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Comparada con las épocas anteriores, ésta era la edad de la utopía. La ignorancia, la enfermedad, la pobreza y el temor habían desaparecido virtualmente. El recuerdo de la guerra se perdía en el pasado como una pesadilla que se desvanece con el alba. Pronto ningún hombre viviente habría podido conocerlo.

Con todas las energías de la humanidad encauzadas hacia un trabajo constructivo, el rostro del mundo se había transformado totalmente. Era, casi al pie de la letra, un nuevo mundo. Las ciudades en que habían habitado las generaciones anteriores habían sido reconstruidas, o conservadas como ejemplares de museo cuando no servían para ningún propósito útil. Muchas otras habían sido abandonadas, pues se había alterado toda la estructura de la industria y el comercio. La producción era en su mayor parte automática; las fábricas de robots producían bienes de consumo en una corriente incesante, de modo que todas las necesidades ordinarias de la vida estaban virtualmente satisfechas. Los hombres trabajaban para procurarse algunos lujos, o no trabajaban.

Era un mundo unido. Los antiguos nombres de los antiguos países se usaban todavía, pero sólo para designar distritos postales. No había nadie en la Tierra que no supiese hablar inglés, que no supiese leer, que no tuviese a su alcance un aparato de televisión, que no pudiese visitar el otro extremo del planeta antes de veinticuatro horas…

Los crímenes habían desaparecido prácticamente. Se habían hecho tan innecesarios como imposibles. Cuando a nadie le falta nada, no hay motivo para robar. Por otra parte, todos los criminales en potencia sabían muy bien que no podrían escapar a la vigilancia de los superseñores. En los primeros días de su gobierno estos habían intervenido con tanta eficacia en defensa del orden y de la ley que nadie había olvidado la lección.

Los crímenes pasionales, aunque no inexistentes, eran muy raros, La mayor parte de los problemas psicológicos había desaparecido, y la humanidad era mucho más cuerda, y menos irracional. Y aquello que en otras edades se hubiese llamado vicio no era más que excentricidad o, cuanto más… malos modales.

Un cambio muy notable era la desaparición de aquel ritmo enloquecido que había caracterizado al siglo veinte. La vida transcurría con más lentitud que nunca. Había, por lo tanto, menos alicientes para algunos pocos; pero mayor paz para la mayoría. El hombre occidental había vuelto a aprender lo que el resto del mundo nunca había olvidado: que la holganza no era algo pecaminoso, y que la pereza no era un signo de degeneración.

Cualesquiera que fuesen los problemas que trajese el futuro, el tiempo no pesaba sobre los hombres. La educación era mucho más larga y profunda. Pocas personas abandonaban el colegio antes de los veinte años. Y esto era simplemente la primera etapa, ya que después. de algunos viajes, y cuando la experiencia les había ensanchado las mentes, volvían a los veinticinco por otros tres años. Y no dejaban de seguir algunos cursos, de cuando en cuando, y durante toda la vida, para estudiar algunos temas que les interesaban muy particularmente.

Esta prolongación de la educación, hasta mucho más allá del fin de la adolescencia, había traído consigo varios cambios sociales. Generaciones y generaciones habían advertido la necesidad de algunos de esos cambios, pero se había evitado siempre enfrentar el problema… o se lo había ignorado. En particular, las costumbres sexuales — hasta donde es posible hablar aquí de costumbres — habían sufrido una profunda alteración. Dos inventos, que irónicamente eran de origen puramente humano, y que nada debían a los superseñores, las habían hecho trizas. El primero era un infalible contraconceptivo, una píldora; el segundo era un método igualmente seguro — tan exacto como el sistema dactiloscópico y basado en un minucioso análisis de la sangre — para identificar al padre de cualquier niño. El efecto de esos dos inventos sobre la sociedad terrestre sólo puede ser descrito como devastador; los dos habían borrado definitivamente los últimos restos de las aberraciones puritanas.

Otro gran cambio: la extrema movilidad de los habitantes del mundo. Gracias al perfeccionamiento del transporte aéreo todos podían ir a cualquier parte y en cualquier momento. Había más espacio en los cielos que en los caminos, y el siglo veintiuno había repetido, a gran escala, la gran proeza americana de poner a toda una nación sobre ruedas. Había dado alas al mundo.

Aunque no literalmente. El avión común de uso privado carecía de alas, y de todo plano visible de suspensión. Hasta las incómodas paletas de los viejos helicópteros habían desaparecido. Sin embargo, los hombres no conocían la antigravedad; sólo los superseñores gozaban de este último secreto. Los vehículos aéreos de los hombres estaban impulsados por fuerzas que los hermanos Wright hubiesen podido entender. Las turbinas de reacción, usadas tanto directamente como en forma más sutil, en distintas posiciones, impulsaban los aparatos hacia adelante y los mantenían en el espacio. Con una eficacia que los edictos y leyes de Karellen nunca habían alcanzado, la ubicuidad de los aparatitos había hecho caer las últimas barreras entre las diferentes tribus de la humanidad.

Habían ocurrido también algunas cosas más profundas. Se vivía una época totalmente secular. De todas las creencias que habían existido hasta poco antes de la llegada de los superseñores sólo subsistía una especie de budismo — quizá la más austera de todas las doctrinas religiosas —, aunque un budismo purificado. Los credos basados en milagros y revelaciones habían desaparecido totalmente, desvaneciéndose poco a poco a medida que crecía el nivel de educación. Los superseñores no tenían intervención en estos cambios. Muy a menudo se le preguntaba a Karellen qué opinaba sobre la religión, pero el superseñor se limitaba a declarar que las creencias humanas eran asunto privado mientras no interfiriesen en la libertad de los demás.

Si no hubiese intervenido la curiosidad humana, las antiguas creencias se hubiesen mantenido quizá en pie. Era sabido que los superseñores habían tenido acceso al pasado, y en más de una ocasión se había recurrido a Karellen para que solucionara alguna controversia. Pudo haber ocurrido que Karellen se cansase al fin de responder a tales preguntas, pero es más probable que no hubiese ignorado cuáles serían las consecuencias de su generosidad…

El instrumento que entregó en préstamo al Instituto de Historia Universal no era más que un receptor de televisión con un complicado sistema de controles para establecer ciertas coordenadas en el tiempo y el espacio. El aparato debía de estar conectado de algún modo con una máquina mucho más compleja, instalada en la nave de Karellen, y que funcionaba de acuerdo con principios inimaginables. Sólo había que ajustar los controles e inmediatamente se abría una ventana al pasado. De este modo casi toda la historia humana de los últimos cinco mil años era accesible a los hombres. La máquina no funcionaba más allá de los cinco mil años, y había además algunos blancos desconcertantes en todas las edades. El fenómeno se debía quizá a alguna causa natural, aunque también podía tratarse de alguna censura deliberada, ejercida por los superseñores.

Aunque las mentes racionales habían sabido siempre que todos los textos religiosos no podían ser verdaderos, la reacción fue sin embargo muy notable. Allí estaba la revelación que nadie podía negar o poner en duda. Ahí estaban — vistos gracias a una desconocida magia de los superseñores — los verdaderos comienzos de todas las grandes religiones del mundo. Casi todas eran nobles e inspiradoras… pero eso no bastaba. En sólo unos pocos días todos los redentores del género humano perdieron su origen divino. Bajo la intensa y desapasionada luz de la verdad las creencias que habían alimentado a millones de hombres, durante dos mil años, se desvanecieron como el rocío de la mañana. El bien y el mal fabricados por ellas fueron arrojados al pasado. Ya nunca volverían a conmover el alma de los hombres.