— Encontrarán más por ahí — dijo señalando vagamente hacia atrás con una mano, mientras que con la otra ajustaba los controles —. Están en su casa. Ya conocen a casi toda la gente…, Maia los presentará a los demás. Gracias por haber venido.
— Gracias a ti por habernos invitado — dijo Jean sin mucha convicción. George ya había partido hacia el bar y Jean lo siguió cambiando ocasionalmente algunos saludos con las gentes amigas. Las tres cuartas partes de los presentes eran perfectos desconocidos, cosa común en las fiestas de Rupert.
— Vayamos a explorar — le dijo a George cuando terminaron de refrescarse y de saludar desde lejos a todas las caras familiares — Quiero conocer la casa.
George la siguió lanzando, con no mucho disimulo, una última mirada hacia Maia Boyce. Tenía un aire ausente en los ojos que a Jean no le gustaba nada. Era tan molesto que los hombres fuesen fundamentalmente polígamos. Pero por otra parte, si no lo fuesen… Sí, quizá era mejor así, al fin y al cabo.
George volvió pronto a la normalidad mientras investigaban las maravillas de la nueva residencia de Rupert. La casa parecía muy grande para dos personas; pero era necesario que fuese así, ya que soportaba frecuentes sobrecargas. Había dos pisos; el de arriba era mucho más amplio para que los salientes sombrearan los alrededores del piso bajo. El grado de mecanización era considerable, y la cocina se parecía estrechamente a la cámara de pilotos de un transporte aéreo.
— ¡Pobre Ruby! — dijo Jean — Le hubiese encantado esta casa.
— Por lo que he oído — replicó George, quien no le tenía mucha simpatía a la anterior señora Boyce juzgo que Ruby es perfectamente feliz con su amiguito australiano.
Esto era algo tan sabido que Jean no pudo replicar. Así que cambié de tema.
— Es terriblemente bonita, ¿no es cierto?
George estaba bastante prevenido como para evitar la trampa.
— Oh, supongo que sí — replicó indiferentemente —. Siempre, claro, que a uno le gusten las morenas.
— Lo que a ti no te pasa, naturalmente — dijo Jean con suavidad.
— No seas celosa, querida — rió George, acariciándole el pelo platinado —. Vamos a ver la biblioteca. ¿En qué piso crees que estará?
— Arriba, seguramente. No — hay más cuartos aquí. Además, eso está de acuerdo con el plan general. El vivir, el comer y el dormir han sido relegados al piso inferior. Arriba está la sección juegos y diversiones, aunque eso de instalar una piscina en un primer piso sigue pareciéndome una locura.
— Sospecho que hay algún motivo — dijo George abriendo una puerta cualquiera —. Alguien tuvo que haber guiado a Rupert en la construcción de la casa. El solo no hubiese sido capaz.
— Probablemente tienes razón. Si no fuese así, habría cuartos sin puertas, y escaleras que no llevarían a ninguna parte. En realidad, tendría miedo de entrar en una casa diseñada por Rupert.
— Aquí estamos — dijo George con el orgullo de un navegante al pisar tierra firme —, la fabulosa colección Boyce en su nueva casa. Me pregunto cuántos de estos libros habrá leído Rupert realmente.
La biblioteca abarcaba todo el ancho de la casa, pero los estantes colmados de libros la dividían virtualmente en media docena de pequeñas dependencias. Había aquí, si George no recordaba mal, unos quince mil volúmenes… casi todas las publicaciones importantes sobre temas tan nebulosos como magia, investigación psíquica, adivinación, telepatía y todo ese conjunto de huidizos fenómenos que pueden ser clasificados como parafísicos. Era una distracción muy peculiar en esta edad de la razón. Se trataba, presumiblemente, del método utilizado por Rupert para huir de la realidad.
