Выбрать главу

Una rampa ancha y brillante salió del orificio y descendió lentamente hacia el suelo. Parecía una sólida hoja de metal con barandillas a los lados. No tenía escalones. Era tan lisa y empinada corno un tobogán y — pensamos los hombres — subir o bajar por ella parecía imposible.

El mundo se quedó mirando aquella puerta oscura, donde nada aún se había movido. En seguida, la poco escuchada, pero inolvidable voz de Karellen brotó dulcemente desde un oculto altoparlante. El mensaje no pudo ser, quizá, más inesperado.

— Hay algunos niños al pie de la rampa. Quisiera que dos de ellos subieran a recibirme.

Todos callaron unos instantes. Luego, un niño y una niña se desprendieron de la multitud y caminaron naturalmente hacia la rampa y la historia. Otros niños empezaron a seguirlos, pero la voz risueña de Karellen los detuvo.

— Dos son suficientes.

Entusiasmados con la inesperada aventura, los niños — no podían tener más de seis años — saltaron sobre la hoja metálica. Y entonces ocurrió el primer milagro.

Saludando alegremente a las multitudes que aguardaban abajo, y a los ansiosos padres — quienes un poco tarde recordaron quizá la leyenda del flautista que se había llevado consigo a todos los niños del pueblo —, los chicos comenzaron a subir rápidamente por la cuesta empinada. Sin embargo no movían las piernas, y todos advirtieron que los cuerpos formaban un ángulo recto con la superficie de aquella rampa singular. La rampa tenía una gravedad propia, una gravedad que podía ignorar la gravedad de la Tierra. Los niños estaban aún disfrutando de la novedosa experiencia, y preguntándose qué los llevaría hacia arriba, cuando desaparecieron en el interior de la nave.

Un vasto silencio cayó sobre el mundo entero durante veinte segundos. Nadie, más tarde, pudo creer que ese tiempo hubiese sido tan corto. Al fin, la oscuridad de la abertura pareció adelantarse, y Karellen salió a la luz del sol. El niño estaba sentado en el brazo izquierdo; la niña, en el derecho. Ambos, demasiado ocupados, jugando con las alas de Karellen, no advirtieron las miradas de la multitud.

Los conocimientos psicológicos de los superseñores y aquellos largos años de preparación tuvieron su premio: sólo algunas personas se desmayaron. Sin embargo, no fueron pocas, sin duda, y en todas las regiones del mundo, las que sintieron durante un terrible instante, que un viejo espanto les rozaba las mentes, antes de desvanecerse en forma definitiva.

No había error posible. Las alas correosas, los cuernos, la cola peluda: todo estaba allí. La más terrible de las leyendas había vuelto a la vida desde un desconocido pasado. Sin embargo, allí estaba, sonriendo, con todo su enorme cuerpo bañado por la luz del sol, y con un niño que descansaba confiadamente en cada uno de sus brazos.

6

Un mundo y sus habitantes pueden ser trasformados profundamente en sólo cincuenta años, hasta tal punto que nadie pueda reconocerlos. Sólo se requiere un hondo conocimiento de los sistemas sociales, una clara visión de los fines que uno se propone… y poder.

Los superseñores tenían todo esto. Aunque sus fines eran un secreto, sabían lo que querían, y disfrutaban de poder.

Ese poder tomó muchas formas, y los hombres cuyos destinos eran manejados ahora por los superseñores no advirtieron muchas de ellas. El poder de las grandes naves había sido evidente para todos. Pero detrás de esa exhibición de fuerzas dormidas había otras armas mucho más sutiles.

— Todos los problemas políticos — le había dicho una vez Karellen a Stormgren — pueden ser solucionados con una correcta aplicación de la fuerza.

— Me parece una afirmación bastante cínica — había replicado Stormgren, incrédulo —. Se parece demasiado a aquélla de «El derecho de la fuerza». En nuestro propio pasado el uso de la fuerza nunca resolvió nada.

