese en el largo crepúsculo de la existencia obsesionado por un misterio que había sido incapaz de resolver. Karellen no se había atrevido a desafiar abiertamente a aquellos desconocidos poderes que lo gobernaban. (¿Serían ellos también de la misma raza?) Pero algo había hecho. Si había cometido un acto de desobediencia nunca podrían probárselo. Aquélla había sido la prueba final, Stormgren lo sabía, del cariño que le tenía Karellen. Aunque del cariño de un hombre por un perro fiel, no era menos sincero por eso, y Stormgren no había sentido en toda su vida una mayor satisfacción.

— Hemos tenido nuestros fracasos.

Sí, Karellen, es cierto. ¿Y fuiste tú el que fracasó antes que comenzase la historia de los hombres? Tiene que haber sido un fracaso de veras, pensó Stormgren, para que sus ecos hayan traspasado las edades hasta venir a asustar a los niños de todas las razas. ¿Podrás superar, aun dentro de veinte años, el poder de todos los mitos y leyendas del mundo?

Sin embargo, Stormgren sabía que no había otro fracaso. Cuando las dos razas volvieran a encontrarse, los superseñores se habrían ganado la confianza y la amistad de los hombres, y ni siquiera el terror del reconocimiento podría deshacer esa obra. Irían juntos hacia el futuro, y la desconocida tragedia que debió de oscurecer el pasado quedaría sepultada para siempre en los oscuros corredores prehistóricos.

Y Stormgren esperaba que cuando Karellen volviese a caminar libremente por la Tierra, vendría un día a estos bosques del norte, y se detendría un momento junto a la tumba del primer hombre que había sido su amigo.

II–La edad de oro

5

— ¡Ha llegado el día! — Murmuraban las radios en un centenar de lenguas —. ¡Ha llegado el día! — decían los encabezamientos de un millar de periódicos —. ¡Ha llegado el día! — pensaban los fotógrafos mientras probaban una y otra vez las cámaras agrupadas alrededor del vasto espacio vacío donde descendería la nave de Karellen.

Sólo había una nave ahora, suspendida sobre Nueva York. En realidad, como los hombres acababan de descubrirlo, las naves que habían flotado sobre las otras ciudades no habían existido nunca. El día anterior esas naves habían desaparecido convirtiéndose en nada, deshaciéndose como la niebla en una mañana de sol. Las naves de aprovisionamiento que iban y venían por las lejanías del espacio eran verdaderamente reales; pero las nubes de plata que habían flotado. durante toda una vida sobre las capitales terrestres sólo habían sido una ilusión. Nadie podía explicarlo, pero parecía que esas naves no fueron más que una imagen de la embarcación de Karellen. Sin embargo, había habido algo más que un simple juego de luces, pues también el radar había sido engañado, y aún vivían algunos que creían haber oído el silbido del aire mientras la flota bajaba del cielo.

No importaba. Karellen ya no tenía necesidad de ese despliegue de fuerzas. Había dejado a un lado las armas psicológicas.

— ¡La nave se mueve! — gritaron las voces, transmitidas inmediatamente a todos los rincones del planeta —. ¡Va hacia el oeste!

A menos de mil kilómetros Por hora, abandonando lentamente las vacías alturas de la estratosfera, la nave marchaba hacia las grandes llanuras y hacia su segunda cita con la historia. Descendió dócilmente ante las cámaras expectantes y los apretados millares de espectadores. Entre estos muy pocos podrían ver mejor que los millones de personas reunidos en todo el mundo ante las pantallas de televisión.

El suelo debió de temblar y crujir ante el enorme peso, pero la nave estaba aún sostenida por las fuerzas que la habían lanzado a través de las estrellas. Tocó la tierra con tanta suavidad como un copo de nieve.

Una de las curvas paredes de la nave, a una altura de veinte metros, pareció moverse y brillar; donde momentos antes sólo había habido una superficie resplandeciente y lisa, apareció una vasta abertura. Nada se veía por esa abertura ni aun con la ayuda del inquisitivo ojo de la cámara. Era tan negra como la entrada de una caverna.