George notó enseguida el olor. Era débil, pero penetrante, y no tan desagradable como misterioso. Jean, que también lo había advertido, fruncía el ceño tratando de identificarlo. Ácido acético, pensó George… es lo que más se le parece. Pero es, sin embargo, otra cosa…
La biblioteca terminaba en un espacio abierto, bastante amplio como para contener una mesa, dos sillas y algunos almohadones. Éste, seguramente, era el lugar donde leía casi siempre Rupert. Alguien estaba leyendo aquí ahora, con una luz demasiado débil.
Jean ahogó un grito y tomó la mano de George. Esta reacción tenía algún sentido. Una cosa era mirar una pantalla de televisión, y otra encontrarse con la realidad. George, que muy pocas veces se sorprendía por algo, se recuperó enseguida.
— Espero que no lo hayamos molestado, señor — dijo cortésmente —. No sabíamos que hubiese alguien aquí. Rupert no nos dijo nada.
El superseñor abandonó el libro un momento, los miró fijamente, y volvió a su lectura. Como era alguien capaz de leer, hablar y hacer probablemente varias otras cosas al mismo tiempo, no había en este acto ninguna descortesía. Sin embargo, para un observador humano, el espectáculo era inquietantemente esquizofrénico.
— Mi nombre es Rashaverak — dijo el superseñor amablemente —. Temo no ser muy sociable, pero no es fácil dejar la biblioteca de Rupert.
Jean alcanzó a evitar una risita nerviosa. El inesperado huésped estaba leyendo, advirtió, a razón de una página cada dos segundos. Jean tenía la seguridad de que el superseñor asimilaba todas las palabras, y se preguntó si sería capaz de leer una página con cada ojo. Y luego, naturalmente, se dijo a si misma, aprendería el sistema Braille para usar también los dedos… La imagen mental resultante era demasiado cómica como para recrearse en ella, así que trató de evitarla entrando en la conversación. Al fin y al cabo no todos los días se tenía la ocasión de hablar con uno de los amos de la Tierra.
Jean hizo las presentaciones y George dejó. que la muchacha siguiera la charla esperando que no cayese en alguna falta de tacto. Como Jean, nunca se había encontrado con un superseñor. Aunque los superseñores solían verse con funcionarios del gobierno, hombres de ciencia y otras gentes parecidas, nunca había oído que asistiesen a fiestas privadas. Podía concluirse que esta fiesta no era realmente tan privada. La posesión, por parte de Rupert, de aquel aparato contribuía a afirmar la sospecha, y George comenzó a preguntarse, con letras mayúsculas: Qué Estaba Pasando. Tenía que interrogar a Rupert, tan pronto como lo viese en algún rincón.
Como no cabía en las sillas, Rashaverak se había sentado en el piso, donde se sentía, aparentemente, bastante cómodo, pues no había prestado atención a los almohadones cercanos. Tenía, pues, la cabeza a unos dos metros del suelo, y George tuvo una oportunidad verdaderamente única para estudiar biología extraterrestre. Desgraciadamente, como sabía muy poco de biología terrestre, nada pudo añadir a sus conocimientos. Sólo ese olor, peculiar, pero no desagradable, fue algo nuevo para él. Se preguntó qué olor tendrían los seres humanos para los superseñores, y esperó lo mejor.
No había nada realmente antropomórfico en Rashaverak. George alcanzó a comprender cómo, vistos desde lejos por ignorantes y aterrorizados salvajes, los superseñores podían haber parecido hombres alados, y dar pie, de esa manera, al convencional retrato del demonio. Desde cerca, sin embargo, gran parte de esa ilusión se desvanecía totalmente. Los cuernitos (¿qué función tendrían?) eran menos específicos, pero el cuerpo no se parecía al del hombre ni al de ningún animal que hubiese habitado la Tierra. Como procedentes de una rama evolutiva totalmente extraña, los superseñores no eran ni mamíferos, ni insectos, ni reptiles. Ni siquiera se podía afirmar que fuesen vertebrados. Esa armadura externa bien podía ser la única estructura de sostén.