— La palabra clave es «correcta». Ustedes nunca tuvieron verdadera fuerza, ni los conocimientos necesarios para aplicarla. Hay siempre modos correctos e incorrectos de encarar un problema. Supongamos, por ejemplo, que una de sus naciones, guiadas por algún jefe fanático, trata de rebelarse contra mí. El modo incorrecto de responder a ese desafío sería el de unos pocos billones de caballos de fuerza bajo la forma de bombas atómicas. Si uso bastantes bombas la solución sería completa y definitiva. Pero sería también, como ya lo he señalado, incorrecta… aunque no tuviera otros defectos.

— ¿Y la solución correcta?

— Requeriría el poder de un pequeño trasmisor de radio, y otros dispositivos similares. Pues es la aplicación de la fuerza, y no su cantidad, lo que importa. ¿Cuánto hubiese durado, pregunto, la carrera de Hitler como dictador de Alemania si una voz le hubiese hablado constantemente al oído? ¿O si una única nota musical, bastante alta como para borrar todos los otros ruidos e impedirle dormir, le hubiese traspasado el cerebro día y noche? Nada brutal, como ve. Sin embargo, en última instancia, tan irresistible como una bomba de tritio.

— Ya veo — dijo Stormgren —. ¿Y no hubiera podido esconderse?

— En ningún sitio al que yo no pudiese enviar mis… este… aparatos. Y por esa misma razón nunca tuve que usar realmente métodos drásticos para mantener mi poder.

Las grandes naves, pues, no habían sido más que símbolos. Ahora el mundo sabía que todas menos una habían sido unos barcos fantasmas. Sin embargo, por su sola presencia, habían alterado la historia de la humanidad. Habían cumplido su labor, y sus triunfos habían sobrevivido como para resonar a través de las edades.

Los cálculos de Karellen habían sido exactos. La primera reacción desapareció rápidamente, aunque había aún muchos hombres orgullosos de su falta de prejuicios que no se atrevían a enfrentar a los superseñores. Era algo extraño, algo que estaba más allá de la lógica y la razón. En la Edad Media las gentes creían en el demonio, y lo temían. Pero éste era el siglo veintiuno. ¿Habría, realmente, algo así como una memoria racial?

Se aceptaba, por supuesto, universalmente, que los superseñores, o unos seres de la misma especie, habían tenido un violento conflicto con los primeros hombres. El encuentro debía de haberse producido en el pasado más remoto, pues no había dejado huellas. Karellen no ayudaba a solucionar este problema.

Los superseñores, aunque se habían mostrado al hombre, dejaban pocas veces la nave. Quizá se sentían físicamente incómodos en la Tierra, pues su tamaño, y la existencia de alas, indicaban que venían de un mundo de menor gravedad. Nunca se los veía sin un cinturón provisto de complicados mecanismos que, — se creía generalmente — controlaba el peso de sus cuerpos y les ayudaba a comunicarse. La luz del sol les hacía daño, y nunca se exponían a ella sino durante unos pocos segundos. Cuando tenían que salir al aire libre durante cierto tiempo, se ponían unos anteojos oscuros, lo que les daba una apariencia algo incongruente. Aunque parecían capaces de respirar el aire terrestre, a veces llevaban consigo unos pequeños cilindros de gas con los que se refrescaban de cuando en cuando.

Quizá se mantenían apartados a causa de estos problemas meramente físicos. Sólo una pequeña fracción del género humano se había encontrado con ellos, y nadie sabía exactamente cuántos vivían en la nave. Nunca se los veía en grupos mayores de cinco, pero en aquella enorme embarcación podían caber cientos, y miles.

En muchos sentidos el aspecto de estos seres había traído más problemas que soluciones. Su origen era todavía desconocido; su biología, una fuente de especulaciones infinitas. Hablaban libremente de muchas cosas, pero de otras guardaban un celoso secreto. En general, sin embargo, esto no preocupaba a nadie, salvo a los hombres de ciencia. El hombre común, aunque prefería no encontrarse con los superseñores, se sentía agradecido por los beneficios que habían traído al mundo.